Hoy publicamos una detallada reseña, escrita por Juan Eduardo Zúñiga, Magister en Historia del Arte, de la Universidad Adolfo Ibáñez, sobre el libro La herencia colonial en el Chile republicano. Esculturas en madera policromada producidas en la zona centro-sur de Chile (siglos XVIII-XX), editado por la curadora del Museo de Artes de la Universidad de Los Andes, Marisol Richter.
Hacia el año 2011, el Museo de Artes de la Universidad de Los Andes recibió una donación de un conjunto de pequeñas esculturas talladas en madera que representan a figuras sagradas. Estas piezas conforman la colección Holtz-Kähni y son el objeto de estudio de la publicación que ha editado la curadora del museo, Marisol Richter, bajo el título La herencia colonial en el Chile republicano. Esculturas en madera policromada producidas en la zona centro-sur de Chile (siglos XVIII-XX). El volumen despunta con un texto escrito por Gauvin Alexander Bailey, académico de la Queen’s University, que opera como una suerte de prólogo de los textos escritos por cinco historiadores del arte nacionales que contribuyen, desde distintas perspectivas, a ampliar el escaso conocimiento disponible sobre este conjunto de cincuenta y cinco imágenes religiosas populares.
Quisiera comenzar valorando el carácter ampliado del marco de los estudios que presenta esta publicación. Si bien el acervo Holtz-Kähni es el punto de partida de esta investigación, sus consideraciones van más allá de este conjunto y convocan referencias hacia objetos similares. De esta forma, las especificidades de estas esculturas de madera policromada se vislumbran a la luz de los posibles puntos de contacto y diferencias que presentan en relación con otras producciones americanas y europeas.
El texto escrito por Fernando Guzmán, “Imágenes religiosas populares, el caso de Chile”, resulta tremendamente oportuno en su ubicación al comienzo del libro, pues justamente se encarga de abrir la reflexión sobre estas producciones a partir de un análisis conceptual de la noción de popular “para identificar con precisión lo que se está diciendo de las esculturas o pinturas religiosas que reciben esta adjetivación” (p. 44). El autor señala que dicha calificación no estaría cifrada en una dimensión de popularidad (no en su sentido de masividad) ni tampoco en una supuesta capacidad de evocar las costumbres del entorno que acogió a estos objetos. Su condición de popular se vincularía en menor medida con “la periferia social a la que habrían pertenecido sus talladores o pintores” (p. 45), y en mayor medida con su inadecuación a las reglas del arte occidental. No obstante, su incapacidad de seguir las pautas de una práctica artística hegemónica se explicaría más bien porque la formulación visual y material de la imaginería popular responde a las necesidades propias de su comunidad.
El siguiente texto, titulado “La imaginería popular, de lo presencial a lo invisible en el Chile del siglo XIX y XX”, corresponde a la intervención de Juan Manuel Martínez, quien se dedica a evaluar la fortuna crítica de la imaginería popular al interior de la historiografía del arte chileno. Para tal efecto, el investigador nos sitúa en un punto de inflexión en la primera mitad del siglo diecinueve, específicamente en la perspectiva del intelectual liberal José Victorino Lastarria, conocido por su condena a la herencia que la monarquía hispánica había instalado en el país y la imperiosa necesidad de borrarla. En el contexto de aquella sensibilidad ilustrada, el arte colonial constituía una expresión anacrónica y pobre. Hacia 1873, Vicuña Mackenna trataba de reincorporar la cultura material del ámbito colonial por medio de su célebre Exposición del Coloniaje. No obstante, su inscripción ocurrió en la esfera de “lo histórico y no de las bellas artes” (p. 60). El investigador señala que a partir del siglo XX, la recepción de la imaginería popular adquirió una nueva valorización, de la mano del auge de exposiciones en museos (hecho relevante para la legitimación artística de estos objetos), publicaciones especializadas y encuentros académicos. Aunque en este incipiente prestigio incidió la fama de la santería popular de Chiloé, lo cierto es que en la actualidad “estas imágenes nos entregan una valiosa información (…) a la vez que dan cuenta de una historia visual, a través de sus planos técnicos, estilísticos e iconográficos” (pp. 68-69).
El texto escrito por Josefina Schenke resulta ser el más singular del conjunto debido al empleo de la metodología comparada para el estudio de las obras y porque constituye, quizás sin pretenderlo, una lección sobre las posibilidades que el ejercicio de análisis visual reporta para la labor del historiador del arte. La estrategia de observar detalladamente el conjunto de esculturas populares, prestando atención a sus particularidades morfológicas e iconográficas, para sistematizar sus funciones, estilos y técnicas compositivas, le permitió a la investigadora obtener importantes conclusiones, las que por cierto, fortalecen las consideraciones expresadas en los textos anteriores y otorgan cohesión al conocimiento que actualiza esta investigación. Dentro de ellas destacan dos, la primera, que el conjunto escultórico reclama “un origen geográfico unitario” distante de “la producción quiteña y chilota”, y más cercana, en cambio, a la creación de la zona “comprendida entre los ríos Maule y Biobío” (pp. 82-83). La segunda conclusión, proyectada a partir de las distinciones del conjunto, apunta a que “no se trata de una producción del tipo <<industrial>> o <<mecanizada>> sino de rango local para satisfacer “la demanda por imágenes domésticas destinadas a espacios privados o altares portátiles” (p. 83).
A diferencia de los textos que le anteceden, en los que la mirada analítica se concentra en torno al estudio de los objetos de la imaginería popular, en el artículo escrito por Marisol Richter dicha mirada se desplaza hacia el universo de los artífices de la imaginería popular, y especialmente, al papel del dibujo como instrumento de formación del oficio. La investigadora fija su análisis hacia la mitad del siglo, contexto de transición entre el mundo colonial y el fortalecimiento de la identidad republicana del país. En aquel horizonte, en el que las academias artísticas recién se instalaban en el país, la producción de imaginería popular procedía de artífices especializados, como los sacerdotes jesuitas, o bien de mueblistas, zapateros y carpinteros formados como artesanos a partir de las clases de dibujo impartidas en las Escuelas Nocturnas, instituciones de carácter religioso, como es el caso de la Cofradía del Santo Sepulcro, y, con el paso del tiempo, en academias especializadas. No hay que olvidar que para entonces, la enseñanza del dibujo, tal como recuerda Richter, “fue considerada esencial para alcanzar el progreso técnico al que el país aspiraba, surgida dentro de un <<discurso civilizatorio >> y un ideario ilustrado” (p. 106).
Un aspecto en extremo valioso del artículo consiste en su fuerte aproximación a fuentes primarias y secundarias, que permitió la recuperación de instancias de exhibición y premiación de objetos escultóricos entre 1846 y 1856. La sistematización de esa información permitió sacar del olvido a un importante conjunto de artistas y artesanos que produjeron imaginería popular de signo religioso. Pero también aquellos datos revelaron un cambio fundamental en la historia de las técnicas artísticas del periodo, a saber, “un tránsito del tallado en madera al vaciado en yeso y cincelado en mármol” (p.109). Esta circunstancia de rango técnico y matérico revela la trasformación que experimentó la sensibilidad de la segunda mitad del siglo diecinueve a partir de la importación de un modelo académico de orientación neoclásica para el desarrollo del arte chileno.
El último texto del volumen corresponde al de Patricia Herrera, y justamente se encarga de ahondar en el diagrama que Richter bosquejó en su artículo, es decir, el lugar de la escultura en madera de impronta colonial en el contexto de la instalación de un sistema artístico neoclásico, moderno e ilustrado. La hipótesis de Herrera objeta la relación de ruptura que la historiografía tradicional del arte chileno ha trazado entre la sucesión del arte colonial y el republicano. La autora sostiene que la relación entre estos dos ámbitos estéticos correspondió en realidad a “un proceso de cambio un tanto más paulatino y complejo” (p.113). Al respecto, Herrera trae a colación los casos del funcionamiento en paralelo de talleres quiteños y espacios de formación académica así como la producción de escultura ya sea en madera o en mármol, y cuya práctica pedagógica involucró a destacados artistas nacionales como José Miguel Blanco y Virginio Arias.
El análisis de los casos de ambos escultores fortalece la hipótesis de la convivencia simultánea entre las formas artísticas de la colonia y del arte neoclásico en el Chile decimonónico, incluso más, demuestra la existencia de una conciencia crítica ante la desvalorización de la cultura colonial. En cuanto a Blanco, el artista no solo reconocía su formación en un taller quiteño sino que defendió, desde el cincel y la pluma, al arte colonial y su dimensión patrimonial ante la amenaza de su desaparición y destrucción por parte de las elites del periodo, tan interesadas en la instalación de las sensibilidades neoclásica y romántica. Aun cuando la extensión del análisis del quehacer de Arias es inexplicablemente más breve con relación al de Blanco, su historia formativa y profesional revela igualmente una participación sincrónica tanto en el ámbito del arte virreinal como en el de inspiración académica. De esta manera, Herrera desmonta el supuesto historiográfico de la relación de ruptura entre dichos sistemas artísticos a favor de una transición compleja y demorada.
La herencia colonial en el Chile republicano… despliega en sus últimas páginas el catálogo del acervo Holtz-Kähni. Las olvidadas esculturas de imaginería religiosa y popular se presentan, luego de una intensa bocanada de conocimiento crítico y actualizado, en una secuencia de fotografías preciosamente ejecutadas y dispuestas al interior de este libro, que resulta elogiable por muchas razones. En primer lugar, porque subsana la marginación de estos objetos en el relato del arte chileno y posibilita su historización a partir de una investigación que releva las continuidades, supervivencias y tránsitos de estas obras producidas a lo largo de los universos colonial y republicano. En segundo lugar, por su capacidad de convocar a diversos especialistas que iluminan distintas dimensiones de este conjunto artístico, situación que enriquece su estudio y, además, da cumplimiento a la labor fundamentalmente investigativa de un museo universitario. En este sentido, este libro se sitúa en la estela de recientes experiencias colaborativas en torno al estudio de colecciones y la importancia de su difusión. Finalmente, porque hace eco de una perspectiva disciplinar de la historia del arte que incita a disponer las obras y las imágenes en un diálogo visual y cultural de mayor alcance espacial y temporal en el que se manifiestan por igual las afinidades y las especificidades.
Imagen de portada: https://www.uandes.cl/noticias/la-herencia-colonial-en-el-chile-republicano-de-marisol-richter/