Otra vez no hay que olvidar que la literatura y esto que digo pasarán. Vivimos en un planeta hecho de fuego, agua, aire, tierra; el papel de los libros que publica un escritor se quema con el fuego, se moja con el agua, se vuela con el viento y se ensucia con la tierra. Contra eso fijémonos en la escritura, contra una disyuntiva falsa por la que cualquiera deja de fijarse en la palabra escrita de lo que hablamos cada día cuando la ocasión es íntima, ridícula, rutinaria, para llamar a alguien escritor porque ha vivido un montón de peripecias inusuales que merecen ser escuchadas en forma de relatos, o bien porque ese alguien es un atento lector de los hechos y los textos de nuestro tiempo. De manera que escritor o escritora serían sujetos dignos de atención, en cierto modo admirables no porque ejerzan la habilidad inusual de escribir –a diferencia de los escribas egipcios, los copistas romanos o los amanuenses de los monasterios medievales no estamos solos en nuestro escritorio– sino porque dirigirían nuestra atención hacia asuntos que sólo ellos han hallado en su lectura, en su escritura, en sus conversaciones, dentro de sí mismos.
Pero yo también soy un escritor. Y quiero dirigir mi atención a la imposibilidad de ejercer esta pericia indicativa como escritores cuando se nos pide que nos pronunciemos, por ejemplo, sobre cuál es la mejor librería en Bogotá, cuán importante es el último aparato electrónico para el negocio editorial y qué tiene de bueno la última película premiada en San Sebastián, porque hemos dejado que se confunda el ejercicio de escribir con el del resumen, la antología, la enciclopedia. La recepción masiva de una novela extensa como 2666 –por poner un ejemplo a gusto del periodismo hispanoparlante internacional–, la póstuma de Roberto Bolaño, como un documento que denuncia el orden criminal que el narcotráfico machista ha instaurado en los territorios fronterizos entre México y los Estados Unidos, olvida torpemente que, entre otros recursos de su escritura compleja, el autor chileno-mexicano-español se inventa una ciudad fronteriza que llama Santa Teresa, trasunto en parte de la historiada Ciudad Juárez mexicana, pero también de la Atlántida de Platón, la Utopía de Thomas Morus o la Santa María de Juan Carlos Onetti. En este escenario empíricamente inubicable se encuentran personajes de distintas proveniencias, entre los que destacan aquellos que no parecieran pertenecer a otro espacio que el introspectivo de una subjetividad fragmentada por lo menos en cuatro personajes heterónimos –Archimboldi, Amalfitano, Lalo Cura y Belano– que acuden a batallar contra la muerte en la ciudad imaginaria justo cuando el propio Bolaño dejaba la vida entre nosotros. El escritor y el informante cultural finalmente se enfrentan sobre la página cuando la escritura suya se opone al tiempo, lucha contra su propio tiempo que es ahora mismo el pasatiempo.
Borges, Huneeus, Emar: lectores de sí mismos
Una época que busca encender, entre todos los fuegos, el fuego de la adolescencia cuando privilegia la lectura de quien cree carecer de padres porque imagina ídolos heroicos, gallos de pelea individualistas, melancólicos y violentos –personajes que se le atribuyen a Cortázar, Genet, Salinger o Kerouac– quiere que la novela de Bolaño sea resultado del exceso de tequila y de la heroína, en vez de la meditada renovación de los hallazgos escriturarios de Jorge Luis Borges. Y a pesar de que el estereotipo masivo inmoviliza a Borges en la forma de un viejito ciego que permanece sentado en el mesón de una biblioteca inmensa, en sus prosas de las décadas de 1930 y 1940 está vivo el escritor que, de tanto imaginar que su propio nombre está inscrito en la tradición que lo guarece del agua, del fuego, del viento y de la tierra, de tanto escribir su lectura en la escritura de otros quiebra ruidosamente –con el sonido apenas del pasar de las hojas– su solitaria torre de cristal, y logra exponerse a la inclemencia del tiempo para sobrevivir. Esa torre de cristal, añosa como un poema modernista y tan parecida a la pantalla donde escribo esto, había construido sus paredes invisibles en torno al individuo, ciudadano y consumidor creado por la modernidad al momento que el romanticismo, con su idea de nación y república, invistió a quien escribía de genio, del calificativo de vate y de la función de artista que le habla a una comunidad enorme que se hace imposible distinguir a través de los vidrios empañados, luminosos, espejeantes. Guerras y colonizaciones y propaganda y miseria y hambre y egoísmo ocurren cada siglo, porque en todo momento los seres humanos mueren, escribe Borges mientras lee el Talmud, la Cábala, a Swedenborg, a Ramón Llull y a Walter Benjamin, de manera que la historia que se le exige bien contar al escritor se hace parte de un relato enorme, tan simultáneo como ubicuo. El escritor debe enfrentarse solo a eso que lo excede. Cuenta nada más que con su propio cuerpo, con la capacidad de lectura de sus sentidos, y si el incendio, la inundación, la tormenta, el terremoto arrasaron con todos los libros uno mismo siempre va a ser texto inagotable por la posibilidad de vivir experiencias siempre nuevas y contrastarlas en los estantes de la memoria. Frente a la ruina, en su soledad, el escritor imagina la complejidad de su introspección como un espacio múltiple, vasto, íntegro, tal vez habitable por otros. Durante la primera mitad de la década de 1980, Cristián Huneeus observó esto en su lectura de Juan Emar, quien, por los mismos años en que Borges se desplegaba a sí mismo en su cuento «El sur», dilataba el punto final de las cinco mil páginas de su novela Umbral: «Los personajes no aparecen como los seres supuestamente acosados que transitan por la calle, sino como entes en proceso de gestación: la tentativa de Juan Emar es la de contar cómo los inventa y cómo inventa para ellos el mundo en que se mueven: Umbral se pone –precisamente– en el umbral de la invención. «Busquemos un personaje», empieza el narrador en el capítulo 2. Y luego de haberlo encontrado, declara: «Para conservar mi desprendimiento, mi libertad, el personaje se quebró en dos: cedí a otro el primer rol que me había asignado de recogedor de experiencias. Cedí mi propio rol de Lorenzo [Angol, el protagonista]. Lorenzo necesitó entonces a quién hacer vivir: otro personaje se impuso. Bien. Se llama Rosendo Paine.»» («Situación de Umbral», Hoy, Nº 14, semana del 31 de agosto al 6 de septiembre de 1977.)
Huneeus y la transmigración literaria
Quizá porque se trata de un proceso demasiado cotidiano para nosotros, hemos olvidado que, así como en nuestra piel se marca cualquier exposición al calor, a la humedad, a la brisa o al polvo, la lectura del libro de otro deja una huella de subjetividad en nuestra lectura. Escritor es quien escribe para evitar que el paso de otros ante nuestro cuerpo no tenga consecuencias, pero también quien anota que con cada lectura –como con cada experiencia– nos volvemos otros. Al tiempo que escribía, el mismo Huneeus fue agricultor, crítico literario, amante de los caballos, historiador sociológico, adolescente fiestero, cronista, militar, profesor experto en Henry James y Lezama Lima, Director del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, conductor de radio, etólogo y pornógrafo; mientras durante 1977 leía y anotaba al margen de Umbral que un escritor llamado Álvaro Pilo Yáñez retoma su seudónimo Juan Emar para convertirse en el narrador Lorenzo Angol y así transformarse en sus protagonistas Rosendo Paine y Onofre Borneo, decidió firmar con su nombre las dedicatorias y uno de los prólogos a sus propias novelas El rincón de los niños (1980), El verano del ganadero (1983) y Una escalera contra la pared (1984), en las cuales se imagina como un cronista anónimo que investiga a un escritor disoluto llamado Gaspar Ruiz, cuya obra consta de textos biográficos y otros relatados en primera persona por otros personajes juveniles de nombre Juan Enrique, Hernán y Feña, no obstante lo cual aparece la siguiente declaración en las páginas de su última novela: «Al entrometerme en sus palabras ejerzo una función de justicia poética, en mí se encarna la némesis. No se olvide que en esta crónica tiendo a identificarme con Gaspar. En este momento soy Gaspar. Primera persona del singular, Gaspar speaking. Unos escalofríos del carajo me han venido y no es para menos. Apelando al estilo de mi biógrafo, diré que lo que ocurre es lo siguiente: pervive en mi recuerdo la permanente intromisión de mi padre en mis palabras. No quiero decir que esto se haya dado en la forma de una violación lingüística, ejercida en contra de mi voluntad. […] La parte oscura del asunto iba por otro lado: su voz, su poder, su presencia, su mera existencia, ejercían sobre mí una presión hipnótica y su lenguaje nutría el mío, haciéndole producir frutos que no me eran propios.» (Una escalera contra la pared)
Igualmente las palabras de Huneeus nutren las mías; como lector no me importa saber quién escribió qué, sino preguntarme cómo es posible que a través mío hable cualquier otra persona, incluso y sobre todo aquellas a quienes nunca he tratado en carne y hueso, es decir todos los escritores de los cuales he estado hablando aquí. No sé cómo era el tono de sus voces, cuánto se encorvaban al caminar y los olores que podía uno sentir en sus presencias. Sólo sé que ellos recogían las palabras ajenas igual que sus palabras resuenan vivas en las mías a pesar de que sus cuerpos están muertos. Justamente veinte años después de la muerte de Huneeus se publicó su póstuma Autobiografía por encargo, donde declara que «cuando miré lo escrito, tuve la curiosa impresión de que ese yo que ahí se diseña nunca fui enteramente yo. Lo puse de lado y empecé por quinta vez [mi autobiografía]. Ahora surgió un personaje tan distinto que se diría otro». Cuando las heredadas nociones de comunidad son desmentidas cotidianamente por la precaria experiencia social que viven en la ciudad –barrio, nación, género, etnia, cultura, oficio, mercado– Borges, Emar, Huneeus, Bolaño se fragmentan, nos fragmentamos en el espacio de nuestra escritura y asumimos innúmeras identidades heterogéneas que trascienden en la lectura de aquellos que nos leen, que nos incorporan y que, a su vez, se vuelven a fragmentar en lecturas escritas nuestras que conforman de manera recursiva otras comunidades subjetivas, metamorfoseantes, irrepetibles y fugazmente nuevas al infinito, sí; quién necesita permanencia cuando a cambio le ofrecen un instante de plenitud comunicativa. Tanto más difícil es formular esto cuanto lo que propongo es rechazar toda categoría de comunidad que esté prevista por los espacios modernos y, en cambio, remitirnos a un fenómeno arcaico, antiguo, aborigen acaso, donde el impulso metafísico abandona la idea ordenada y social de redención cristiana en virtud de un puro ejercicio de imaginación: ¿qué pasaría si la experiencia literaria en base a lecturas y fragmentaciones del sujeto que escribe fuera el cumplimiento de una transmigración, según entiende las tradiciones René Guénon cuando señala que «la reencarnación es un retorno al mismo estado de existencia tras haber dejado el propio cuerpo por un lapso de tiempo[, y] la metempsicosis el traspaso de ciertas facultades psíquicas de un cuerpo a otro, que se disocian y pueden pasar entonces de unos a otros seres vivos, como seres humanos o animales, pero también a plantas, minerales y paisajes completos. [En cambio] la transmigración es el paso de determinado sujeto a otros estados de existencia, que están definidos por condiciones enteramente diferentes de aquellas a las cuales está sometida la individualidad humana; quien dice transmigración dice esencialmente cambio de estado.» (René Guénon, El error espiritista, París, 1923).
Desde mi punto de vista, el escritor contemporáneo ha cambiado de estado. El escritor contemporáneo ya no sería moderno, aun cuando en la epifanía de su oficio vuelve a ser sujeto de una tradición histórica que pasa oscuramente por la modernidad. Si aceptamos la escritura literaria como transmigración pasajera de quien la experimenta, dejamos de remedar la ruina de Occidente y nos hacemos parte de una tradición que va desde la India del Mahabarata a las escuelas griegas de pensamiento presocrático de los órficos y los pitagóricos, pasando por el budismo y el hinduismo más recientes, los círculos esotéricos de principios del siglo XX, la narrativa de Edgar Allan Poe, Lev Tolstoi, James Joyce, Marcel Proust, Samuel Beckett, Virginia Woolf, pero también –«como sea, había que ir atrás y adentro», declara Huneeus en su incapacidad de dar con la forma final de su Autobiografía por encargo–, el saber de las machis mapuche, los xones selknam, los payé guaraníes, los yatiris aymaras que están aquí, sin que digamos nada en nuestra escritura americana demasiado castiza, confundidos con nuestro aire, nuestra agua, nuestro fuego y nuestra tierra.
Borges, Emar y Bolaño lo intuyeron. La transmigración literaria nos lleva de vuelta a este cuerpo de cada uno, nos abre la yema de los dedos con las esquirlas de esa torre quebrada en la modernidad porque nos aparta del camino circular platónico, de la abstracción de la idea de la idea. Huneeus decidió escribir una novela pornográfica, El verano del ganadero, donde prueba transmigrar en varios personajes que recorren cordilleras, campos, pastizales hasta dar con sus amantes como una manera de exponer que un encuentro de seres humanos excede el lenguaje verbal y a la postre nos lleva de vuelta a quienes alguna vez fuimos: ánimas, animales. «Evidentemente, Gaspar pretende referirse a Gaspar Ruiz», reflexiona Huneeus en referencia a que el narrador de su novela escribió un cuento protagonizado por un personaje homónimo, «porque hay algo en su reciente experiencia erótica que le permite servirse de su propio nombre, que lo impulsa a servirse de su propio nombre como cifra disponible para revelar la situación de un personaje puesto en una realidad que siente que comprende y controla, sobre la que traza infatigablemente mapas donde lo imaginario y lo real se confunden e integran, por cuya geografía inventan rutas que lo desplazan de espaldas y a la vez de frente a la insatisfactoria y maravillosa realidad primera.»
Cuál es la «insatisfactoria y maravillosa realidad primera», no renuncio a que otros escriban esa pregunta en palabras incomprensibles. La experiencia erótica primaria que llamamos de manera incompleta «amor», el cuerpo de uno en otro: un escritor que transmigra en su personaje, un personaje que transmigra en un lector, un amante en otro, un niño en su madre, el fuego en la tierra, la tierra en el agua, el agua en el viento del paisaje que había antes. Cristián Huneeus, como Roberto Bolaño, como José Donoso, como Manuel Rojas, se disolvió en el proyecto narrativo proliferante que había propuesto Juan Emar, quien a su vez fue el lector más generoso del movimiento creacionista de su amigo Vicente Huidobro, lo salvó de la megalomanía de su autor y lo sembró para que tomara cuerpo –en una muestra más de que la transmigración nada tiene que ver con el tiempo de los relojes ni con el espacio de los mapas– en una lectura futura, y ojalá escrita por mí, del neobarroco de Héctor Libertella, de Diamela Eltit, de Cronwell Jara y de otros libros que estamos por escribir, por editar, por leer.