El 24 de octubre se inauguró una muestra inédita: la obra de Georges Rousse en Chile. ¿Rousse? ¿Rousseau? ¿Georges o Henri? Esto fue para muchos lo primero que se les vino a la cabeza cuando vieron el anuncio de la exhibición del Museo de Arte Contemporáneo. Su nombre es simple: Georges Rousse (París, 1947). Su obra, sin embargo, no lo es tanto, como veremos.
En esta ocasión, el artista francés exhibe treinta fotografías de gran formato, una obra multimedia y además una gran instalación en el Museo de Arte Contemporáneo y en el Espacio ArteAbierto de la Fundación Itaú. Proyecto ambicioso que conjuga una mirada a la obra fotográfica del artista con un acercamiento al proceso de creación que ésta involucra; su obra en el hall central del MAC permite una mirada íntima a la relación entre espacio, arquitectura y fotografía, y eso es novedoso, especialmente en un artista tan diverso.
Personalmente, la obra de Rousse se me ha presentado como un doble desafío: primero, poder visitarla; segundo, poder abarcarla y asimilar la variedad de su trabajo. Respecto a lo primero, lograr mi visita al MAC resultó una epopeya: cerrado porque sí, cerrado por feriado, cerrado por “reparaciones”; no sé por qué, pero durante más de una semana, en 3 ocasiones cerrado y respecto a esto, nadie sabe nada.
Poesía en el Hall Central
Al fin están abiertas las puertas del MAC de par en par y ahí está, Rousse, en gloria y majestad, presentando una instalación que desafía nuestros sentidos. Te paras enfrente de la pequeña construcción y no ves mucho más que formas inconexas, maderas blancas y negras. Una mediagua extraña, en medio del vacío tan usual de este espacio. Sin embargo, te mueves un poco, te instalas en la cruz que está en el suelo y frente a ti aparece la estrella. Una estrella. La que Rousse ha instalado como réplica de la “Hospedería de la Rosa de los Vientos o Celda” construida en el ’97 en la Ciudad Abierta de Ritoque[1].
Cuando se le habló de la posibilidad de hacer una instalación, cuenta el artista que de inmediato pensó en Ritoque; lo había visitado en 1989 y quería ver si podía volver a emular esa exacta mezcla armónica entre poesía, arquitectura y naturaleza. Parada en la cruz, te sientes Rousse: mirando desde su ángulo y empezando a entender cómo es que las formas aparecen frente a sus ojos y cómo es que las plasma en sus fotografías.
Es que Rousse no es lo que podríamos llamar, simplemente, un fotógrafo. Es algo más que eso. Desde que a la edad de 9 años le regalaron su primera cámara de fotos, este personaje no ha sabido cómo despegarse del lente. Sus estudios de medicina en Niza se vieron interrumpidos por su pasión, y como señala en prácticamente todas las entrevistas que le han hecho en nuestro país, el artista se declara un fotógrafo de la arquitectura y la memoria.
La arquitectura en primera instancia, porque sus fotografías al inicio fueron paisajes arquitectónicos intervenidos con pintura: se dedicaba a pintar personajes en los lugares fotografiados. Ya en los ’80 se vinculó con la geometría y reemplazó la figuración por formas y figuras abstractas que desembocaron en trabajos más complejos como los presentados en el MAC. Respecto a la memoria, hablaremos más adelante. Sin embargo, es interesante cómo en una entrevista de Tatiana Oliveros y Patricio González, el artista señala: “Lo que a mí me interesa es la memoria de los lugares. Si me proponen trabajar en una fábrica abandonada, lo que me interesa es la relación de mi propio cuerpo con este lugar abandonado”[2].
El lente, al parecer, le ha permitido representar la realidad como él la ve y rescatar lugares desmantelados, derrumbados y generalmente al borde del olvido. Lugares que solamente él descubre y, en un afán poético, quiere perpetuar para la memoria. Su interés en ellos no es sólo documental o de mero registro sino que emocional: esos lugares destinados a desaparecer, los rescata, los modifica y los hace pervivir en sus imágenes.
Entonces sería apropiado decir que su rescate no es convencional, sino que pone nuestra percepción a prueba y juega con las certezas de lo que vemos. Una mise en scène particular donde aparece todo el poder del artista.
El poder del artista
Desde lo que podríamos llamar la “invención del cuadro”[3], al artista se lo dotó de un nuevo poder. A través de su arte, generalmente de sus pinturas, éste podía obligarnos a ver las cosas desde su propio prisma. En el minuto en que el cuadro emerge con la potencia, no sólo de elemento decorativo sino de ventana a otra realidad o percepción, el artista se transforma en aquel artífice capaz no sólo de hacernos ver lo que él quiere, sino de engañar a nuestros ojos.
Trampantojos o trompe l’oeil y anamorfosis empiezan a llenar las obras del siglo XVII y continúan apareciendo hasta adentrado el siglo XVIII. Todas creaciones de un artista quien, empoderado con su pincel y colores, podía poner en escena simulacros de la realidad y convencer de manera eficaz y seductora al espectador, de que lo que veía era real. En otras palabras, cada mirada del espectador al lienzo se fue transformando pues lo que empezó a construir el cuadro no era sólo el punto hacia el que miramos sino el punto desde donde lo miramos. Ese poder de la pintura fue heredado por la fotografía, que rápidamente en los albores del siglo XX, no sólo le decía al espectador qué mirar sino cómo hacerlo.
Georges Rousse entendió muy temprano que el poder de la fotografía reside en ese ángulo, en ese punto focal que nos muestra. Con su cámara toma la realidad, una realidad olvidada, muchas veces sin brillo, al borde de la desaparición, para dotarla de una nueva vida. Con una antigua cámara con capuchón, el artista recorre el mundo en busca de esos lugares que capturar. Una vez que los toma, se los apropia. Lo primero que hace es fotografiarlos, una y otra vez. Cambia las luces, los interviene físicamente, modifica los filtros, y el ángulo tratando de que, cada vez que apriete el botón del obturador, la imagen se acerque a la idea que tiene en su mente. Porque Rousse ve más allá de la mera apariecia de la realidad, imagina y crea formas que luego con su cámara hace aparecer como una manera de establecer una relación única con el espacio.
Es por eso que este artista elige lugares derruidos y olvidados; es aquí donde aparece su interés por la memoria del lugar. Si les sacara solamente una foto, su obra sería meramente documental. Al sacarle varias e intervenir la imagen y el espacio, el artista se vincula con éste, lo vive, lo re-vive y luego nos presenta sus imágenes que son más que meros souvenirs: son vínculos poéticos.
Ver colores y formas donde no las hay, es su objetivo. Y éste se logra cada vez que las hace aparecer en sus encuadres. Su poética no es fácil y, menos, en pleno siglo XXI, donde cada vez que vemos imágenes algo similares a las suyas, creemos que son digitalizadas, falsas y fáciles de hacer. Nuestros ojos contemporáneos, hijos del Photoshop, hacen que nos cueste creer que Rousse se planta horas frente al modelo tratando de recrear una visión y haciendo aparecer el “todo” en la “nada”, el color donde casi no lo hay, alterando la luz o introduciendo nuevas sombras en el espacio.
Photographs no Photoshop
El Photoshop nos ha hecho escépticos respecto de este poder del artista que mencionamos. Nos hemos olvidado de que el artífice también puede engañarnos, puede hacernos caer en el truco, tan antiguo como la primera perspectiva geométrica del siglo XV. Nuestra mirada se ha acostumbrado a la tecnología, al proceso digital que tantas veces engaña la mirada. Pero para Rousse estos procesos no son necesarios. Su trabajo es corporal y fotográfico. Algunas veces pinta el lugar, otras veces lo construye, otras lo deconstruye. Algunas veces lo altera realmente, otras sólo altera el color del lente de su cámara y juega en su taller de edición a cambiar el enfoque, las luces y las sombras.
Es por esto que es tan frágil la experiencia de su obra y por qué, desesperados, damos vueltas frente a sus fotos sin realmente comprender cómo lo hace. Cada vez que creemos que hemos dilucidado cómo lo hizo, cambiamos de fotografía y enfrentamos otra incógnita. Durante todo el recorrido por las múltiples salas del primer piso del MAC nos cuestionamos: ¿Qué es lo real? ¿Está pintado? ¿Está intervenido el papel fotográfico? Estas y otras dudas no cesan de aparecer. Para muchos visitantes son como una piedra en el zapato que impide el goce sólo visual de su trabajo. Por eso es que mi consejo ante tal conjunto de imágenes es que, así como uno puede alinearse frente a la instalación del hall central, busquemos nuestra propia cruz, nuestro propio ángulo y dejemos que el fotógrafo nos seduzca hasta que la magia aparezca y, también, desaparezca.
Si Rousse hubiera querido sólo jugar con procesos de edición fotográfica, no se habría dado el trabajo de crear una poética tan delicada. Para visitar sus fotografías hay que entrar y salir de ellas. Ponerse dentro del espacio y fuera de él, para dejar que sus geometrías, colores y formas nos envuelvan. Quizás, en una de esas, podamos por un segundo, experimentar ese antiguo poder y hacer coincidir nuestra mirada con la del artífice.
[1] Ciudad Abierta de Ritoque en http://www.plataformaarquitectura.cl/2013/05/12/ciudad-abierta-de-ritoque-paisaje-habitado-44-anos-despues/
[2] Oliveros, Tatiana; González, Patricio. “ Desafiando la imaginación: las desconcertantes fotografías de George Rousse” en El Mostrador, http://www.elmostrador.cl/cultura/2013/10/23/desafiando-la-imaginacion-las-desconcertantes-fotografias-de-george-rousse/.
[3] Cfr. Stoichita, Victor, La invención del cuadro: arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Ediciones del Serbal, 2000.
Enrique Lamas
5 mayo, 2015 @ 23:55
No será que elige lugares derruidos como derruida estuviera su alma; olvidados como olvidado fuere su arte?
Quizá luego, de la mano de la cámara, reinvente todo; el lugar, el paisaje, la imagen a mostrar. Y así al reinventar el sitio se reinvente a sí mismo…
Como un amor perdido. Como ese escritor quien perdió su musa, su inspiración. Y luego de haber tocado fondo, reconstruye todo mediante la pluma, y la esperanza de volverla a ver alguna vez…