El artista Alfredo Jaar (1956-) representó a Chile en la Bienal de Venecia del 2013 con la instalación Venezia, Venezia, comisionada por Madeleine Grynsztejn, de la que se pueden ver aquí algunas imágenes y un video, además de una entrevista al artista de Loredana Mascheroni.
Vista desde la distancia, en Chile, esta obra parece reducirse inevitablemente a ciertas imágenes fijas o en movimiento y a algunas declaraciones del artista que circulan por la red. Los siguientes, brevísimos textos, intentan hacerse cargo de algunas posibilidades de comentario crítico de esta obra desde aquí, partiendo justamente desde esa distancia, e intentando, más que superarla, hacerse cargo de lo que ella implica, y proponer otras maneras de mirarla diferentes de las que han circulado hasta el momento.
El 27 de agosto a las 10:00 hrs., Alfredo Jaar conversará con la escritora y crítica Adriana Valdés en el GAM acerca de Venezia, Venezia, y en los próximas semanas se encontrará disponible el catálogo de la muestra.
La resistencia de lo mismo – por Sandra Accatino
Quizás porque a Venezia Venezia la he visto solo en fotografías y en algunos videos, me parece que es una obra que tal vez fue pensada para perdurar en ese formato. Esas imágenes muestran sobre todo el agua arremolinada entre los edificios y los árboles verdosos de los giardini y prometen una catástrofe o al menos una transformación que la obra en sí parece borrar, pues los pabellones nacionales, el gran pabellón principal, las escalas, las avenidas y los árboles, reaparecen oscuros, brillantes e idénticos, cada tres minutos, durante todo el tiempo que la Bienal se extiende sobre Venecia.
La exactitud y la precisión de la maqueta pueden ser interpretados como un ejercicio de amor y nostalgia, si se me permiten esas palabras tan incorrectas como inexactas. La maqueta exigió, sin duda, un inmenso trabajo a quienes la hicieron: no solamente porque no existían otras anteriores, sino porque debieron modelarla en un material a partir del cual hicieron un molde, en el que luego vaciaron resina, un material que se caracteriza por su resistencia. ¿Por qué esta obra hace perdurar, a pesar de esa inundación continua, una imagen que encierra, para Jaar, la obsolescencia de la forma en que el arte y el mundo fueron pensados hasta hace algunas décadas?.
Frente a la imagen luminosa de Lucio Fontana atravesando su taller en ruinas, la reaparición de lo mismo, en cambio, nos perturba.
Jaar: ¡Esto sí es Chile! – por Claudia Campaña
Leo con sumo interés el texto de Adriana Valdés en el catálogo dedicado a Venezia Venezia, obra que Alfredo Jaar acaba de presentar en la Bienal. Valdés titula su escrito “Esto no es Chile”, encabezamiento que me provoca.
Me explico: a diferencia de Adriana, yo solo conozco este trabajo a través de fotos y de YouTube. Así y todo, lo primero que pienso al ver aquel estanque de Jaar con la maqueta de los Giardini que se sumerge y emerge sin pausa, ¡es lo bien que representa a Chile! Se trata de ese Chile cuya capital se inunda después de un solo día de fuertes lluvias –desde que tengo uso de razón, Santiago se anega en invierno–; de ese Chile donde autos y buses se hunden año tras año en las barrosas aguas de los pasos bajo nivel, emergiendo lentamente hacia a la superficie con la ayuda de alguna grúa municipal. Me parece que aquella recurrente postal de invierno tiene rotunda presencia en la obra de Jaar, así como también la tiene ese Chile telúrico del cual tanto se habla. Y es que, próximo al estanque, Jaar pone en escena una fotografía en blanco y negro (1946) que inmortaliza a Lucio Fontana cabizbajo y apoyado en los muros de las ruinas de su otrora taller. De inmediato asocio dicha imagen con las cientos de fotos de Valdivia después del terremoto de 1960, con la atmósfera sublime que siguió al Riñihuazo. La figura del artista ítalo argentino entre los escombros me hace recordar también las más recientes imágenes de febrero de 2010 y de marzo de 1985. Percibo la propuesta de Jaar en el límite de una catástrofe, pues bien sabemos los chilenos que, de tanto en tanto, la reorganización de la corteza terrestre puede hundir el paisaje e instalar cúmulos de escombros, destrucción de patrimonio y ausencia de vida. Jaar nació en este territorio austral, y propongo que las escenas de devastación forman parte de su ADN.
Es el agua, protagonista de nuestras vidas, parte de nuestra escenografía; ese mar que tranquilo nos baña….a veces. La instalación de Jaar constituye un comentario visual acerca de la vulnerabilidad de una zona que, al margen de las grandes potencias culturales, hace salir la fragilidad de muchos a la superficie en invierno. Es ese Chile de identidad desvalida frente a los embates del mar, los desbordamientos de ríos o los deshielos y terremotos. Aunque, claro está, los cataclismos son impredecibles, y aquí Jaar ha programado cada elemento, decidiendo él mismo la magnitud evocadora de la destrucción y la pérdida.
Santiago, agosto de 2013
Venecia está muy lejos – por María J. Delpiano
Venezia Venezia evoca una suerte de lejanía. Tiene algo de las ruinas de De Lorena, de esa demanda analéptica y melancólica de un pasado aquilatado e inasible. Pero una congoja la invade: en esta Arcadia pareciera que no hallamos sino la calavera. La calavera sobre una mesa: el enchapado verde-gris de la maqueta de los Giardini recuerda la pregnancia del ethos protestante en las vanitas holandesas del siglo XVII. Cuando “veo” Venezia Venezia resuenan lugares ajenos, lejanos.
Simulando la vista a “vuelo de pájaro”, a los “Giardini” se los ve emerger del estanque y sumergirse en un juego especular, enfrentándose a la fotografía en donde Fontana deambula por las ruinas de su taller como si fuera su propia imagen de destrucción (una que, en todo caso, resguarda la expectativa de la reparación). En este movimiento insistente –y mecanizado— de inmersión y resurgimiento se percibe una cierta tribulación, aunque también una cuota de deleite y vanidad. Esplendor y decadencia se suceden sin que sepamos cuál será el fin.
Jaar carea a la tradición europea con las secuelas de su sesgo cultural, postula el hundimiento de esa herencia en el reflejo inexacto de su futuro en ruinas. Propone así la subversión a ese destino providencialista que el primer mundo ha decretado para el resto. Pero para traducir esta historia de la lateralidad a un vocablo comprensible para el espacio “ultracontemporáneo” de la bienal, Jaar decide operar con los códigos de la misma tradición que pone en entredicho. El esfuerzo resulta colosal; la maniobra, aparatosa. Su reparo al modelo se encapsula en un montaje fascinante, la idea de destrucción es incluso deseable. El resultado –esplendor o decadencia, subversión o sumisión— da igual mientras la máquina siga funcionando/fascinando.
Apuntando ideas sueltas sobre una obra que no he visto, un lugar que no he visitado, pienso –mientras observo las reproducciones—que Venecia está muy lejos, que en realidad desde los altillos de Santiago tal vez no se vea Venezia (Venezia).
Distancias – por Paula Honorato Crespo
No puedo dejar de preguntarme por todas esas distancias geográficas, económicas, políticas, culturales y personales, que tuvo que atravesar Alfredo Jaar para llegar a instalar un solo gesto de arte “nacional” en medio de la vorágine de Venecia.
¿Cuánto nos falta para comprender ese gesto?
¿Cuánta distancia nosotros debemos salvar para llegar a Jaar?
Sin lugar a dudas, sólo una mínima en relación a todas las que ya salvó para nosotros.
Se agradece.
Jardines, juguetes, rendijas – por Fernando Pérez Villalón
En un texto famoso, el antropólogo Claude Lévi-Strauss propone que toda obra de arte es un modelo reducido de la realidad, una disminución en la escala de un objeto que da la impresión de simplificar sus propiedades y nos permite aprehenderlo con mayor facilidad (“La ciencia de lo concreto”, en El pensamiento salvaje). La primera vez que vi esta obra de Jaar, en fotos de una revista sobre arte en línea, me fascinó la maqueta de los Giardini emergiendo periódicamente de las profundidades de un estanque para luego volver a hundirse en su agua opaca, de color gris verdoso. Esta relación del agua y la ciudad se conecta inevitablemente con el modo en que se ha representado a Venecia en la historia literaria, de Ruskin a Proust, de Henry James a Pound, de Mann a Brodsky (y Valeria Luiselli, habría que agregar). En todos ellos hay una fascinación por la belleza de la ciudad, mezclada ambiguamente en varios con una marcada reticencia frente a la seducción de esa belleza, que se asocia a una disolución moral. Según el propio Jaar, su obra es un intento de repensar el modelo de la Bienal de Venecia, que replica estructuras obsoletas de poder, y que refleja la cerrazón política y mental de Europa a otras razas, religiones y culturas. Esta obra sería una invitación a “imaginar un orden diferente, de una especie de democracia cultural abierta a todos”. Confieso cierto escepticismo respecto a la efectividad (no a la sinceridad) de estas pretensiones, pero como toda obra que valga la pena, el significado de ésta no coincide necesariamente con las intenciones del artista: frente a su “optimismo de la voluntad”, yo veo una obra melancólica, un juguete algo compulsivo, en el que la repetición mecánica del gesto de emerger y sumergirse tiene mucho del da-fort freudiano, un intento de controlar lo que se nos escapa, reduciéndolo a dimensiones manejables aun sabiendo que nos excede. La ambigüedad de ese gesto es lo que me seduce, en Venezia, Venezia, y lo que me recuerda que, a pesar del peso de instituciones, prácticas e ideologías que amenazan con hundirlo, el buen arte emerge del agua grisácea y opaca en que nos ahogamos y trae una bocanada de aire fresco al encierro de la pieza oscura de nuestra pequeña conciencia o la del país remoto desde el que escribimos, raja en la realidad rendijas por las que asomarse a otros mundos.
Desde arriba / desde abajo – por Ana María Risco
Peter Burke nos recuerda que las imágenes aéreas tienen su origen, como tantas cosas, en las tecnologías de guerra. Mirar desde arriba para mapear, para ubicar blancos, para ver solo techumbres, caminos y explanadas y olvidar que en medio de todo eso respiran, viven, duermen, personas. Hoy la poderosa fotografía satelital interpreta el ojo de Dios. La Tierra bajo ese ojo es una esfera dañada y aun bella, una perla esplendorosa ajena al ruido que la habita. El mundo se ve distinto, captado por alta tecnología desde millones de kilómetros. Tal vez porque desde esa distancia inhumana se aprecia la dimensión del paisaje que se resta a la mirada pedestre, trazada en profundidad: cuál es la casa con más patio, dónde se concentran las áreas verdes de la ciudad, hasta dónde llegan las manchas de petróleo derramado en el océano, en qué dirección avanza el desierto…
Desde el fondo del estanque donde fermentan estos pensamientos, veo emerger el pequeño jardín del edén veneciano, que Jaar ha replicado en su obra, como una miniatura. Se alza cual vista aérea, confrontando al ojo “del hombre alzado”, educado para percibir una porción anamórfica, interesada, parcial, de cuanto existe. ¿De qué habla, por el contrario, el lente que aborda en contrapicada el salto asombroso del artista entre los escombros, en la imagen que escolta al cuerpo central de la pieza veneciana? El fotógrafo ha monumentalizado el gran salto de Fontana, abordándolo desde abajo. En el extremo superior de la imagen, hacia donde la vista se encumbra en gesto ansioso, asoma el infinito. Lo humano mira al cielo a través de esa toma y busca tal vez encontrar en alguna parte, al final de la ruina, el ojo satelital de Dios. Acorralado en su infinitud ese pequeño triángulo de cielo no emite, sin embargo, señales interpretables.
La obra de Jaar parece ocurrir en un parpadeo de la experiencia, entre la vista aérea sobre el gran estanque y el ojo que escala ruinas buscando el cielo.
Traficantes de ideas – por Adriana Valdés
Como un fantasma, la imagen de los Giardini emerge y se sumerge reiteradamente, dando lugar a una meditación «poética», propone el artista. Lo poético -en el sentido más amplio de la palabra, el que abarca todas las artes- excede cualquier «mensaje»; tiene sentido, crea sentido, pero nunca un solo sentido. En una creación poderosa, como es Venezia, Venezia, habrá siempre un lado indescifrable, oscuro, inquietante, que escapa de cualquier explicación, por buena que sea.
En una dimensión más traducible, la obra hace aparecer el fantasma de un orden mundial que ya no existe. Lo pone en escena, y al mismo tiempo lo señala como un absurdo histórico. Muestra la tensión entre lo que se ve -las fachadas, los trazados- y las fuerzas latentes que lo minan todo silenciosa y lentamente, así como suben las aguas. Lenta, fantasmal y fluida, la obra es también una metáfora reveladora de la acción de un conjunto de poderes actuales, distintos de los que configuraron la Bienal durante su historia. Hoy los juegos de inclusión y exclusión entre países, territorios y pueblos siguen dándose de manera dramática, pero bajo lógicas diferentes a las del pasado, sometidas a otros poderes económicos y comunicacionales que traspasan subrepticiamente las fronteras de los países. La obra llama a desplegar una reflexión crítica acerca de ese orden mundial en que los frentes no están en las líneas visibles de las batalla o de las fronteras.
En el libro catálogo – del que estuve a cargo – son pensadores de todo el mundo los que escriben en torno a la obra Venezia, Venezia. Hay reconocidos maestros de la reflexión filosófica y política, hay agentes activos en el mundo del arte y los museos, hay conocidos críticos y curadores. Tal vez a muchos de ellos les convenga la autodefinición de Altaiò: «traficantes de ideas». Tienen en común el exhibir trayectorias destacadas fuera de sus países de origen, como el propio Alfredo Jaar. Sus puntos de vista son tanto o más diversos que sus orígenes y sus actividades. La idea es precisamente crear un caleidoscopio que permita al lector darse cuenta por sí mismo de la diversidad y las múltiples y punzantes dimensiones políticas (geopolíticas) que actualmente se manifiestan en el pensamiento acerca de las artes.