En el primer cuento de Lo que no bailamos, de Maivo Suárez, una tía de Providencia le enseña a su sobrina de Puente Alto a triunfar económicamente en la vida, indicando, por ejemplo, que mal vestida no llegará a ninguna parte: “Tía, siempre queriendo llegar a algún lugar” (9), le responde ella. En el segundo, un grupo de ricos toma vino Late Harvest junto a una piscina mientras escucha la historia que una trabajadora social cuenta sobre unos niños vulnerables: “Pobres, dije yo” (15). En el tercero, durante el temporal santiaguino del 82, un hombre no sabe cómo decirle a su pareja que lo despidieron del trabajo. En el cuarto un tipo miente para tomarse la tarde libre de un viernes porque prefiere pasear y pensar, mientras recuerda que se metió con un hombre a solo dos meses de casarse con una mujer. Hasta aquí son cuatro relatos centrados en la situación económica de sus personajes, aunque el último revela una clave que permite releerlos todos. Es el tema de los secretos.
Basta repensar la síntesis de cada cuento. El primero no era sobre las enseñanzas de una tía a su sobrina, sino sobre la imposibilidad de cumplirlas por algo que la joven guarda en secreto. El segundo no era el relato sobre un niño pobre, sino su adaptación para un público que no quería saber tanto, que prefería un final feliz y no el final real. El tercero no era sobre la cesantía, sino sobre una relación donde sus miembros se ocultan lo más importante que pasa entre ellos. Y el cuarto ya está claro, no narra una ausencia laboral sino la homosexualidad oculta de un novio a su novia.
Podría hacer lo mismo con los otros seis cuentos para mostrar que buena parte de la unidad en este libro se debe al rol central que juegan los secretos y los silencios en cada uno de ellos. Pero no quiero ser exhaustivo. José Ortega y Gasset reflexionó alguna vez sobre la profundidad y los bosques. ¿Cómo sabemos que un bosque es profundo? ¿Necesitamos recorrerlo entero, conocer cada uno de sus árboles? No, dice Ortega, y comenta que la frase “los árboles no dejan ver el bosque” está equivocada porque la percepción del bosque y su profundidad se basa en los pocos árboles que tenemos más cerca y nos permiten sentir la presencia de los otros. “El bosque verdadero lo componen los árboles que no veo” (69). Por eso, en lugar de analizar cada cuento intentando agotar su profundidad, hablaré en detalle de solo uno. Quienes quieran adentrarse al resto, tendrán que conseguir el libro.
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El cuento que he elegido se llama “Un pedazo de cerro y una punta de sol”. Es el quinto del volumen y tiene nueve páginas. Cuenta que Rosa y Mauricio, casados desde hace unos diez años, discutieron por las deudas hasta que ella propuso ordenarlas. Mientras toman desayuno en su departamento, se escuchan taladros y una tolva de cemento. Al frente se construye un edificio que les quitará lo indicado en el título, un pedazo de vista al cerro y un poco de sol. La advertencia había llegado en clave. Cuando estaban en la notaría con la vendedora del departamento, “ella dijo al pasar que, en el sitio eriazo de enfrente, se construiría El Parque. Se los dijo así, con mayúsculas: El Parque. Y ellos le creyeron” (50). Hay que tener un oído muy fino para escuchar las mayúsculas. Al final este edificio con nombre de parque funciona como la letra chica de los contratos, una información codificada, invisible para el consumidor. Un secreto. Luego tenemos la reacción de Mauricio. Él sabe que no se puede “reclamar en ninguna oficina. Lo que en el fondo le resulta tranquilizador. No podían hacer nada. Nada que dependiera de ellos” (50). Al conocer el secreto, siente la comodidad de no tener nada que hacer, de poder quedarse en silencio.
Haré una pausa. Los cuentos de Lo que no bailamos son verdaderamente buenos. Se leen con gusto porque son entretenidos y bonitos. Junto con eso, captan en espacios privados consecuencias de procesos históricos públicos. Muestran conflictos del Chile contemporáneo en las vidas de unos pocos personajes anónimos. Antes de retomar el cuento, del cual todavía no superamos el primer párrafo, presentaré brevemente la tesis de un libro que se publicó solo dos meses después que el de Maivo, en mayo del 2016. Daniel Mansuy escribió un ensayo de título emparentado con los secretos: Nos fuimos quedando en silencio. La negación del sonido realizada por un nosotros también se acerca a Lo que no bailamos, además de lo difícil que es bailar cuando todo ha quedado en silencio. Pero vayamos al argumento central del ensayo.
Mansuy explica nuestra crisis política actual como el resultado de una serie de silencios que se adoptaron desde el golpe militar, la dictadura y la transición. Fueron silencios sostenidos sobre el miedo al marxismo, a la violencia militar, a la polarización política y al reconocimiento de haber pactado demasiado con el enemigo. No fueron silencios de calma o paz interior, sino de neutralización política. “Consistió básicamente en un acuerdo tácito de no discutir cosas muy profundas, ni de cuestionar los aspectos fundamentales del régimen [de Pinochet]. Dicho de otro modo: en reducir los desacuerdos a aspectos cosméticos o laterales” (87). Se discutían cosas, pero con la condición de que no tuvieran importancia. Estos silencios fundados en el miedo abundan en los cuentos de Maivo. Cuando la narradora del segundo cuento podría haber rebatido a quienes pensaban que la pobreza ha disminuido en Chile, ella prefirió callar. “Los años de discutir en esas reuniones ya habían pasado. Ahora sólo conversábamos montados en las aristas de los temas, equilibrándonos para no herir a nadie” (16).
Pero el silencio de Mauricio por el engaño en la compra de su departamento no se basa en el miedo, sino en la inutilidad de luchar por causas que no llevarían a nada. Desde la política, ese fue uno de los objetivos de Jaime Guzmán durante la elaboración de la Constitución de 1980. La idea era que la libertad económica volviera innecesaria la libertad política y la democracia efectiva, que antes había instalado el socialismo con resultados fatales. Entre otras medidas que apuntaban en esa dirección, se estableció el sistema binominal y un congreso con senadores designados. La Constitución de Pinochet impuso “un horizonte de acuerdos, dándole a la minoría un cúmulo de herramientas para oponerse a las decisiones de la mayoría. Esto tuvo varios efectos. Por un lado, fue generando un creciente sentimiento de impotencia (e irrelevancia) política. ¿De qué sirve ser mayoría si cualquier cambio relevante exige el acuerdo de la minoría? Más profundamente, ¿de qué sirve la política si desde allí no es posible impulsar cambios importantes?” (Mansuy, 88). Al principio se sufre la impotencia, pero luego uno se acostumbra y siente la tranquilidad de Mauricio, que calla porque ha aprendido que hablar no sirve de nada.
Con esto volvemos al cuento. Teníamos a Rosa y Mauricio ordenando cuentas mientras tomaban desayuno con los ruidos de la construcción. Él piensa que ella le da demasiada importancia al asunto de las deudas, pero no se lo dice. “No le gustaba contradecirla. Si ella encendía un cigarro en la pieza, él abría un poco la ventana. Si Rosa jugaba hasta tarde en el computador que habían instalado en el dormitorio, él se dormía sin chistar mirando el perfil de ella iluminado por la pantalla” (50). Siempre soluciones secretas, silenciosas, sin chistar. Soluciones de neutralización, de una paz aparente pero no interna, porque Mauricio quiere hablar.
Cuando lo intenta con el contador de su oficina y se queja de su señora, él le contesta con un vago y conformista “así nomás son las mujeres” (51) y vuelve a archivar facturas. “Necesitaba un compañero que lo escuchara, pensaba Mauricio. Alguien a quien contarle que a veces se sentía una persona detestable. Cada vez que su mujer aparecía con una nueva idea, él la dejaba seguir adelante y se sentaba a esperar a que ella regresara derrotada” (51). Mauricio no tiene a quién decirle que se siente mal por no decirle a Rosa lo que debería. Su silencio por miedo al conflicto se suma al silencio de no tener a quién contarle sobre él.
Los años felices con Rosa le parecen muy lejanos. Si se esfuerza consigue recordar unas risas, una copa de vino o “que habían compartido algún secretillo de ellos mismos o de otros” (51). ¿Por qué lamentar la falta de secretos compartidos con la pareja? La filósofa Sissela Bok observa que “la separación entre los de adentro y los de afuera es inherente a los secretos. Pensar algo secreto es prever un conflicto potencial entre lo que ocultan los de adentro y lo que quieren inspeccionar o poner al descubierto los de afuera” (6). Acumular secretos ante otra persona es ponerle un límite, iniciar un conflicto contra quienes quedan al otro lado, los que nos saben. Esto explica el valor narrativo de los secretos, que sostienen la trama de tantas historias y que nos interesa tanto conocer. Queremos estar en el grupo de los que saben y, desde ese lado, percibir a los que quedan fuera, verlos actuar en la ignorancia y esperar sus reacciones en el gran momento de la revelación.
Alguna vez Mauricio y Rosa intentaron tener hijos, pero fue médicamente imposible. Después dejó de importar. “La falta de hijos ya no era el tema, sino pagar todos los meses el dividendo, la tarjeta Ripley, la de Falabella, la tarjeta del supermercado” (52). Esta es la libertad económica que Jaime Guzmán quería traernos, en desmedro de nuestra libertad. Mauricio renuncia por estas razones a la libertad de quejarse por El Parque que le construyen al frente: “¿Acaso no tenían suficiente con la situación financiera en la que se encontraban?” (50). Todo desaparece o se vuelve irrelevante ante los problemas económicos. “Mauricio no podía imaginarse una vida sin deudas. ¿De qué mierda hablaríamos?” (52). Cuando inventa una salida, Rosa no le entiende. Él propone dejar de pagar:
“–Imagina por un segundo. Los dos sueldos completos. ¿Qué haríamos?
–Primero pagar el dividendo, eso sí o sí.
–Bueno, mujer, pagamos el dividendo.
–Y también el agua, la luz y el gas.
–¿Te escuchas, Rosa? Te estoy pidiendo que sueñes. Que soñemos con locura. Y tú me sales con las cuentas del agua y la luz” (54).
Se quedan en silencio, sin nada que decirse. Mauricio empieza “a arrepentirse de haber abierto la boca. Deseó terminar pronto con el jueguito para echarse en el sofá a ver una película en el cable” (55). Hubiese preferido seguir en silencio, en la tranquilidad de quien ignora que vive para pagar deudas sin tener otra razón para existir. El edificio del sistema económico les ha ocultado la vista al cerro y el sol, ha convertido ese horizonte amplio en un secreto indescifrable. Al final están de pie, mirando la construcción del frente. “Se quedan allí un largo rato. Quietos. Sin hablar. De lejos parecen dos gatos en un balcón. Dos viejos gatos domesticados que alguna vez soñaron con saltar” (57).
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La gran diferencia entre mentir y guardar secretos, observa Sissela Bok, es que solo mentir es en principio algo malo, que supone estar en contra de los otros. “Mientras cada mentira necesita una justificación, todos los secretos no. Estos pueden acompañar al más inocente y al más peligroso de los actos; son necesarios para la sobrevivencia humana, aunque a la vez realcen cada forma de abuso. Lo mismo es cierto en los esfuerzos por invadir o destapar secretos” (XV). En otras palabras, guardar secretos puede ser bueno o malo según el caso. Hasta aquí me he centrado solo en las situaciones negativas: los secretos basados en el miedo, causados por la inutilidad de hablar o los de quien no tiene a nadie que se los escuche. Pero también hay silencios positivos, que los personajes agradecen.
En “Minotauro”, el sexto cuento, una mujer se interesa en otra porque la descubre silenciosa. “Era lo bastante taciturna para invitarla a tomar un café, nunca me habían gustado las mujeres que hablaban demasiado” (59). Luego agradece la omisión de ciertos temas: “Por suerte nadie mencionó el hecho denigrante de nuestras respectivas solterías. A los cincuenta y tres años yo cargaba la mía como una monstruosa joroba que crecía en mi espalda y no me gustaba hablar del asunto” (61). Convengamos en que es muy distinto callar los problemas de una pareja que convive, a las dificultades personales de quienes empiezan a conocerse. Hay silencios que no expresan ocultamientos, sino una forma de respeto. Así son los de los buenos oyentes: “Nos fumamos un cigarro y conversamos un rato, mejor dicho, yo hablé y ella asintió con alguna que otra palabra” (61). Más adelante la mujer que habla se habrá enamorado de la que la escucha. En definitiva, el problema del silencio no es la falta de ruido, que ya estaba en la construcción del edificio, sino callar por sentir que nadie quiere escucharnos. Por eso agradezco el silencio de ustedes, que me hicieron sentir escuchado durante esta exposición[1].
Bibliografía
Bok, Sissela. Secrets: On the ethics of concealment and revelation. New York: Vintage, 2011. Digital.
Mansuy, Daniel. Nos fuimos quedando en silencio. Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016.
Ortega y Gasset, José. Meditaciones del Quijote. Madrid: Residencia de Estudiantes, 1914. Digital.
Suárez, Maivo. Lo que no bailamos. Santiago: 2014.
[1] Este texto fue leído durante la IV jornadas de estudiantes de postgrado “Literatura de alta tensión”, que se realizaron en la Universidad Alberto Hurtado, entre el 8 y el 11 de mayo del 2018.