Reunimos aquí seis textos breves sobre la exposición de fotos de Sergio Larrain en el Museo Nacional de Bellas Artes (28 de marzo al 15 de julio 2014). Algunos de ellos provienen de los ciclos de conversación sobre la muestra organizados por el Departamento de Arte UAH, otros son anotaciones de espectadores luego de haber visitado la muestra. Todos intentan comprender algún aspecto del modo peculiar de mirar que se revela en las fotos de Larrain y formular lo que podemos aprender de esa mirada. La primera de las mesas de conversación puede verse completa aquí, el último de los encuentros sobre esta exposición, «Retratos de la calle, o la fotografía como pretexto antropológico en Sergio Larrain«, será el miércoles 28 de mayo a las 18 hrs. en la Universidad Alberto Hurtado.
Pequeña prosa en elogio de Sergio Larrain
Por Rodrigo Cordero
Sergio Larrain –nos dicen– no saca fotografías, las recibe en un estado de gracia «como si las imágenes existieran en el cosmos y el fotógrafo solo actuara como médium».
«Se confunde con los niños de la calle que deambulan como ángeles salidos de la nada».
Con los pescadores, prostitutas y travestis, con las viudas, huérfanos y deudos. Con esa chica hermosa que le sonríe a él y no al marinero. En Santiago, Sicilia, o Chiloé.
Ángulo levemente contrapicado de la humildad del mundo. ¿No es acaso esa la forma que adopta aquí la elegía?
Incluso cuando, desde la perspectiva inversa, retrata desde lo alto.
Pero Larrain se confunde también con la materia sin vida, como la vertical de tres sierras junto al círculo de una balanza, como las piedras recortadas del Cuzco enigmáticamente cercanas a unas de París.
A veces se lo nota escondido en el recodo de una calle o detrás de una palmera, los espejos son uno de sus aguardos predilectos, para evitar la mirada que denuncia una indiscreción.
Cuando sus modelos, no obstante, lo miran de frente, la presencia alcanza su intensidad más plena.
Londres way out, la City, out. Y esos gentlemen de nuestra propia City, ¿ocultan algo bajo sus sombreros y gabardinas?
Quien también quiso ser escritor, escribió: «Mi / sombra / va / entrando / y / saliendo / de la sombra / de los árboles / y edificios / por la vereda; / conmigo / encima, / abajo, / están / los zapatos, / arriba, / el pelo, / entremedio, / eso que / llamo / «yo»».
Y también: «Esta[s] fotografía[s] bien merece[n] un texto de más categoría y jerarquía que la de un simple epígrafe. El empedrado muelle donde las palomas parecen esperar las manos generosas que les dan los dorados granos de maíz. El escenario compuesto de un banco y dos personajes dramatizando la vejez, las farolas colgadas de los postes de cemento y el panorama de grúas en las penumbras del «fog», nos dan un aspecto del amanecer en Londres. Sin embargo, esta instantánea fue tomada a millares de millas de la capital londinense. Es sencillamente un aspecto del puerto de Valparaíso, balcón chileno frente al Pacífico, la ciudad que también tiene claros amaneceres y mediodías pletóricos de sol».
¡La prosa del mundo escandida por la luz y sus sombras!
Y, como un grimorio lúcido, su nombre invertido en el espejo de la escala hace de fondo para el retrato de quien abandona la exposición:
The City. Londres 1958 – 1959. © Sergio Larrain/Magnum Photos
Forma, cuerpo e identidad. Las calles del fotógrafo
Por Francisca Márquez
La primera foto que conocí de Sergio Larrain, fue aquella de 1959, de las dos niñas que avanzan por el Pasaje Bavestrello en Valparaíso. Una fotografía mágica, según el fotógrafo. Imagen que me hizo recordar al cineasta italiano Michelangelo Antonioni y la fuerza que éste otorga al encuadre de los cuerpos en la materialidad del paisaje y la arquitectura. Como si la vida y la forma arquitectural, carne y piedra, no pudiesen sino ser cómplices para poder existir, ser.
La asociación entre el fotógrafo y el cineasta no es antojadiza. Es en una fotografía de Larrain que Julio Cortázar se inspira para su cuento “Las Babas del Diablo”. En la fotografía de un parque, Larrain descubre, oculta en el follaje, una pareja de enamorados. Del cuento de Cortázar, Michelangelo Antonioni obtendrá la idea de Blow Up. Película donde la fotografía de un gran parque, y una pareja que discute oculta en un rincón, desencadena la trama de la historia. El negativo de la fotografía se convierte así en la evidencia del crimen, y el proceso de revelado en el medio de investigación.
Buscando nuevas fotografías, descubrí un Larrain donde la pregunta por los cuerpos en el paisaje –al igual que en Antonioni– surge una y otra vez como metáfora de algo más complejo que la simple forma. Desde la mirada del encuadre y el corte oblicuo sobre la materia y los cuerpos, Larrain y Antonioni nos provocan la mirada al punto que ya no sabemos bien qué miramos. Si el personaje o el paisaje, si la carne o la piedra. El ojo va de uno a otra en la búsqueda del significado de ese diálogo de la trascendencia y la identidad. Carne y piedra dialogan y tensionan la búsqueda de esa completitud siempre inacabada que es la propia trascendencia. En estas imágenes –del cine de Antonioni y la fotografía de Larrain–, los personajes están siempre buscando un lugar en esa escenografía que es la calle, la ciudad, la escalera, la alcantarilla, el bar, el prostíbulo. Lugares siempre esquivos que nos hablan de ese deseo paradojal de escapar y atrapar la propia identidad, el propio lugar. La identidad, en términos del fotógrafo y el cineasta, no existe, ella se construye en perpetuo movimiento. De allí que como espectadores, nos quedemos fijados buscando algo que no se nos ofrece de manera concreta en el encuadre de la fotografía. La imagen puede parecer obvia, conocida –todos hemos caminado por esas veredas humedecidas–, pero el significado de la imagen resulta problemático, porque está allí, pero inconclusa en su temporalidad, en su encuadre, y en la mirada que el individuo arroja al lente que lo observa y lo fija.
Trafalgar Square. Londres, 1958 – 1959. © Sergio Larrain/Magnum Photos
Tacto y complicidad: la mirada a la deriva
Por Marisol Palma
En sus recorridos por los bares de Valparaíso, Sergio Larrain se adentra en espacios marginales y logra complicidad con aquellos que miran a la cámara. Con un fino tacto parece entrar, cohabitar los espacios que lo atrapan sin alterar las escenas que congela. Se sitúa en medio de la acción de la noche en el bar de los 7 espejos. En estas fotografías entra y sale, se asoma y se pierde en los contrapuntos de miradas/no miradas que provoca la imagen que produce. La imagen se urde en intersecciones de miradas y yuxtaposiciones de situaciones puestas en diálogo con la mirada que congela en el momento sutil de una posible complicidad con el fotógrafo.
Larrain está, ahí inmerso en la acción nocturna, captando situaciones, miradas, risas, momentos, complicidades entre desconocidos. Mira de adentro una situación pero no irrumpe pues, lo cito: “El ideal para mí es seguir una situación con la cámara, me gusta ir descubriendo”. En este movimiento y aventura nos involucra como espectadores en la escena del bar como espectadores.
En esta travesía Larrain descubre/devela lugares, situaciones, personas y muestra otro rostro de Valparaíso. Con sutil fineza transita por los espacios que le interesa y motiva fotografiar. La experiencia de la observación tiene que ver en él con una profundidad de la mirada en espacios ajenos, desconocidos que le hacen sentido desde una sensibilidad traspasada por un fuerte sentido humanista y poético.
Solo quisiera agregar a lo dicho que la auto-observación en la búsqueda de un momento de gracia no fue un momento poético subjetivo desprendido de la realidad que aparecía ante sus ojos y cámara. Estos momentos de calidad que merecían ser obturados por la cámara los encontró Larrain en la interacción, en el viaje en la travesía, en el movimiento de una ciertamente sutil honestidad, sentido del humor e interés genuino por otros mundos cercanos y lejanos a él. Larrain amaba la fotografía y fue fiel a ello. Su fotografía es prueba de ese amor que no solo es egocéntrico sino profundamente audaz e involucrado con el mundo que contempla.
Bar, Valparaíso. Chile, 1963.© Sergio Larrain/Magnum Photos
Fuera de foco: lo borroso y lo aberrante
Por Fernando Pérez
En una fotografía bien enfocada, los contornos de los objetos que la cámara captura son precisos, nítidos, bien delineados; claros, definidos, decididos. Una imagen desenfocada es, en cambio, borrosa, confusa, aberrante (en óptica se habla, literalmente, de aberraciones para referirse a las deformaciones que las lentes, prismas o espejos generan al producir imágenes por medio del reflejo o refracción de objetos cuando la luz emitida por estos no converge hacia un solo punto). Por cierto, no todo desenfoque es un error, y de hecho la tensión entre lo enfocado y lo fuera de foco es un recurso estilístico común en la fotografía: el uso más obvio sería el de restringir la profundidad de campo de modo que se subraye la distinción entre el fondo y la figura en primer plano. En otros casos, lo borroso se sitúa en primer plano para destacar una figura que se encuentra en un segundo plano de la imagen, más atrás. Otras veces se puede usar lo borroso como marco total o parcial de la imagen, como en los muchos casos en que a un lado de la foto se dispone una mancha borrosa, por ejemplo un espectador que mira de espaldas hacia el mismo objeto que el fotógrafo enfoca. Lo borroso puede utilizarse también para subrayar el movimiento de una figura, en las fotos de las que decimos justamente que están movidas, porque la velocidad del obturador no fue suficiente para captar su objeto como si estuviera inmóvil.
Hay en Larrain muchas fotos perfectamente compuestas siguiendo estos principios: por ejemplo, el retrato de un niño con algo así como un balde de plástico en la cabeza, en que el niño está enfocado y la pared detrás suyo desenfocada (página 65 del catálogo editado por Xavier Barral), el retrato de un niño abrazándose las rodillas con un par de pies desnudos desenfocados en primer plano (p.75), o la imagen de una calle en Pisac, Perú, en la que el primer plano desenfocado del suelo resalta mejor a las figuras que aparecen en planos posteriores (pp.132-33); de hecho, hay en sus fotos muchos ejemplos de una presencia importante del suelo en el tercio o incluso la mitad inferior de la foto. Sus fotos de niños tomadas desde el interior de un tren utilizan los límites de la puerta del vagón, desenfocados, como marco (p.95), y lo mismo hace su foto de una plaza en Italia (p.219). Por último, en su foto de un grupo de niños en lo que parece ser un partido de fútbol (p.67) o en la de dos siluetas que corren apuradas para pillar un tren en Buenos Aires se usa lo borroso para indicar velocidad de movimiento. Pero hay también muchas fotos suyas en que lo desenfocado tiene una función estilística que no es ya la de subrayar, por contraste, la nitidez de una figura enfocada. Hay fotos cuyo campo completo está ligeramente fuera de foco, y otras en que el objeto principal de la foto lo está. Algunos de los más llamativos son la imagen de un gato en una ventana de Valparaíso, que ocupa todo el centro de la foto, un gran manchón negro borroso contra el paisaje de las casas en los cerros y, al fondo, el puerto (pp.260-261), o la imagen de una niña con un vestido blanco en primer plano contra el fondo de un pueblo en Sicilia (pp.224-25). Se podría decir que en esos casos el tema de la foto es en realidad el lugar, pero la composición sitúa las figuras desenfocadas en una posición tan protagónica que se roban nuestra atención, nos fuerzan a mirarlas, nos obligan a contemplar lo borroso como tal, algo que no podemos hacer con los ojos desnudos (nuestros ojos enfocan aquello hacia lo que dirigimos nuestra atención, y por tanto con ellos no podemos mirar fijamente un manchón desenfocado sin que se vuelva nítido). Esta pasión de Larrain por lo que escapa a los límites técnicos del aparato fotográfico aparato tiene que ver con algunos de sus rasgos más originales como creador de imágenes. Sus fotos más eficaces están impecablemente construidas, con efectos dramáticos, pictóricos, teatrales. Sus fotos más misteriosas, sutiles y frágiles exploran la zona aberrante del fuera de foco y nos confrontan con sus formas de contorno incierto.
Rue principale de Corleone. Sicile, 1959. © Sergio Larrain/Magnum Photos
Modalidades poéticas y críticas del encuadre
Por Ana María Risco
¿Cuántas ventanas, vanos arquitectónicos, marcos de puertas y de espejos podemos encontrar en las imágenes de Sergio Larrain? Aquí y allá, como umbrales que recortan los espacios públicos e íntimos, como bordes orlados de espejos o reflejos que descomponen el espacio bohemio o urbano, encuadres de diverso tamaño entran al campo visual polemizando con el del fotógrafo o proponiendo otras medidas o ubicaciones para él. Cabría pensar que de tanto proponer otros encuadres, estos marcos terminan por indicar y poner de relieve a aquel que los ha incluido. Por enseñar cuánto debe la foto, en cada caso, al recorte del campo visual producido al momento de la obturación. Incluso la famosa fotografía de las dos niñas que descienden por las escalinatas del pasaje Bavestrello, en principio ajena a esta tendencia, puede ser pensada dentro de sus rasgos. Originalmente cuadrada, como lo ha advertido Agnes Sire, curadora de la colección de Magnum, la imagen presenta el grácil descenso de las niñas vistas de espaldas. La lente ha entrado al escenario cúbico en que ocurre la escena por su reverso confrontándonos con esa superficie casi abstracta que es el muro de fondo, en el que la luz y la sombra se debaten. Flanqueado por vanos arquitectónicos laterales, el descenso de las niñas es también imaginariamente visto desde los costados, por una mirada presunta simbolizada por esos vanos, que relativiza la supremacía o exclusividad del encuadre escogido por Larrain, sin alterar el efecto de belleza que resulta de su precisión y oportunidad.
La imagen que vemos propone un acceso posible a la experimental cajita de pruebas donde ocurre el descenso, pero no nos ciega a otros accesos que podrían haberlo relatado de otro modo, proponiendo de otra manera su realidad.
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Tanto esta foto que da a ver lo que Larrain consideró el primer “momento mágico” en su historia fotográfica, como muchas otras que surgen de esa fantasía epifánica que articula su poética, exponen la precisión de un encuadre elegido entre muchos, no solo implícitos en la imagen por defecto, sino materializados en ella como elementos gravitantes de la composición. Esto ocurre de manera ejemplar en las fotos de la serie de Los siete espejos de Valparaíso, donde las superficies especulares contravienen, multiplican y dispersan el punto de vista del fotógrafo construyendo el espacio representado al modo de un acertijo (lo que, en este caso, dado el erotismo propio del lugar representado, nos trae vivamente a la memoria el pasaje borgeano: “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”).
Una voluntad de “situación” se expone así a través de un modo intencionalmente inhabitual, forzado e incómodo de mirar, que discute consigo mismo o se ejercita en pronunciados descensos a ras de suelo o elevaciones hasta un nivel casi cenital, para registrar objetos o situaciones que muy comúnmente, además, quedan ocultos detrás de otros que se anteponen borrosamente, o difieren o recortan cualquier visión total. La visión total, es tal vez, lo que precisamente se resiste con esta estrategia de encuadres incómodos o contrariados. Como si se tratara de una luz que encandila y frustra la posibilidad siempre fortuita de ver.
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Que lo visible aparezca siempre subrayado por el encuadre y su dificultad nos hace pensar en una imagen que se organiza críticamente al momento de acontecer como registro, testimonio o construcción de realidad. (Y así también, en esa definición tan extendida del arte moderno como aquel que interpreta y pondera sus modos de representar, al representar). Larraín parece haber usado esta estrategia menos para afirmar la modernidad formal de la fotografía que para incomodar insistentemente sus modos de componer visualmente la realidad; para disolver, desarmar y descuadrar los modos habituales de hacerlo, insistiendo en el ejercicio de encontrar otro ángulo, algún fuera de campo que todavía pudiera ser extraído de la lengua del aparato fotográfico, emblema de la modernidad.
Mirar sus fotografías es también, en cierto modo, recorrer los caminos difíciles que él se impuso para socavar las callosidades de esa mirada habitual.
Pasaje Bavestrello, Valparaíso. Chile 1952. © Sergio Larrain/Magnum Photos
Un retrato de la pobreza en el Chile de los ‘50
Por Soledad Zárate
En los ’50, Santiago, Valparaíso y Concepción eran ciudades que no contaban con una cobertura mínima de servicios básicos como alcantarillado o agua potable pero recibían una inmigración consistente desde décadas que engrosaba su periferia. En los ’50, Santiago era una ciudad con olor a industria, a tráfico, a polución, y ya era particularmente ruidosa, pero además era una ciudad con olor a miseria, a basura, a enfermedades y también a muerte. En 1952, Chile tenía casi 6 millones de habitantes y más del 25% de esa población era analfabeta. Existía un déficit de más de medio millón de viviendas a nivel nacional y el alto costo de la vida se reflejaba en tasas inflacionarias de un 86% en 1955; morían 153 de cada mil niños nacidos vivos, y los altos niveles de desnutrición y vagancia infantil le recordaban a la sociedad que los niños eran las víctimas predilectas de la muerte urbana.
La miseria y el abandono eran el telón de fondo de enfermedades que abrumaban a los profesionales sanitarios, era el escenario con el que lidiaban los profesores en las escuelas, eran parte de la escena con que los policías se encontraban en las calles al atardecer, en las riberas del Mapocho, en los basurales del Barrio de la Chimba. La pobreza era el desamparo de maternidades como la del hospital del Salvador o el hospital José Joaquín Aguirre que albergaban a dos o más mujeres que compartían un catre a la espera de ser asistidas en el trabajo de parto; el raquitismo y el hambre de pequeños niños que componían familias numerosas y temerosas del diario vivir; la pobreza se expresaba también en las alarmantes cifras de abortos provocados que se transformaban en un problema de salud pública grave en los ’50.
Leyendo a nuestros escritores, examinando a nuestros artistas o escuchando a nuestros músicos, es posible pensar que muchos rasgos de la pobreza de mediados de siglo XX no eran muy diferentes de la que padecían los chilenos a principios del siglo XX, salvo en que las cifras eran aún más escalofriantes. Sin embargo, los relatos y las imágenes que la retrataban en esa época dan cuenta de que la aproximación y tratamiento a la pobreza urbana comenzaba a registrar cambios. Los relatos de ensayistas, narradores, profesionales sanitarios, profesores, abogados, asistentes sociales trasmitían la convicción, ciertamente de distinto espesor, de que la miseria humana no podía seguir siendo entendida, interpretada como producto de la voluntad de Dios, no era un designio de Dios. Más bien era consecuencia, resultado de un sistema económico y social que la propiciaba, que generaba explotación y desarraigo para los migrantes, y que exacerbaba las graves consecuencias de la falta de educación e higiene, todos males sociales ante los que había que rebelarse, y no resignarse. Para los más radicales, se trataba de un sistema que había que transformar, agenda que inspiró los proyectos políticos que se desarrollaron en la década de 1960.
Entre quienes documentaron con imágenes la pobreza urbana de los ’50, la anterior tendencia también estuvo presente y Sergio Larrain es probablemente un representante clave. A nuestro juicio, sus retratos no son conformistas, ni condenatorios, y dan cuenta con firmeza de que la pobreza tiene rostro y que es profundamente humana. Su mirada hacia la pobreza infantil es documental y dramática, y apunta a poner como protagonista de su foco el desgarrador mundo de los niños de la calle. No en vano, las imágenes que acompañaban la colecta que el Hogar de Cristo emprendió en 1953 se le piden a Larrain; el propósito era conmover, impactar y no juzgar.
Pero también las fotografías de Larrain transmiten aspectos de una ambivalencia que da cuenta de una mirada, un registro más amplio y complejo: los niños parecen o aparecen como abandonados, parecen habitar la calle, visten pobremente, pero también sonríen, parecen vivir de una manera que evoca la vida en el campo. Larrain capta, con su atenta mirada una atmósfera que nos permite imaginar que muchos de esos niños podían ser migrantes campesinos o eran hijos o nietos de migrantes. Su experiencia en el campo o la que sus familias les habrían transmitido se reflejan en esa actitud andariega, en ese caminar sin zapatos que no solo deberíamos interpretar como un signo de pobreza material, sino también como resabios de una cultura campesina… destinada a morir, y atrapada en las expectativas que despertaba la vida citadina.
Las fotografías de los niños y de la pobreza del Chile de los ’50 que Larrain nos deja, a nuestro juicio, dan cuenta de su interés por documentar, por dejar hablar a quienes son retratados. Su mirada es la de un observador sorprendido, involucrado, que retrató también su admiración por quienes lidiaban con la carencia y la soledad cotidianamente, y que invitan a despojarse de la mirada lastimera que predominaba en los discursos y aproximaciones a la pobreza de la época para reemplazarla por una mirada empática, y que se/nos interroga por las causas profundas de un estado injusto y recreado por la voluntad humana, no por la divina. Las imágenes de Larrain parecen decirnos que hay una oportunidad: si la pobreza es consecuencia de la acción de la humanidad, también ella puede contribuir a erradicarla.
Adriana Valdés
13 mayo, 2014 @ 17:19
Da gusto leer esto sobre la exposición. Es como una conversación inteligente que ilumina, sugiere, complementa lo visto. Gracias.
Los acertijos dificiles
22 octubre, 2018 @ 20:26
Un pastor le dice a otro pastor: ¿qué te parece si me das una oveja tuya? Así tendremos la misma cantidad de ovejas.
El otro pastor responde: mejor dame tu una de las tuyas, y así yo tendré el doble de ovejas que tú.
¿Sabrías decir cuántas ovejas tiene cada pastor?