Las primeras páginas de El sur, de Daniel Villalobos (Los Libros Que Leo, 2012) se leen con innegable interés: bajo breves subtítulos que reiteran, obsesivos, la relación del sur con cada ítem de la vida de un niño en formación (la religión, la pobreza, la política, el internado, las canciones cebolla y las novelas jazmín, entre otros), se va delineando la voz, el carácter de un personaje cuya historia logra los momentos más altos en el perplejo recuerdo de algunos compañeros de colegio, como el Tótem o el Chupe Silva, o bien de las pequeñas historias que surgen en ese ambiente o que son relatadas con cierto pasmo por juveniles narradores secundarios. La continuidad de estos fragmentos la garantiza el relato de su narrador y personaje principal, quien lleva el nombre del autor. No en vano se subraya el nombre (“Tienes que estudiar, Daniel”, p.23; “¡Conteste, pues, Villalobos!”, p. 27, entre otros diálogos en que el nombre sobra), lo que autorizaría a hablar del libro como una autobiografía. Marcelo Soto lo ha visto como un conjunto de crónicas autobiográficas y Patricia Espinosa, como una autoficción. Por mi parte, me inclinaría a considerarlo una autobiografía: si bien esto de los géneros puede parecer innecesario, en realidad no lo es; no, al menos, si deseamos observar con detención el relato. Es su carácter autobiográfico lo que confiere verdadero sentido a los planteamientos metanarrativos sobre el tiempo, el recuerdo y el olvido, sobre la problemática relación entre experiencia y escritura que atraviesan toda esta historia. Esos recursos, que aquí parecen querer validar el carácter testimonial sobre todo del discurso acerca de la pobreza económica y la marginación social, no tendrían el mismo sentido en la autoficción, por ejemplo, que es una forma de superchería literaria, más ficcional, incluso, que una novela autobiográfica.
En ese registro, que insisto me parece autobiográfico, son muy razonables las digresiones del narrador sobre la ambigüedad e inasibilidad del recuerdo. Daniel no sabe ya si su primer recuerdo es en realidad eso, o más bien la imagen de una foto en que se vio a sí mismo retratado bajo un flash demasiado potente: “Lo que recordaba del sur se fue volviendo una ficción porque tuvo que amoldarse a las cosas que no pasaron. No es que uno fracase al dejar de cumplir las fantasías que tuvo a los veinte años. Es solo que la vida se deja de parecer a un futuro esplendor y se vuelve un presente simple” (130). La cita es interesante, porque dice algo sobre el pasado, pero instala también otra cuestión que me parece crucial a la hora de enfrentar el texto y también las mañas del género: ¿cuál es ese “presente simple” al que el narrador solamente alude? ¿Quién está detrás? ¿Por qué da la impresión de que, como ocurre con el joven Villalobos en una ramada de cumbias veraniegas, su figura es la de alguien a quien “nadie alcanza a verle la cara”? La pregunta es perfectamente legítima desde la lógica autobiográfica: muchas de estas narraciones, al tiempo que miran hacia el pasado, registran también el momento de su enunciación, el que da sentido o ilumina muchas de las imágenes pretéritas. ¿A qué renunció Villalobos, qué fue lo que se malogró? ¿Quiere decirnos algo sobre su vida, sobre el desencanto de una generación, sobre el desencanto de una provincia o un país?
Esto le falta al libro. Como muchas otras producciones recientes, escarba de manera insistente en un pasado “ochentero”, en que el olor a pobreza, la modestia de las entretenciones, la omnipresencia de la televisión dictatorial son convocados cariñosamente, desde la aparente legitimidad testimonial: quien nos habla del hambre ha sentido hambre, lo que confiere una solemnidad algo insoportable al relato. Se trata aquí, pues, del paraíso perdido, aunque éste sea un paraíso nublado y desvaído. Infancia e infierno se yuxtaponen en una receta algo extraña y paradójica, en que sale ganadora, sin lugar a dudas, la versión más edulcorada de la infancia: “Yo iba a ser una persona y ahora soy otra. Escribí estos recuerdos para entender ese cambio y no me sirvieron. Lo único que me queda es que alguna vez viví en el sur y fue magnífico y terrible y no lo cambiaría por nada” (131), dice, a pesar de que muchas páginas antes, el circunspecto narrador nos ha advertido: “Fui feliz, a ratos. Ningún recuerdo de infancia es enteramente triste y supongo que eso le pasa a todo el mundo. Pero tener hambre es otra cosa” (13).
¿Desde dónde este narrador, cuyo presente es la degradación del futuro ideado en el pasado, habla del hambre, de la dictadura, de la transición? ¿Por qué emplea ese tono sentencioso? Mi pregunta es, sobre todo, por la insistente –diría casi machacona– reivindicación que hace el narrador de una marginalidad arraigada en su pobreza, su aislamiento provinciano, su religión “canuta”, su sensibilidad e inteligencia que contrastan con la rudeza, el salvaje machismo, de sus compañeros de internado. Se puede leer en todo ello cierta complacencia intelectual, de quien “a pesar de todo” ha llegado a un punto que, sin embargo, parece un punto ciego, un lugar vacío sobre el cual no hay nada que decir, porque todo lo que valía una mención quedó perdido en ese pasado marginal. Hay una voz empeñada en mostrarle al lector lo duro que fue para el narrador vivir en esa marginalidad, pero sin revelar el lugar desde el cual se enuncian esos dolores. Se trata de un lugar que a veces se esboza como el lugar del fracaso, pero ni tan siquiera: hubo un cambio, hubo un desvío.
El sur trafica con materiales muy dignos de nuestra historia literaria: como otros antes de él, interroga a la provincia, buscando mostrar, más que una revelación metafísica, el mutismo obstinado de ese paisaje pequeño, ruin, empobrecido y a veces también siniestro. Sin embargo, a diferencia de otros autores contemporáneos que llevan su indagación más lejos, como por ejemplo Alvaro Bisama en Ruido –quien a su vez parece estar guiñando en algunos aspectos a González Vera en una novela de 1928, Alhué, escrita bajo dictadura–, el texto carece de un “nosotros”. No hay una generación, no hay un trasfondo colectivo en esta historia que se mira demasiado el ombligo, aparentemente contenida y desafectada, pero, en el fondo, profundamente plañidera. Hay objetos, marcas, señas de identidad que como en otros revivals ochenteros –sobre todo en ese espejismo que es la serie televisiva Los 80– no van más allá del registro fetichista, algo vacío y pueril, que renuncia a interrogar de verdad lo que fue realmente ese período en que muchos, demasiados, lo pasaron muy mal.
De este modo, los fragmentos del libro forman parte de un rompecabezas que no logra armarse, un rompecabezas que los lectores no vemos ni tan siquiera en sus bordes, porque antes del rompecabezas hay una voz intentando seducirnos, una voz que intenta emocionar e impactar. Ocurre por ejemplo en el capítulo “El sur y la música cebolla”, en el que al final del episodio podría haber dejado planteada solamente la escena simple, nostálgica, de la madre del protagonista escuchando música en la oscuridad, fumando un cigarro, inconcebiblemente joven, una mujer más joven incluso que el narrador al momento de contar la anécdota. Sin embargo, la voz interviene y cierra el capítulo: “Vuelvo a pensar que no entiendo cómo de pronto se volvió todo tan cínico, cómo a veces uno era feliz y no se daba cuenta, cómo me he pasado años negando en público las cosas que me importan en privado” (38). Esta grandilocuencia se cuela como una mancha en la fragilidad del relato, como en “El sur y el humor”: “El humor de mi viejo era negro, machista y facho. El de mi vieja era negro, negro y solo negro. Se reían de cosas espantosas, en pareja y por separado” (54), humor, el de ambos, que cuesta imaginar, ante la circunspecta, dolorosa intervención de estos personajes en la historia, demasiado serios y deprimidos como para tener humor del tipo que fuere, personajes que encajan mejor en la rememoración de la casa quemada de la abuela, de llanterío redundante: “los adultos sentados a la mesa y los primos y hermanos persiguiéndose entre las sillas. Es una imagen que no sé de dónde viene, un almuerzo donde todos discuten pero nadie pelea, un lugar donde no hay noche ni fuego, solo una sobremesa eterna que nunca termina de morir” (95).
Hacer el dibujo acusador de los padres, convertirse incluso en sus jueces para “volver a casa”, es y será por un tiempo una necesidad y una forma de hacer literatura para la generación que creció bajo dictadura. Cómo enfrentar ese material es, en todo caso, una gran pregunta. Cuál es el tono, desde dónde contar. Alejandro Zambra se lo pregunta muchas veces en Formas de volver a casa, cuyo título es preciso. Esa novela (que podríamos llamar novela autobiográfica, siguiendo con los géneros) plantea una cuestión de fondo: la infancia de los protagonistas, ¿no está allí para señalarnos no sólo que de algún modo, todos –también los padres– éramos unos niños? Y lo más importante: ¿seguimos siéndolo? No es gratuito que Zambra instale su relato entre dos terremotos, entre dos gobiernos de derecha, entre dos momentos del proceso de mercantilización de la magra existencia de los chilenos. Me pregunto hasta qué punto El sur se detiene en este tipo de indagaciones. No es raro, de hecho, que el capítulo “El sur y la política” refiera la historia del padre de un chico que no es un amigo (se lo describe como un personaje bastante antipático), desde una distancia moralizante, que indica desde su superioridad el lugar de los buenos y los malos. En otro capítulo, “El sur y el internado” el narrador cuenta: “Perdí la fe en la raza humana cuando tenía 16 años. Corría 1990…”, y pasa a referir una pérdida personal, un robo, una triquiñuela de niños en el internado, cuando ese año, del cambio de mando, fueron muchos los que comenzaron a perder la fe en la humanidad cuando vieron a Pinochet sentado en el Congreso. Establezco aquí la relación, aunque el texto (y porque el texto) no la señala para nada y eso resulta extraño.
Pocos signos hay en esta historia de que haya una conciencia, un dominio real sobre la materia narrativa, lo que hace en muchos sentidos de éste un libro ambicioso en su aparente modestia. A pesar de su prosa por momentos solvente, sobria, el relato esconde una balada llorona y maniquea, como esa película de Spielberg de la cual el sabio profesor de cine Eilers sospecha fundadamente, pero que el joven narrador considera de elevada factura. Esa historia del holocausto viene en un bello envoltorio -como la propia edición de El sur, bella, muy cuidada-, que el viejo Eilers procura ver y entender más allá de esa superficie.
Dejo aquí la pregunta sobre cómo aproximarnos al período ochentero/noventero en un momento en que ese retorno al pasado reciente está más vivo que nunca, sobre todo porque me parece que se redacta mucho pero se reflexiona poco sobre esto. Están por escribirse muchísimas historias que debiéramos conocer: por ejemplo, la burocratización de las reparaciones estatales a las víctimas de los crímenes, esas nuevas humillaciones de las que Chile ha sido capaz, como la misma presencia de Pinochet y sus esbirros en la vida pública. En este sentido, pienso cómo pueden ser las voces que cuenten eso, voces menos autorreferentes, voces empáticas y lúcidas.
En un relato de filiación publicado recientemente (diría que novela autobiográfica, una que con un empujoncito nominal podríamos llamar autoficción), Nona Fernández propone otra modalidad, que me parece interesante: los ochenta son narrados con humor, en clave de parodia y autoparodia, como una forma de distanciarse y provocar en el lector un desacomodo necesario para poner en cuestionamiento la historia de aquellos años oscuros, que fueron estrechos y con olor a pobreza para muchos de quienes hoy forman parte de la consumista y aparentemente triunfal clase media chilena, pero que se tornan de verdad insoportables cuando el sonido de una musiquilla emotiva o de una voz esquemáticamente doliente nos ordena que nos emocionemos. Pienso que en ese sentido Nona Fernández, entre otras cosas guionista de teleseries, da inteligente, sensiblemente en el clavo con su Fuenzalida, contrapunteando la historia de una huerfanía, con los irónicos pantallazos de un culebrón, haciendo ver a sus lectores los mecanismos que activan la emoción fácil y poniéndonos a la defensiva de una fetichista melancolía de la dura pobreza ochentera.