Felipe Gonzalez, autor del poemario Los zapatos de gamuza. Crónica de la muerte de Luis González (Mar de Gente 2014), nos habla de un autor predilecto suyo, Pedro Casariego Córdoba, pintor y poeta en cuyos versos se mezclan, “operadoras camboyanas, guerrilleros argelinos y guardias vietnamitas, carteles publicitarios promocionando viajes a Hawái, consorcios trasnacionales, explosiones y balaceras, robos de diamantes, bases lanzacohetes, centrales eléctricas, etc., todo condensado delirantemente, desafiando las lógicas espacio-temporales y el principio de identidad”.
Un puñado de datos, entre convencionales y extravagantes, resume la vida del poeta madrileño Pedro Casariego Córdoba (1955-1993), también conocido como Pe Cas Cor. Según Esther Ramón, que introduce el tomo de su poesía al parecer completa publicada en 2003 por Seix Barral, “pasó gran parte de su vida encerrado en la casa de su familia, cultivando el jardín y muy pocas amistades, escribiendo y luego pintando. Se casó y tuvo una hija, para quien compone la que será la última de sus obras: el cuento ilustrado Pernambuco, el elefante blanco, que le entrega como regalo de Reyes el 6 de enero de 1993. Dos días después es voluntariamente «mordido por un tren hambriento» en Aravaca (Madrid). Tenía treinta y siete años”. La obra que dejó Casariego Córdoba tras su suicidio brutal, además del regalo a su hija, se compone de un conjunto de poemas sueltos, algunos cuadernos con dibujos y el megaproyecto Poemas encadenados, la parte más consistente, formada por seis libros: La canción de Van Horne (1977), El hidroavión de K. (1978), La risa de Dios (1978), Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos) (1979), La voz de Mallick (1981) y Dra (1986).
Si una lectura ligera de los Poemas encadenados podría acusar al poeta de evadirse de nuestro mundo jugando creacionistamente a edificar realidades simbólicas autónomas, meramente verbales, cuando nos adentramos en esos mundos dislocados descubrimos que las referencias al contexto de la Guerra Fría, siendo difusas, surrealistas, son también evidentes y reiteradas. Ahí está, para quien quiera verlo, el creciente dominio económico de Estados Unidos sobre Occidente en los años sesenta y setenta, y su avance militar hacia los países orientales que busca hegemonizar el mundo entero:
16 individuos
de nacionalidad china
disfrazados de
operadoras camboyanas
han incendiado el espléndido edificio
que Zimmermann Hermanos posee poseía
en Battery
Nueva York.
Los daños las pérdidas estimadas
Los daños ocasionados se cifran en
16 millones de dólares
1 millón exacto por cada individuo chino
disfrazado de operadora camboyana
según hizo notar
uno de los directivos más sobresalientes
de la editorial Zimmermann Hermanos
el siempre pensativo
J. J. Lane.
El estilo de la escritura corrobora estos nexos entre el texto y el mundo, ironizando los lenguajes de la comunicación. En sus propias palabras, Casariego Córdoba fraguó su escritura “tratando de hacer acopio de imágenes, robando palabras a los periódicos, expresiones a las gentes, términos a los diccionarios y luego batiéndolos todos para hacer una bebida que no resulte totalmente imposible de digerir”. En La canción de Van Horne, por ejemplo, se mezclan, además de operadoras camboyanas, guerrilleros argelinos y guardias vietnamitas, carteles publicitarios promocionando viajes a Hawái, consorcios trasnacionales, explosiones y balaceras, robos de diamantes, bases lanzacohetes, centrales eléctricas, etc., todo condensado delirantemente, desafiando las lógicas espacio-temporales y el principio de identidad: un mismo dedo amputado pertenece a un personaje y luego a otro; una empresa se convierte en una calle, una calle deviene personaje; un personaje se transforma en una marca de gaseosas o en un galardón cinematográfico, etc. Si el concepto de rizoma es pertinente para describir alguna obra literaria, creo que lo es en particular para esta.
Cada uno de los libros de Pe Cas Cor postula un universo distinto, compuesto por sucesivos poemas-mundos-posibles a modo de accesos sin prioridad ni jerarquía. Una serie de hablantes-demiurgos reordena una y otra vez los mismos espacios, objetos, sujetos y acciones, y cada sistema cede rápidamente su lugar a otro. El modelo compositivo del poeta entraña una política sistemáticamente anticonservadora, al proponer universos en permanente revolución, sin borrar por eso su conciencia histórica al modo de una ruptura de la cadena significante. Ciertas acciones encuentran continuidad a través de los mundos posibles de cada poema, y el lector debe reconstituir los hilos narrativos mediante una mirada paranoica, atenta a toda evidencia que permita reunir los fragmentos de un cosmos tendiente al caos, en progresiva disgregación, para así otorgarle un sentido y reiniciar la vida.
Una segunda lectura de la poética de Pedro Casariego Córdoba podría postular, en cambio, que los demiurgos-hablantes están limitados a la combinatoria de unos pocos elementos, de manera que solo pueden afectar la sintaxis del juego, pero jamás la gramática; el orden de los factores, pero nunca la operación (en El hidroavión de K, el personaje Kierkegaard solo “es grande cuando sueña”). El dios conjetural que ha establecido las reglas del juego ex nihilo delimitaría las posibilidades de cada revolución efectuada por los pequeños demiurgos: es decir, el lenguaje de lo decible (velando al mismo tiempo la delimitación). Se trataría de universos estructuralmente conservadores, revestidos de una pátina consistente pero ilusoria de libertad. El modelo compositivo de Casariego Córdoba nos habla, según esta lectura, de un estado de cosas en que solo aparentemente todo es posible. La verdad, esto se parece bastante al mundo donde nosotros mismos habitamos:
Kierkegaard cía
desanda lo andado
Marie
que quisiera ser
una libélula de plata
y no una joven dama
de labios azules
muy tiesa
súbita
momentáneamente envejecida
por la timidez
del empleado de la Lurie Company
emite un suspiro
de cine mudo.
Kierkegaard parece disculparse
y el sueño se disculpa.
Pero el sistema entrópico, autosuficiente, de este lenguaje-universo preestablecido no es al parecer infalible, y la clave se encuentra en los primeros versos de La risa de Dios: “Nuestras palabras / nos impiden hablar. / Parecía imposible. / Nuestras propias palabras”. Una pequeña fisura nos permite salirnos de él, mirarlo desde fuera, comprender que ningún código abarca todo lo pensable —aunque restrinja lo decible— y por lo tanto sí se puede afirmar con propiedad, recurriendo a un desesperado circunloquio, que hay cosas que no podemos decir. Incluso lo impensable sería pensable por descarte pues, como dice un filósofo del realismo especulativo, “No puedo pensar lo impensable, pero puedo pensar que no es imposible que lo impensable sea”. No es verdad entonces que “Los límites de mi lenguaje, representan los límites de mi mundo”, como querría Wittgenstein. Las lenguas no son sistemas cerrados referidos a sí mismos, y tienden a cambiar cuando ocurren —o decidimos hacer— ciertas cosas distintas en el mundo. Sí: podemos elaborar nuevos lenguajes mezclando los preexistentes para pensar y hablar lo que al momento parece impensable y por eso indecible. Esto al menos nos estaría diciendo incansablemente el arte combinatoria de Pedro Casariego Córdoba. La conciencia del límite, expropiada por el lenguaje cotidiano y devuelta por la poesía como experiencia, es el primer paso para intentarlo. Mi impotencia lingüística me hace ver indirectamente la perversidad del poder homogeneizante, o como dicen los últimos versos del tercer libro de los Poemas encadenados: “Mi angustia / es el eco / de la risa de Dios”. Habría que cultivar esa angustia hasta sus últimas consecuencias, quizá terminemos tapándole la boca a Él, aunque parezca imposible.