Hoy, George Somerville, alumno y tesista del Magíster en Estudios de la Imagen de la UAH, reseña y registra fotográficamente la exposición “Raúl Ruiz: el ojo que miente“, curada por Francisca García y Érik Bullot, y actualmente abierta a público en el Museo Salvador Allende: ”Podríamos decir, no obstante, que los objetos y artefactos que encontramos en estas instalaciones no sorprenden necesariamente por su extravagancia. El mundo de Ruiz es un mundo de objetos cotidianos, de uso diario: escritorios, espejos, vasos de vidrio, relojes, televisores, cuadros, etc. Pero es ahí donde se cifra una de las paradojas que plantea esta poética que busca ‘hacer hablar al espacio‘: lo misterioso, lo espectral, no está en esos objetos que visiblemente se ven más raros, sino en aquellos que parecen los más normales”.
Uno de los aspectos distintivos de la poética cinematográfica de Raúl Ruiz es el hecho de que los objetos sean presentados como personajes secundarios, o incluso a veces como protagonistas. Mediante una serie de desplazamientos, combinaciones y juegos ópticos, estos se transfiguran y parecen revelar de pronto perspectivas simbólicas inesperadas, que nos invitan a imaginar múltiples asociaciones en la imagen. Sobre este asunto, en el libro La naturaleza ama ocultarse. El cine chileno de Raúl Ruiz (1962-1975), Sergio Navarro constata que, a través de una alteración del espacio, Ruiz descubre en el cine la posibilidad de «escribir» con los objetos (p. 100), componiendo un lenguaje visual que, a la manera de un espejo deformante, hace aparecer otra versión de la realidad cotidiana.
Esta fascinación de Ruiz por los modos en que los objetos pueden expresarse y componer una dramaturgia lo llevó en los años noventa a experimentar en los territorios fronterizos del cine y el teatro, pues para el cineasta, «hacer hablar a un espacio plantea un problema teatral y cinematográfico al mismo tiempo»[1]. Fruto de esta indagatoria fue la presentación itinerante de al menos cuatro instalaciones multimediales en diferentes espacios artísticos de Europa y EEUU. Según Ruiz, con ellas se puede llegar «a comprender al cine teatralmente y al teatro cinematográficamente»[2].
A partir de una serie de materialidades originales y transpuestas, documentos de archivo, entrevistas y fotografías, la exposición El ojo que miente —que por estos días se presenta en el MSSA— reconstruye parcialmente tres de estas instalaciones que nos permiten experimentar con el espacio, la ficción, y los confusos límites entre ser espectador y personaje. Cabe mencionar que este arqueológico trabajo curatorial fue llevado a cabo por la académica Francisca García y el cineasta Érik Bullot, que desde los últimos años han contribuido enormemente a recuperar esta faceta más bien desconocida del cineasta.
En este pequeño mundo de decorados y simulaciones, de vestigios y pistas, la primera instalación que captura nuestros ojos, y también nuestro olfato, se titula Lindo gesto, y fue presentada originalmente en el festival de Avignon, en 1993. Aquí los distintos objetos parecen transmitir sensaciones ligadas al viaje, el exotismo, lo fantasmagórico y la muerte: un almacén colonial con distintos frascos y recipientes de especias culinarias cuyos aromas se esparcen en el ambiente, nos recibe a la entrada. Vemos naranjas desparramadas en el suelo, canastos de madera, y unos asientos cubiertos con telas blancas. A un costado, una especie de habitación abierta contiene tres antiguas camas de hospital, cada una semicerrada por sus respectivos mosquiteros. Los zapatos de los pacientes yacen tirados y abandonados.
Originalmente, según sabemos por las fotografías de archivo, una linterna mágica proyectaba en las paredes las siluetas de las almas difuntas que, suponemos, han quedado ligadas a esos mundanos objetos. La instalación se completaba con un patio de tumbas, de las cuales se escuchaban voces que dialogaban entre sí. ¿Sobre qué temas habrían conversado esos difuntos? Quizás se contaban chistes, o cuentos. No lo sabemos, puesto que no hay un registro audiovisual de ello, sólo quedan fotografías. Pero nos resulta inevitable imaginar esa situación cargada de la ironía típicamente ruiziana.
El paseo visual nos lleva luego a la instalación Todos los males del mundo, montada primero en 1992 con el nombre 139 Usted está aquí,y luego en 1996, con el actual nombre. Se trata de una iglesia transformada en una sala de cine que proyecta la imagen de un sacerdote haciendo gestos con una manzana en la boca. El film se interrumpe para revelarnos una pintura trazada directamente sobre el lienzo de la proyección, un retrato de Rogier van der Wyden, que representa una alegoría de la mirada omnipresente de Dios. A cada lado hay confesionarios iluminados que nos permiten mirar voyerísticamente a través de rendijas con formas de cruz.
En estos cubículos vemos que adentro hay una habitación, y que cada objeto nos transmite alguna pista de la persona ausente: un reloj que marca las 2:52 am, un televisor encendido sin señal, una máquina de escribir, ropa colgada, cuadros de familiares, el diario El Mercurio entreabierto, etc. Una de las dos habitaciones exhibe una mujer proyectada en la cama que, entre el insomnio y la pesadilla, es incapaz de descansar. La inquietud de la persona hace eco del pensamiento 132 de Pascal que precisamente tematiza la instalación: «Todos los males del hombre provienen de una sola cosa: no ser capaces de estar solos en una pieza».
El tedio y el aburrimiento, en particular, son cuestiones que Raúl Ruiz aborda en el primer capítulo de sus Poéticas del cine, a propósito de su teoría del conflicto central. Allí comenta que en el siglo IV, los padres de la iglesia asociaron estos sentimientos bajo el nombre de tristitia, un antiguo octavo pecado capital que asaltaba a monjes solitarios, cuyas horas de meditación eran interrumpidas al mediodía, en el momento de mayor luz, por las ganas de estar en cualquier otra parte en vez de su celda.
La tercera instalación, La expulsión de los Moros (1990-1991), se inspira en un misterioso cuadro del mismo nombre pintado por Diego Velázquez, en 1627, que se extravió después de un incendio y que no dejó ninguna copia. Ruiz, leyendo algunos de los ensayos de Klossowski sobre cuadros vivientes (Tableau vivant), tuvo la idea de reconstruir esta pintura de una forma tridimensional. Sin embargo, la estrategia de representación empleada por el cineasta no intenta recomponer visualmente lo que pudo haber sido la pintura original. Más bien, aprovecha el tema de la misma para ahondar de un modo alegórico en la historia de España y en el drama del exilio, cuestión que por cierto atañe directamente la experiencia personal de Ruiz.
Al entrar en esta sala, lo primero que impacta son los tres cuerpos cubiertos de negro colgados bocabajo, que invitan a pensar en los moros condenados, pero también en los torturados políticos chilenos durante el régimen militar. A través de una maqueta dispuesta al centro y las documentaciones visuales que la acompañan, podemos vislumbrar el mundo polifónico de esta instalación: la escenografía original sobreponía distintas épocas, en donde cada sala llevaba a otra y tenía el nombre de una alegoría: alegoría del sueño, de la memoria, de la melancolía y de la esperanza. Podemos notar que una estaba compuesta por grandes pilares que tenían cuerdas amarradas entre sí, otra por espejos y cuadros en movimiento de reyes españoles y paisajes naturales. Había también una habitación invertida que buscaba, mediante un juego de perspectivas, hacer sentir al espectador como «una mosca caminando por el techo en verano».
Podríamos decir, no obstante, que los objetos y artefactos que encontramos en estas instalaciones no sorprenden necesariamente por su extravagancia. El mundo de Ruiz es un mundo de objetos cotidianos, de uso diario: escritorios, espejos, vasos de vidrio, relojes, televisores, cuadros, etc. Pero es ahí donde se cifra una de las paradojas que plantea esta poética que busca «hacer hablar al espacio»: lo misterioso, lo espectral, no está en esos objetos que visiblemente se ven más raros, sino en aquellos que parecen los más normales, ya que son justamente estos los que mejor se esconden, los que poseen el arte del disfraz. Y el ojo humano no deja de ser cómplice en toda esta conspiración, puesto que como decía ese viejo dicho que le gustaba citar al cineasta: si hay algo que le gusta al ojo es precisamente ser engañado.
[1] Entrevista aparecida en diario La Epoca, abr. 19, 1990, p. 33
[2] Ibid.