Juan Casassus, filósofo de formación con estudios en sociología, fue recluido en la Escuela Militar en octubre de 1974, trasladado enseguida a Cuatro Álamos y luego enviado al campo de concentración de Melinka, en Puchuncaví, hasta 1975. Camino en la oscuridad es el testimonio de esta experiencia, pero se trata, sobre todo, de una autoinvestigación fenomenológica acerca de cómo nuestro mecanismo psíquico —lleno de trampas, pero también de amplias posibilidades— elabora los hechos atroces para darles sentido y hacer tolerable el dolor. Esta investigación se realiza bajo el convencimiento de que no somos por definición seres racionales, sino fundamentalmente emocionales, simbólicos de nuestra emocionalidad, y que el pensamiento moderno nos ha escindido y despojado de unas facultades indispensables para desarrollarnos de manera íntegra. La gravedad del asunto es que sólo estas herramientas emocionales nos permiten sobrevivir a circunstancias extremas como las vividas por Casassus y el resto de los torturados por los organismos de inteligencia de la dictadura, adiestrados para realizar sistemáticamente esa labor.
La tortura, apunta el autor, tiene el fin deliberado, científico, de desorganizar las estructuras psíquicas para que se vuelvan accesibles al victimario y así poder acceder a la información que requiere. Es aquí cuando aparecen los recursos más o menos automáticos, llenos de contenidos socialmente determinados, con que la psiquis reacciona frente al sufrimiento extremo. La formación católica de Casassus lo lleva, primero, a refugiarse en la figura del mártir bajo la cual el dolor adquiere un sentido trascendente. También tiene la tentación de sostenerse en su superioridad moral e intelectual. Finalmente, ve cómo “la cultura internalizada”, la ideología, le presenta como escudo la figura del macho impenetrable. Casassus logra escapar a estas formas de autorrepresentación y prueba otras vías para enfrentarse al sufrimiento. Tenemos varias personalidades, piensa, si se quiebra una podemos elaborar otra, hay que separarse del yo corporal, no identificarse con él, desidentificarse. Pero el pensamiento —gracias al cual ha llegado a estas conclusiones— presenta otro obstáculo: acrecienta el dolor; la razón forma parte de un yo que en tales casos se vuelve un enemigo.
Lo importante, sin embargo, es que la experiencia abandonada a la pura sensación “directa”, a una supuesta espontaneidad que nos permitiría acceder de manera inmediata a la vivencia, ha quedado al descubierto como todo lo contrario: el ámbito desprotegido donde se afinca la ideología. Si no es la reflexión la que se apropia de la experiencia extrema, ahí estarán esperando los buitres del sentido común para lanzarse al menor descuido. Estos instalan un grueso muro acolchado entre el sujeto y su percepción, para homogeneizar con sus edulcorantes placebos el ámbito heterogéneo de lo vivido. Casassus comprende que los victimarios son “víctimas” de tales buitres ideológicos: lejos de la reflexión, se revisten como defensores de la patria y del bien común, para lo cual ningún horror es excesivo. Esta forma mecánica de pensamiento es el reverso de lo humano. La inconsciencia, dice el autor, nos deshumaniza, en la medida en que tal actitud da por descontada la vida como algo gratuito, cotidiano y banal, cuyo sentido (heroico, trágico, etc.) está dado de antemano.
Es precisamente la actuación de los torturadores la que despierta en Casassus las reflexiones en torno a la posibilidad de escapar o no a tales determinaciones ideológicas. Sabe que sus torturadores son el átomo de un discurso mayor que se instaló en Chile a principio de los setenta, con el boicot a la Unidad Popular por parte de EE.UU. para defender su hegemonía económica; sabe que el golpe y la dictadura pertenecen a un capítulo de la Guerra Fría y que la oligarquía chilena, Pinochet y los militares fueron dirigidos por esa fuerza no menos internacional que el internacional marxismo contra el que decían proteger a Chile. La tortura a un cierto individuo, en este caso Casassus, era, por así decir, el mínimo significante de la rabia cósmica de EE.UU. y la oligarquía chilena al ver su estatus amenazado por el gobierno de Allende.
Las experiencias del dolor y de la cercanía de la muerte propician otras reflexiones en medio de las cuales emerge sin distractores el valor de la vida por sí misma y no en virtud del pensamiento instrumental. En este contexto y con la base de las reflexiones filosóficas posmodernas en torno al yo —como la internalización de un constructo eminentemente lingüístico— Casassus corrobora los enormes límites que la racionalidad occidental impone a nuestras dimensiones emotivas y a nuestro modo de relacionarnos y conocer a los otros. Una de sus sorprendentes conclusiones (en la estela de Nietzsche, Lacan y Derrida) es que, en realidad, no somos un yo, una mónada aislada que luego se relaciona (o no) con otros yo. Por el contrario, somos justamente aquella relación con los otros; y este “respecto” es una instancia fundante, constitutiva y no posterior o secundaria. El yo es un efecto social disfrazado de la causa de ésta, así como la vida privada es una consecuencia de la vida pública, y no al revés.
Uno de los aspectos paradójicos de este libro es que, por una parte, Casassus insiste en poner de relieve las limitaciones de la racionalidad occidental y nos llama a vivir en la dimensión primaria de la experiencia y no en los conceptos. Pero, por otra parte, él mismo ha evidenciado que ese camino “espontáneo” y “primario” no lo es tanto, puesto que es justamente ahí donde se afinca la ideología. Además, recomienda tal cosa —dejar la mediación de los conceptos— por medio de su escritura, que es una elaboración reflexiva posterior a los hechos, la cual fue posible gracias a la racionalización y conceptualización de lo vivido. Camino en la oscuridad, me parece, es más bien una muestra de que lo que llamamos experiencia es realmente aprehensible para nosotros sólo en la instancia reflexiva. Nuestra única balanza es el lenguaje y sólo en su interior sin poros puede medirse el valor de lo acontecido, lo que no implica negar lo que es exterior al sujeto. Tal tensión de ideas se produce por la diversidad de fuentes de las que bebe Casassus, las que, en ocasiones, en su trasfondo político, se encuentran en profundo desacuerdo. Lo mismo sucede entre sus comentarios sobre la deliberada orquestación de la dictadura, sobre sus métodos científicos de violencia, y las reflexiones finales, cuando descubre que la aceptación de lo acontecido lo libera del odio, puesto que los torturadores dejan de ser culpables si se comprende que seguían las pautas del destino. Estos son los problemas de un eclecticismo demasiado amplio. Se trata, por cierto, de un roce discursivo y no de un prurito de mala fe por parte del autor.
Casassus, sin embargo, como buen humanista de formación, es perspicaz y cuidadoso y, a pesar de sus referencias a un misticismo que se ha hecho bastante dudoso —la luz negra, la escucha del silencio, etc.—, no cae en la apología de la embriagante experiencia límite o en exaltados irracionalismos. Como se ha dicho, casi siempre tiene en vistas el doblez ideológico de sus propias reflexiones, que además se alimentan de una larga tradición de pensamiento. Tal respaldo filosófico se encuentra incorporado con fluidez al ritmo de la voz autoral y las fuentes sólo se aclaran en la bibliografía, lo que le otorga al relato un tono íntimo y convincente. Es a través de esta prosa sencilla, explicativa, accesible, que el testimonio reflexivo de Juan Casassus se acerca —reconfigurándolas según su propia experiencia— a las órbitas del estoicismo, de Nietzsche, de Heidegger, y a otras de cuño oriental. Principalmente, en sus enfoques hacia el problema del dolor (cómo soportarlo, cómo aceptarlo, cómo suspenderlo, si cabe); y, por supuesto, hacia el de la muerte (la paradoja de pensarla como una experiencia, cuando se trata, precisamente, de la anulación del sujeto que experimenta).
Camino en la oscuridad, siguiendo la larga tradición del género ensayístico, es un texto fragmentario, que en cada una de sus partes se detiene en algún aspecto de la experiencia de la tortura y cuyo eje central, implícito a veces, pero permanente, gira en torno al yo, en tanto construcción histórica eminentemente moderna. Sobre todo se refiere a cómo esa manera de comprendernos ha dejado por fuera gran parte de lo que en realidad nos constituye; las dimensiones emocionales que nos permitirían asumir fecundamente el dolor y la inminencia de la muerte, y transformarlos en instancias enriquecedoras para la vida.