A continuación publicamos la presentación que hizo Bernardita Bravo del libro Vita Frunis, del escritor ecuatoriano Esteban Mayorga, publicado por Editorial Cuneta.
El relato comienza así: “todo lo que escribo es verdad”. Y sí, todo lo que le ocurre a Fruno, el protagonista de esta novela, es completamente cierto y posible bajo su propio reino, su óptica, su propia órbita. Quién si no un adolescente puede fervorosamente asegurar que lo que vive lo vive de manera veraz, que lo que siente lo siente fehacientemente, que esa imagen mental en su cerebro es fiel a la realidad que habita.
La convicción particular de un adolescente – sumida en un mar de inseguridad bajo la lupa juiciosa y normada de un adulto – sobre la percepción que tiene del mundo y de los extraños que lo rodean, son el despunte para que Esteban Mayorga despliegue, además, una escritura que se condice con esta existencia en apariencia trémula e incierta, donde lo verdadero no busca en ningún caso ser lo verosímil: lo verosímil se deconstruye y reconstruye, se lo somete a la trampa y al juego que teje el delirio de un joven donde palabra y suceso se encadenan para desbocarse e ir más allá del límite, adentrarse en la alucinación, el fuera de contexto.
Palabra, suceso, adolescente. Fruno abraza esta tríada: cuenta, vive y adolece y lo que se le escapa en ese intento son las “buenas” palabras, los “buenos” actos, la “buena” vida: se trata de experimentar e improvisar, a primera vista, pero a la segunda, se trata de articular un discurso consciente y autoconsciente, porque ya lo dije, desconfiamos del adolescente, pero este sabe perfectamente qué quiere hacer y cómo:
“Mi padre me pegaba por lo general con un fuete pero también con lo que tenía a mano, una botella, el control de la tele, un adoquín, lo que fuera y por eso lo maté después, pero eso da igual, eso es tema para más adelante (y no solo por eso lo maté pero me estoy adelantando)”.
El desenfreno en la palabra que se disgrega, que retrocede y avanza, que contiene pasado, presente y futuro, es también la expresión de esa juventud en que lo nimio contiene una seriedad apabullante y lo que impacta se vuelve intrascendente para poder sobrevivir al impacto. El terreno de lo posible es la regla en este mundo sin reglas. Fruno es dócil, y, por ejemplo, no le sirven las fechas. Usa el tiempo como quiere («de repente vomité, pude haber vomitado antes, pude haber vomitado después, incluso pude no haber vomitado, pero tenía que vomitar en ese momento»), y la figura de un padre omnipresente y policíaco, le sirve para su misión, que no es más que la de vivir a su manera. Es en este cauce donde identificamos una a una las características de una novela de formación que a la vez exaspera estas características; dialoga con otras historias pertenecientes a este género pero cumpliendo con la ironía debida, se margina de ellas y la formación del protagonista queda relegada a una autoeducación solitaria y sonámbula, ajena a otros discursos. Fruno es un antihéroe que rechaza todo valor moral o deber ser determinado; aquí el propósito didáctico no tiene cabida, aunque su misma voz, insista a veces, como un adulto rehabilitado de esta etapa funesta: “Aléjense del trago juventud, por favor, aléjense del trago”.
Repito: Fruno es dócil. Intenta construir un sí mismo a través de lo irregular, lo defectuoso, el exceso. Es pertinaz para insistir en esa animalidad:»me di cuenta de que tenía que seguir mis impulsos naturales, tal como el oso, y no pensar tanto»; oso, insectos, ratas y perros le sirven de identificación mientras los referentes culturales están ahí para ser burlados, desafiados o deseados en la medida justa en que ese deseo es también una forma de rechazo. Christopher Walken, William Burroughs, objetos de consumo como autos enchulados o una pistola, chicas sin nombre pero con sobrenombre, como la RRM (rica rubia mundial) se cuelan para expresar esa sensación de malestar, como si se perteneciera al mundo por equivocación pero ya que está ahí, hay que vivir de alguna manera (no por casualidad es medio sordo y tienen que gritarle para lograr una comunicación efectiva, que muchas veces no le interesa obtener, obviamente).
¿Con quién relacionar la figura del adolescente? ¿Con qué referenciarlo? El símil que encuentro (en mi afán de buena adulta que desea ponerlo en contexto) es la figura del niño, ese niño que aún no aprende a hablar del todo; el lenguaje es algo que está a la mano pero él elige cuándo asirlo: niño y adolescente viven en una época emocionalmente rica, acunada por tempestades varias, donde todo se percibe con intensidad y todo es autorreferente: exaltación y ensimismamiento.
Esa postura distraída de la realidad nos muestra una forma de conocimiento: el modo en que el niño ignora es lo que define el rango de lo que conocerá: ese decir algo con sentido (“¿soy homosexual?”) y luego perder el hilo (“¿soy una mandarina?”), entre la adaptación a la norma y las exigencias de la naturaleza, entre la rutina y el impulso. Fruno, al igual que un niño de casi dos años, pareciera insistir: solo quiero expresar lo que para mí es real. Acaso ese espíritu casi siempre caótico, atribulado y libre sea el punto fijo o de inflexión que nos recuerda quiénes somos bajo la capa pesada de continua civilidad: “Hay que romper lo que se pueda, juventud. A romper lo que se pueda, lo mejor es intentar romper, aunque sea dificultoso”. Se piensa en la adolescencia y la primera infancia como etapas incompletas, no consideradas socialmente, cuando la complejidad y decisión de estas etapas son cruciales. Mayorga reivindica de manera hábil una de ellas.
Otro tema crucial de esta novela es el terror: el terror cotidiano que por encontrarse ahí, a plena luz del día y con el paso de las horas, trabaja la atenuación del terror: la madre muerta, el padre monstruo, la hermana reflejo: las escenas absurdas, la deriva, el sinsentido; todo parece estar en el rango de lo terrible pero admisible, por cuanto el hilo que enhebra la trama, irónico y cargado de humor negro, es el mismo que el de la miseria, la crueldad, la crudeza:
“No lloré porque tengo el corazón hecho callo y esta no es una historia de amor sino de horror. ¿Entienden? Horror. O terror. O locura. O la pinga de César Verduga, el pariente del ecuatoriano. Ya lo dije antes: solo cuando uno se encuentra con el terror frente a frente sabe lo que el terror puede ser en realidad. Yo ya lo sabía (o me estoy dando cuenta ahora a medida que transcurren las líneas de mi narración)”.
Fruno es víctima y victimario, y la sola idea de este intercambio de roles confunde y horroriza. Lo vivido se vuelve aterrador en retrospectiva, al escribirse, porque el ejercicio de narrar, igualmente precario que el equilibrio familiar, ofrece la posibilidad de refuerzo de lo veraz, de refugio y además lo proyecta, sin abandonar la ambivalencia, a una zona de confort más o menos aceptable para llegar a un final. Este derroche condensado y alterado culmina poniendo en duda esta misma opción, “ahora escribo en serio”, leemos, pero ¿no hablaba en serio antes? Como lectores, somos permanentemente arrojados a este vaivén.
Para terminar, me gustaría pensar qué pasaría si propusiéramos esta lectura a nuestros jóvenes escolarizados. Probablemente, tal como ocurrió con El guardián entre el centeno, de Salinger, nos toparíamos con el no rotundo de formadores alarmados y alarmistas. Es una lectura censurable para quienes están entre comillas “siendo formados”. Sería un avance para nuestro sistema dictaminador, que sin más decide qué deben leer los que leen, si en algunos años más, esos niños de año y medio que hoy balbucean intentando acoplarse al mundo y a la vez transformarlo, al igual que Fruno, lean Vita Frunis como parte de su lección y elección, y la desmenucen, hagan buenas o malas migas con el personaje y por qué no, sigan su senda o la desprecien por completo, como lo hace un buen adolescente.