Autorretrato de memoria (Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2005), se titula el libro más reciente de Gonzalo Millán, y en ese título se cifran ya varias de las tensiones que arman el libro, tal vez uno de los mejores que su autor ha escrito. La palabra “autorretrato” remite obviamente al ámbito de las imágenes, a una tradición dentro de la historia de la pintura, y podría decirse que el libro entero explora el hueco que se arma necesariamente entre la letra y las imágenes ausentes, descritas, evocadas verbalmente, así como el hueco entre el “sí mismo” que implica ese “auto” (signo de una coincidencia entre ejecutante y objeto representado) y el traer hacia lo visible que implica un retrato (si recordamos su etimología, que lo emparenta con las ideas de tirar, sacar, atraer, extraer, con un prefijo “re” que intensifica la acción).
La otra mitad del título, “de memoria”, alude a una obra ejecutada sin tener el modelo a la vista, sólo recordándolo, pero podría también leerse, forzándola un poco, como una indicación respecto a qué es lo que se retrata: la memoria no es sólo el instrumento gracias al cual puede ejecutarse el retrato sino también su objeto, lo retratado (si lo pensamos un poco, en todo dibujo ejecutado de memoria lo que retratamos no es un objeto o una persona sino nuestro recuerdo de ellos, pues nunca coinciden del todo el mirar y el trazar en la tela; casi podría decirse que esto es cierto incluso de una obra ejecutada con el modelo presente, al fin y al cabo, ¿qué es la percepción sino una memoria más fresca, más reciente, huellas recién impresas en el negativo de nuestro cerebro?). Esta intensa relación del libro con lo recordado apunta también a uno de los rasgos más frecuentemente comentados por los estudiosos del retrato (y de la pintura en general): ejecutado originalmente como forma de recuerdo, como conmemoración, el retrato en su inmovilidad anticipa también la muerte, nuestra propia inmovilidad, la pone en escena a la vez que la conjura y que aparenta que su efecto borrador no obrará completamente, que algo de nosotros quedará.
“Todo pintor se pinta a sí mismo”, reza el primer epígrafe del libro, citando una frase originalmente italiana atribuida a Cosme de Medicis (“Ogni pittore dipinge sè”), pero Millán sabe bien lo problemático, escurridizo y lábil que es ese “sè”, sabe que la escritura con la que lo arma y presenta lo oculta y en última instancia lo hace desaparecer a la vez que lo traza y retrata. Tal vez es con eso que tiene que ver el gesto del primer poema, “Con anteojos oscuros”, que funciona como una suerte de cortina de humo (los lentes ahumados), y que nos “muestra” a alguien de quien se habla en tercera persona con los siguientes rasgos:
Disimula una lucidez dudosa
Bajo los lentes ahumados.
Es perito en el asco y la fatiga.
Despierta de un largo sueño
Donde rara vez fue dios
Y ahora cuenta sus recuerdos,
Las limosnas de la memoria
Como un avaricioso mendigo. (15)
Este texto me recuerda una de las anotaciones de Barthes en sus Figuras del discurso amoroso, el enamorado que oculta sus ojos enrojecidos por las lágrimas tras lentes oscuros, no porque quiera que el otro ignore que ha llorado, sino como manera de decirle: “He llorado, pero te lo oculto”. Esa “lucidez dudosa” que se disimula tras los lentes es la que se ejerce todo el tiempo a lo largo del libro, una lucidez que duda de sí misma, una mirada que se entrena en contemplar imágenes sin estar cierta de si son confiables, una mirada que se sabe a sí misma fingida, teatral, en la medida en que se ejecuta con miras a su exposición a las miradas de otros, los lectores:
Detrás de la luna oval tengo
La visión parcial de una cámara fija.
Veo pasar a mis primeros padres
Como cortados fragmentos de una tira
Cómica dentro del mueble catedralicio. (17)
Está cámara fija con visión parcial podría aproximarse a la fotografía, a la que se hacen numerosas referencias a lo largo del libro, con el desvanecimiento del papel en que se imprime como destino final (“La imagen que se desvanece con los años / Va regresando a su negativo”, 29), y con el proceso de revelado como oscuro intermediario entre el momento en que se captura la imagen y el momento en que aparece frente a nuestros ojos (y podría entenderse este proceso como analógico al de la escritura y del recuerdo). Pero las visiones que pueblan el libro tienen mucho también del mundo de los cines que un magnífico poema evoca (“Autorretrato a la salida del cine Recoleta”), y que a su vez se emparenta con los sueños y las pesadillas:
Me gustaban las cintas de guerra, el circo romano, las matanzas y
masacres indiscriminadas.
Era un admirador de Atila y Gengis Khan. (…)
Me gustaban más los hampones que Fred Astaire o Gene Nelly.
Mi historieta preferida era Plasticman.
Soñaba por la mañana que era el Hombre Invisible y por la tarde que era Robinson Crusoe.
Jugando a los piratas temía a los caníbales y leprosos de los mares del Sur.
En mis pesadillas moría estrangulado por los seguidores de la diosa Kali.
(Afuera todavía corrían entre los adoquines los rieles de los tranvías) (24)
Esta cámara oscura donde se revelan las imágenes que forman el retrato que Millán compone de sí mismo y sus recuerdos tiene mucho también de cripta o animita, de oscura habitación donde se vela a un muerto, o mejor, a varios, a los que se han ido, y ahí la memoria se funde con su exacto opuesto, el olvido, pues estas imágenes se están borrando a ojos vistas, están desapareciendo:
El tiempo ha subrayado las sombras
Del pelo azul y las ropas del tordo
Y blanqueado la cara del muchacho
Cegado por el fogonazo de la muerte.
La imagen que se desvanece con los años
Va regresando a su negativo.(29)
Y, por supuesto, no es sólo la imagen la que desaparece. Lejos de conjurarla, ella presente un espejo que anticipa nuestra propia desaparición, funciona como vanitas, memento mori, esos géneros barrocos que nos presentan al mismo tiempo el esplendor de lo sensible y su siempre inminente ruina en manos del tiempo. Barroca es también la indeterminación entre sueño y vigilia con la que concluye el libro, una indeterminación que contamina a todas las imágenes que la preceden al recordarnos la proximidad entre la percepción, la memoria y el sueño:
Ya no sé detrás de quién avanzo
Como un paralizado peregrino.
No sé si voy o vuelvo de Santiago.
No sé si alguna vez estuve en Tierra Santa
O lo soñé de rodillas. (44)
Paralizado como el peregrino está Millán fotografiado en la portada de este libro de poemas, mirando al lector con el ceño fruncido, uno de sus hombros confundido con el fondo oscuro del que surge, la mirada fija en un punto que no llega a coincidir exactamente con los ojos de quien toma el libro antes de abrirlo. No es, sin embargo, en la portada de este libro que Millán aparece, ese es sólo un fantasma, es entre las líneas y las letras del texto que su nombre se dibuja, que se traza su figura: como el monje Rufino en la imagen que acompaña esta reseña, vemos ahí al autor de la caligrafía ocupado escribiendo, pintando, un pincel en mano, a la vez su imagen y su nombre.