Carlos Labbé. Locuela. Periférica, España, 2009.
La literatura y los sueños están formados de una sustancia bastante similar. Cuando se ponen en marcha accedemos a un sustrato conformado por imágenes mentales que nos permiten asumir el rol de espectadores, es decir, en ambos casos tenemos la capacidad de “ver”. Justamente en la estrecha relación de estos dos mundos me hace pensar Locuela, la última novela de Carlos Labbé. Su lectura muy probablemente hará que el lector recuerde alguno de esos sueños afiebrados y delirantes que creemos se repiten en el transcurso de una misma noche, acosándonos incluso cuando estamos despiertos e intentamos contárselo a alguien. Es entonces cuando aquello que estaba hasta hace unos minutos tan claro pierde realidad y no logramos expresarlo.
Muy parecido es lo que ocurre tras leer Locuela, pues no resulta fácil establecer su trama con total rigurosidad. De forma muy general se puede decir que cuenta la historia de un escritor que escribe una novela, esta es incluida en el texto y a su vez se trata de un escritor que escribe una novela. La representación del acto escritural se entrecruza con un acontecimiento cardinal para ambos relatos, la muerte de una mujer albina llamada Violeta, cuyo asesinato el protagonista-escritor intenta descifrar y narrar.
La dificultad para establecer la trama en ningún caso tiene que ver con una falencia o inconsistencia de la novela. Muy por el contrario, es un mecanismo narrativo trabajado a conciencia por el autor y que trae aparejado el triunfo incuestionable de la forma -en la siempre conflictiva lucha entre forma y contenido-. De aquí que la estructura de Locuela sea tan relevante. El texto se configura a partir de tres secciones: La novela, El destinatario y La remitente. Cada una de ellas está enmarcada en capítulos debidamente diferenciados por título y tipografía. “La novela”, por ejemplo, está escrita en letra cursiva, “El destinatario” está narrado como un diario íntimo y “La remitente” al modo de una carta. A cada una de aquellas secciones corresponde también una voz narrativa distinta.
Esta separación en capítulos y voces tan sólidamente establecida por el autor, irá quedando en entredicho y demostrará ser solo apariencia. Muy pronto comienza a diluirse cualquier certeza o seguridad y los roles que estaban claramente diferenciados en un comienzo se alteran irreversiblemente; el creador se transforma en creación y el emisor en receptor. Comienza entonces a imperar la ambigüedad y la confusión, ambas se transformarán en rasgos fundamentales para la articulación de la novela.
En este sentido, no es de extrañar que un mismo hecho aparezca narrado por cada una de las voces participantes. La modalidad de incluir todos los puntos de vista posibles, le otorga una estructura fragmentaria a la novela, mostrando con esto que la experiencia humana está definida por lo diverso. La exhibición de la multiplicidad tiene tanta importancia en el texto como la representación del acto creativo, el cual posee la inestimable cualidad de ser substancialmente iluminador. Estos personajes-escritores, a medida que relatan sus vidas son capaces de “ver” y de paso nos permiten ver con ellos. Lo que da consistencia al mundo de Locuela, en apariencia desintegrado, es precisamente el discurso de cada una de las voces que lo conforman. Es así como el significado que tradicionalmente está en el contenido, se traslada en este texto al acto de enunciación.
Casi necesaria es entonces la inclusión del género referencial. El diario íntimo y las cartas confirman la importancia que Labbé otorga a la acción de narrar. En esta línea “El destinatario” reflexionará lo siguiente: “Qué es un diario sino un recuento, un intento de darle un sentido narrativo a la vida, que no tiene organización. Un engaño”. Los personajes se construyen a sí mismos a través de sus narraciones y están férreamente unidos a ellas, desde su infancia crean mundos imaginarios y más grandes estudian la carrera de Literatura y escriben novelas.
La cercanía de Labbé con Onetti es palmaria y por el mismo autor reconocida. Así como el uruguayo creó la mítica Santa María; Labbé imaginó Neutria. Sin embargo, el rol que cumplen estas ciudades en la narrativa de sus respectivos autores es muy distinto. Neutria es el refugio de unos atormentados personajes que buscan evadir la ferocidad del día a día, pero sobre todo, es la forma en que Labbé nos recuerda que muy próxima a nuestra realidad cotidiana convive otra muy distinta. El autor parece estar conciente de que si queremos narrarnos a nosotros mismos es perentorio hablar también sobre el lugar en que vivimos. En este contexto es que los personajes transitan libremente por arterias como Lyon, Pedro de Valdivia y Providencia. Recorren la ciudad, deambulan por sus calles y descansan en sus plazas.
El mundo de Locuela es polifónico, se fragmenta y desintegra, pero al mismo tiempo congrega voces y puntos de vista. Los personajes se desdoblan y tienen la capacidad de transformarse en “otros”. En este sentido, se diluye cualquier certeza sobre lo real y nos encontramos en cambio con un simulacro de realidad. A través del montaje el autor establece espejismos que nos confunden, sin embargo, lo importante no es desenmascarar la verdad, sino justamente el proceso de ocultamiento y desocultamiento.
Labbé demuestra que se toma absolutamente en serio el oficio de escritor. Es evidente que este texto requirió de gran dedicación y que nada fue dejado al azar. El resultado es un relato sin baches ni defectos, que funciona con total precisión. Si tuvo algún traspié en el proceso no llegamos a enterarnos porque no hay huellas de aquello. De aquí deriva también que Locuela sea una novela sumamente intelectual y que incluso podamos sentirnos excluidos como lectores. Por una parte se nos invita a ser partícipes y armar el puzle que tenemos ante nosotros, pero por otra, la perfecta elaboración de sus párrafos transmite una frialdad que instintivamente nos aleja.
Locuela es de esas novelas que admiten varias lecturas. Buscando comprenderla a cabalidad la leí completa dos veces y repasé fragmentos otras tantas; siempre descubrí algo distinto. En más de una oportunidad tuve que retroceder algunas páginas, pues tenía constantemente la impresión de haber entendido algo mal o de haber pasado por alto un dato crucial. Sin embargo, comprendí que había que tomar distancia y ver así el panorama completo sin detenerse a escrutar los detalles.
Labbé nos hace estar concientes de las posibilidades infinitas de la novela, las cuales solo con mucho trabajo se pueden cultivar con la plenitud que él alcanza. En este sentido, es justo señalar que su narrativa ha ido cobrando cada vez mayor peso y valor. Indudablemente es un referente insoslayable de la narrativa chilena actual y la solidez lograda en esta obra contribuye a confirmarlo como tal. Por otra parte, la pasión que echamos en falta en estas páginas está presente en el fervor esquizofrénico que Labbé demuestra por narrar el mundo a través de lo plural y que es en definitiva su manera de ganarle al temido e insoportable silencio.
AJM
13 septiembre, 2017 @ 8:47
mejor hubiera estado que la reseñadora no le ganaría al «temido e insoportable silencio» en lugar de ser tan obscecuente con el autor. la novela de labbé es una papa mal hervida.