Esbozar un retrato de Charles Bukowski, parece ser tan fácil que llega a ser difícil, pues su imagen – una cara esculpida por el acné y décadas de alcoholismo – se ha transformado en el arquetipo del escritor maldito, borracho y exitoso, que se caga en la academia y en las convenciones, y también porque él mismo ha expuesto detalladamente largos pasajes de su biografía en más de cincuenta volúmenes de poesía y prosa. Gracias a las contratapas de sus libros sabemos que, en 1922, a los dos años de edad, se mudó con su familia desde su natal Andernach a Los Angeles, Estados Unidos, ciudad que sería su “patria” adoptiva, y el escenario donde desplegaría su visceral visión poética. Hijo de padre americano y madre alemana, la única herencia que recibiría de sus progenitores sería la experiencia del dolor – tal vez el más preciado capital para un escritor como Bukowski –: “Mi padre fue un gran profesor de literatura: me enseñó el significado del dolor, el dolor sin razón”. Acostumbrado a las palizas paternas, Bukowski fue un niño que desde pequeño se sintió como “un extranjero”, un outsider. Su desfigurado rostro – la fuente literal de su temprana alienación – sólo le servía para sentirse un aliado de los “perdidos y los idiotas”, los únicos que aceptarían ser sus amigos a lo largo de su vida: vagabundos, borrachines de poca monta, prostitutas, gordas caseras, personajes que pululan por la más miserable de las capas sociales de una sociedad que intenta barrer con su basura, sea del color que ésta sea (“white trash” o “niggers”). Como una más de estas figuras, desposeídas de representatividad social, pero dotadas para él de un gran poderío poético como portavoces del fracaso del sueño americano, Bukowski se desempeñó en los más diversos oficios: lavaplatos, chofer y cargador de camiones, guardia, cuidador de bodegas, ascensorista, bencinero y cartero (el trabajo que más le duró: 11 años). Todas estas experiencias laborales fueron fuente esencial desde la que manaban sus ficciones y poemas. Aunque Bukowski escribe relatos y poemas desde los 15 años, recién en 1969 decide dedicarse por tiempo completo a la literatura y a beber (a pesar de que podría decirse que esta fue la única ocupación que realizó con meticuloso empeño durante toda su vida): “Tengo dos opciones: o me quedo en la oficina de correos y me vuelvo loco… o me dedico a ser escritor y me muero de hambre”.
Afortunadamente eligió la segunda opción, que no le prodigó muchos años de hambre y menos de sed, pues al poco tiempo publicó su primera novela, Cartero. La obra no fue muy bien recibida por la empingorotada y academicista crítica norteamericana, sin embargo comenzó a atraer la atención de la crítica europea, que quedó fascinada por la voluntad antiburguesa expuesta mediante un feroz hiperrealismo desplegada por vívidos cuadros de los bajos fondos. Pero en Bukowski la crudeza no es presentada de manera quejumbrosa, respirando resentimiento por la herida, sino con un humor crudo, con “wit”, una lucidez que es propia de las largas disquisiciones de los parroquianos en un bar, es el humor de quien se ríe de sí mismo porque su situación es tan miserable que sólo cabe reírse para escenificar de buena manera el patetismo en que se está sumergido. Escritos de un viejo indecente fue la primera novela que se publicó en Europa, el resto es ya parte de la historia: suculentos avances en dólares para seguir escribiendo (o seguir exhibiéndose, eyaculando monstruosidades y bebiendo y viviendo como un pendenciero en su mítico Volkswagen escarabajo, primero, y en su BMW negro, después), lecturas poéticas abarrotadas de jóvenes estudiantes de literatura, donde abundaban las jovencitas amantes de la poesía que querían darse una vuelta por el lado salvaje, y Bukowski feliz saciaba su sed de carne burguesa, como un viejo caníbal que ya no tiene fuerzas para cazar, y a quien se le entregan sus víctimas en bandeja.
Pero el dinero no hizo que el viejo Buk se aburguesara, sino todo lo contrario, sólo hizo que amplificara sus indecencias y soltara aún más su lengua. Al verse rodeado por los zánganos de siempre que profitaban de su talento, mientras iban con sus amigos a los clubes de golf y restaurantes de lujo, Bukowski le aplicó veneno de mayor gradación a su pluma y siguió viviendo con las mismas costumbres de siempre, bebiendo a cualquier hora del día, y acostándose con mujeres a quienes no recordaría al día siguiente. Incluso se dio el gusto de presentarse absolutamente borracho en la televisión francesa ante el célebre periodista literario Bernard Pivot. Sin embargo, al contrario de lo que podría pensarse dadas las disipadas costumbres de Bukowski, siguió siendo tan prolífico como en sus comienzos. La escritura – como si fuera uno más de sus viciosos hábitos – no lo abandonó nunca, pues siguió garabateando notas y papeles hasta el último de sus días, que fue el 9 de marzo de 1994.
Henry Chinaski, alter ego literario de Bukowski, le sobrevive a su creador, está vivo en el espíritu de cada uno de los que en nuestra adolescencia comenzamos a interesarnos en la literatura (¿o en la vida real proyectada desde la literartura? Cf. Stephen Dedalus) al leer sus poemas, novelas y cuentos. Bukowski fue nuestro paseo por el lado salvaje, un paseo vívido como una cicatriz en los nudillos o el ojo en tinta después de una pelea. Porque muchos queríamos ser escritores como Bukowski, para decir, como en su poema “Bostezo”: “la principal razón / por la que me convertí en escritor: / puedo escribir en cualquier momento / y dormir cuando se me antoje”. Porque todos sus lectores repetimos al unísono, con distintas voces, con análogas resacas ante un mundo que es cada vez más parecido al infierno que pintó Bukowski: “Chinaski, eres un gran tipo, un grandísimo hijo de puta”, y nos servimos una copa a su salud, evocando los brindis de Chinaski por LiPo y Henry Miller y Fante y Céline. Chinaski es la máscara de un ebrio inmortal que vomitó sobre la página en blanco. El olor a bilis y alcohol repatriado desde sus vísceras se puede respirar en cada una de sus páginas, en cada frase de la magnífica e imperfecta obra llena de fracturas de este gran poeta menor, que articuló un alcoholizado credo en la belleza, la misma a la que sentó en sus rodillas y violó sin piedad.