“La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes. Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma en que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante…” Italo Calvino, Las ciudades invisibles
La muestra de fotografías “Extractos de la ciudad”, de Sachiyo Nishimura (Santiago, 1978) en la galería AFA (abierta hasta mediados de marzo) consiste en una serie de imágenes de paisajes urbanos en blanco y negro, de formato cuadrado o rectangular, y de tamaño más bien pequeño, agrupadas en parejas, tríos, o conjuntos de seis por cinco cuadrados. La ciudad que estas fotos retratan consiste en una serie de trazos (ex-tractos) que van componiendo una red intrincada de signos, una suerte de caligrafía de cables y rieles, siluetas y torres, elementos reiterados de una a otra imagen, siempre recortados contra el cielo de un gris casi blanco. Una ciudad que carece de nombres, de límites, sin habitantes, bañada con una luz no se sabe si crepuscular o del amanecer.
La reiteración de elementos da casi la impresión de que no hubiera tampoco una presencia humana detrás del lente, de que se tratase de registros automáticos de cámaras de vigilancia en un mundo ya vacío de personas, disparándose automáticamente a intervalos regulares. Pero la manera en que los ritmos de los trazos se combinan de uno a otro cuadro, la manera en que se entrelazan con complejidad creciente o decreciente, superponen su silueta en diagonales que se cruzan, componiendo algo así como una abigarrada partitura, produce un ritmo vinculado a una sensibilidad particular, un modo singular de componer, una mirada obstinada en aferrarse a ciertas conjunciones (casi me siento tentado a decir una letra, una caligrafía). De hecho, la cuidadosa disposición de las imágenes como conjunto podría leerse casi como una alternancia de sílabas largas y cortas, como una serie de pies métricos, pisadas que atraviesan el paisaje desolado de esa ciudad imposible que inventan las fotos.
Por otra parte, el vacío entre una y otra imagen, o entre uno y otro trazo al interior de cada imagen, se convierte por las variaciones con las que se combinan los elementos en un espacio tenso, vibrante, expectante. Fui solo una vez a ver la exposición, pero no tengo certeza de que, si volviera, los trazos no se habrían movido, reagrupado, o multiplicado hasta invadir por completo el espacio de la impresión, o de que por el contrario no irán desapareciendo de a poco, dejando tan solo la línea del horizonte baja que separaría la tierra marcada por rieles y el cielo vacío.
En el poema que abre El spleen de Paris, “El extranjero”, Baudelaire escenifica un diálogo entre una voz que pregunta y un “hombre enigmático” que declara no tener familia, amigos, patria conocida, ni por tanto nada que amar salvo “las nubes…las nubes que pasan…allá lejos…allá lejos…¡Las maravillosas nubes!”. Pareciera que la disposición anímica desde la que se componen las imágenes de “Extractos de la ciudad” propone una desposesión más radical aún: no recuerdo haber visto en los amplios cielos que registran estas fotos nube alguna, ni signos que indiquen si los cielos registrados estaban despejados o cubiertos, si los habitantes de esos parajes estaban expuestos a un sol implacable del que no nos separa ya ninguna capa protectora o sumidos en una neblina omnipresente de smog, sin fisuras. Más que atribuirle esta condición de extranjería radicalizada a la artista, se podría pensar que sus fotos revelan (paradojalmente, por medio de la técnica digital en que ese proceso ha desaparecido) la condición anónima, amnésica, anómica de quienes las miramos, habitantes de ciudades cuyos nombres ya no quieren decir nada y que ya no componen ningna figura en que reconocernos.
Si en las fotos de París de Atget (uno de los primeros registros fotográficos de un entorno urbano) en muchos casos la ciudad aparece desierta, en parte por la hora a la que trabajaba y en parte porque las exposiciones largas requeridas por la fotografía no registraban a los transeúntes más que como un borrón, una mancha fantasma, aquí la exclusión de toda presencia humana (que les confiere a las imágenes algo de post-apocalítpico que hace pensar en la Zona de Tarkovski, pese a la enorme diferencia de tono y registro) parece estar destinada a obligarnos a mirar sin encontrar objetos familiares, rostros en los que reconocernos y que inevitablemente asociaríamos a algún lugar particular del que esos rostros o esos cuerpos serían los habitantes. Esta obstinación de Nishimura nos recuerda también que la fotografía tiene menos en común con la realidad, con los objetos y lugares que están ahí afuera, que con el mecanismo mental por medio del cual almacenamos como imágenes esos estímulos (sospecho que las fotografías expuestas están compuestas de múltiples imágenes combinadas, como nuestros recuerdos y percepciones). Sin embargo, pese a esta total ausencia de actividad humana o mecánica, las fotos están cargadas de una suerte de hormigueante movilidad, de una fuerza latente que contrasta con su frágil apariencia.
Algo de esta energía en un paisaje urbano por otro lado tan estático tiene que ver, no sólo con las variaciones que la artista va entrelazando (y en las que inevitablemente el espectador lee posibles objetos, siluetas, diagramas, que sin embargo se rehúsan a convertirse en figuras reconocibles), sino con la carga de que esas líneas sean cables, transmisores de energía y de mensajes, de señales eléctricas, tensión entre dos polos. Algo hay también en esa trama que te advierte: DANGER, no tocar. Tal vez por lo mismo, no me parece que se trate de imágenes particularmente táctiles, texturadas, sino de fragmentos (ex-tractos, de nuevo) deliberadamente separados del contexto en que fueron fotografiados y del contexto en que se exponen (del que literalmente los escinde el marco que marca, discreta pero decididamente, su contorno), pero al mismo tiempo en tensión con ese entorno, que con su delicadeza nada dulce nos enseñan a mirar con más cuidado.