El Clan Braniff (2018): “un libro objeto que entretiene como policial”, así define Tomás Cohen la última novela de Matías Celedón, y analiza como un detective el sutil recurso de las diapositivas que atraviesa sus páginas.
La novela El Clan Braniff (Editorial Hueders, 2018), de Matías Celedón, incluye reproducciones de imágenes pequeñas centradas en la página, muchas de las cuales se reproducen por el anverso y el reverso, pues remiten a diapositivas.
Imaginémonos con una diapositiva en la mano: antes de insertarla en un proyector, la sostendríamos entre los dedos, inspeccionándola como al circuito de una bomba, antes de “activar” su imagen, ampliada por un haz de luz –recordamos la voz inglesa blow up, que significa tanto “ampliar” como “explotar”, y con ella la película homónima de Antonioni que es referencia inescapable a la novela de Celedón. Dado que están hechas para ser traspasadas por la luz, podemos ver a través de las diapositivas –de allí su reproducción a doble faz en la novela. De nuevo nos imaginamos con una diapositiva en la mano, antes de su inserción en el proyector: no estamos seguros de si lo que vemos es el reverso de la imagen pretendida; puede suceder que, una vez proyectada la diapositiva, nos demos cuenta de que el opuesto de las cosas que vemos es como las cosas deberían ser “de verdad”. Atraído por la “estética de la verdad” de los documentos, Celedón ha tramado su novela a partir de archivos desclasificados, negativos fotográficos y objetos rastreados para establecer un contorno en el cual verter su narración –a la que se ha referido como una “ficción documental”.
Algunas de las imágenes incluidas en el libro aparentemente muestran una fiesta; una fiesta donde, según dice el pasaje que la refiere, “nadie quiere permanecer consciente de los asuntos de fondo”. Se intercalan estas imágenes a una escena climática, donde las paredes cubiertas de espejos del salón lounge de un casino confunden la percepción de fondo: “esos espejos multiplicaban a los culpables y a los sospechosos”. Son espejos que, como en una sala de interrogación, esconderían la identidad de los captores –alucina uno de los protagonistas de esta novela ciertamente paranoica, como se la anuncia en su nota de contraportada.
“Tal vez la muerte llega antes.” / “Tal vez la muerte se va tarde.”, se reflexiona en distintas partes del libro, a doble faz. De manera similar, al correr por las páginas de El Clan Braniff, seducidos por su argumento, las reproducciones de un lado y otro de las diapositivas nos atraviesan por el cara y sello de un mismo momento —“cara y sello” que evoca las incontables monedas cuyo flujo corrupto y trenzado al de la cocaína suena como el torrente de fondo en esta novela que trata sobre el violento pasado reciente de Chile, país gobernado “desde La Moneda”.
Las vertiginosas últimas páginas de El Clan Braniff confunden la identidad de los dos protagonistas “amigos”: el que sería asesinado y el que lo asesinaría, ejecutando una suplantación de identidad adelantada en un episodio clave, cuando uno de los protagonistas se hace pasar por el otro, contando como propia la historia escuchada, que el otro le contó —episodio, además, en el que habla el dictador de fondo a los eventos narrados, un Pinochet representado con tono risible y fidedigno.
El argumento de la novela avanza y se fortalece a la vez que sus protagonistas se esfuerzan por borrar sus huellas. Sus escenas se agrandan, traspasadas por la luz, para proyectar una visión novedosa y muy bienvenida del Chile en tiempos de dictadura. Este Clan urdido a partir de pistas, de los “fuera de cuadro” deducidos de varios encuadres funciona como mecanismo literario a punto; calculado, se detona a tiempo, al final ilumina con una explosión. Aplicando a la trama narrativa la conciencia del libro como objeto –esto sucede también en su obra La Filial–, El Clan Braniff entretiene como un quirúrgicamente escrito policial, género literario que asume como instalación artística.