Cómo me hice monja de César Aira
Mondadori, Barcelona, 1998.
Un niño, sus padres, un helado de frutilla. A simple vista parecería difícil relacionar estos elementos con una de las mejores novelas publicadas en España durante el año 1998. El ejercicio se complica aún más cuando nos enteramos de que la novela en cuestión se llama Cómo me hice monja, porque entonces tenemos a un niño, sus padres, un helado de frutilla y, supuestamente, el relato de una conversión religiosa.
Todo parece adquirir otro sentido cuando sabemos que el texto fue escrito por César Aira. Considerado uno de los mejores escritores argentinos contemporáneos, Aira destaca por ser muy prolífico e incursionar en géneros tan distintos como la novela histórica o la crítica literaria. A juicio de Carmen de Mora, algunos elementos habituales en sus narraciones son la proyección autobiográfica, la intención paródica y la autorreflexión.
En Cómo me hice monja un narrador llamado César Aira relata sus recuerdos de infancia. A lo largo de diez capítulos evoca los acontecimientos de cuando tenía seis años: su primera visita a una heladería, el enfrentamiento de su padre con el heladero, la muerte de este último a manos del primero, el encarcelamiento del padre, la intoxicación de César, la vida solitaria con la madre, la incorporación tardía a la escuela y el reencuentro con la vengativa mujer del heladero.
A partir de sus componentes se puede afirmar que el texto no solo se refiere a la concepción de la identidad como simulacro, sino que la forma en que está construido rompe constantemente con las expectativas del lector y con la oposición ser/parecer. En esta novela nada es lo que parece a simple vista. Un niño, sus padres, un helado de frutilla y una monja. En realidad, el niño se refiere a sí mismo como niña, su padre va a la cárcel por asesino, un simple helado de frutilla desencadena el conflicto y en la novela nadie llega a convertirse en monja.
En su ensayo “La Simulación” el escritor cubano Severo Sarduy plantea que simular es adoptar otra apariencia: desaparecer para ser percibido como otro. Establece el paralelo con el camuflaje animal, en el cual un insecto simula ser otra cosa para desaparecer a los ojos del resto. Definido a partir de este derroche o exceso de forma, el simulacro también responde a una puesta en escena teatral, donde lo importante (y lo subversivo) es la apariencia más que la esencia. De este modo, habría un poder desestabilizador en el simulacro, ya que más que copiar o reconstruir un modelo busca producir su efecto. Sarduy plantea que éste no imita ni registra fielmente la realidad, sino que funciona como un “rapto de atributos visibles” (Sarduy 19)
Así como un insecto se confunde con una hoja, a lo largo de la novela vemos cómo el narrador intenta desaparecer de nuestra vista al simular ser César Aira/autor y cómo, al travestirse de niña, desestabiliza y parodia esta relación. Éste y otros rasgos se encargarán de ir minando las expectativas y de producir cada vez más extrañeza en el lector.
El principio del texto refuerza la relación entre autobiografía y escritura conventual o religiosa. El incipit dice
Mi historia, la historia de “cómo me hice monja”, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años. El comienzo está marcado con un recuerdo vívido, que puedo reconstruir con su menor detalle. Antes de eso no hay nada; después, todo siguió haciendo un solo recuerdo vívido, continuo e ininterrumpido, incluidos los lapsos de sueño, hasta que tomé los hábitos. (Aira 11)
Las señales de entrada de la novela proveen al lector de una serie de indicaciones metanarrativas que lo inducen a relacionar el texto con un relato realista en el que la referencialidad del discurso es clara. Lo primero que intuimos es que si tanto los nombres propios como los de ciudades tienen existencia real, lo que se cuenta también debe haber ocurrido.
Uno de los motivos iniciales del texto es, como en una autobiografía tradicional, la rememoración de la infancia. Esta recreación del primer recuerdo del protagonista no sólo está minada por la inverosimilitud del conflicto (un helado de frutilla que causa un asesinato), sino también por la continua incongruencia en la identidad del narrador. El despiste aumenta cuando leemos que el personaje al que otros identifican con César Aira se refiere a sí mismo como niña y relata que “iba bien predispuesta” (Aira 12) o “estaba jugada” (Aira 13). De esta manera, las anticipaciones temáticas no son fáciles de establecer: no estamos seguros si los conflictos familiares continuarán, si alguien se convertirá o no en monja o si proseguirá la narración de la infancia del protagonista.
Volviendo a la definición de Sarduy, podemos proponer que desde el prinicpio la novela descoloca porque es un continuo simulacro: el paratexto funciona como un disfraz que envuelve al texto con un género al que no pertenece; la voz narrativa se hace pasar por el autor y luego se traviste; las referencias extratextuales crean un “efecto de realidad” que no logra disimular la inverosimilitud de la anécdota; y se emplean fórmulas convencionales para narrar contenidos que se salen de éstas.
Todos estos juegos formales se relacionan con otro conflicto planteado por la novela: el de los abismos comunicativos. Estos se manifiestan a través de las dificultades que la niña César tiene para hacerse entender por la enfermera, los compañeros de clase, su propia madre y la viuda del heladero. Si con la primera acude a gestos, con los segundos debe aprender a leer y con la tercera ensaya instrucciones en silencio, con la última el juego pasa a la acción pero sin explicitar las reglas.
Así como al principio César no sabía cómo hacerse entender por su padre cuando descubre que no le gusta el helado y recurre al teatro (las harcadas, el simulacro del vómito), hacia el final del relato también decide actuar frente a la viuda: “mentía, mentía […] Yo entraba en la actuación…” (Aira 94). De esta forma, el abismo en la comunicación siempre parece salvarse a través del artificio, como si sólo el simulacro fuera capaz de transmitir las ideas de los personajes.
La novela parece un relato autobiográfico, pero no lo es; el narrador se parece al autor, pero tampoco lo es; parece que alguien se hará monja, pero no existe tal pasaje, etc. Así como el pequeño cono de helado que contiene veneno, la novela es más oscura e intrincada de lo que esperamos.
Un niño, sus padres, un helado de frutilla. Luego de leer la novela ya no podemos usar la frase “a simple vista”; si nada es lo que parece los tres componentes básicos de este relato son mucho más que referencias concretas o meras creaciones de lenguaje. Como en el juego de la niña-César las maniobras han neutralizado las creencias en dos direcciones opuestas: ahora leemos extrañados y sabemos que las posibilidades son innumerables.
liliana
23 julio, 2017 @ 21:04
Cambiándole la identidad sexual al narrador no logra construir un relato inverosímil sino ambiguo desde la figura narrativa. (Más aún, se podría suponer que la segunda identidad es un deseo del niño protagonista).
El desenlace es bastante reiterativo en la narrativa: el narrador está muerto.
El título, podía sugerir _ para imaginaciones fértiles_ que alguien reencarnó y a partir de su mal fin de la vida anterior, se hizo monja en la siguiente encarnación.
Fuer de estas deliberadas «desviaciones» del autor, es una novela sin los elementos que la novela tiene que tener.
No da para más de un cuento. Demasiado extenso el episodio de juegos infantiles, a falta de una peripecia efectiva, sólo entendible si se le quiere dar el nombre de «novela» por su extensión.