Hoy tenemos la suerte de poder publicar la presentación que hizo Soledad Bianchi para el lanzamiento de la última novela de Alejandra Costamagna, El sistema del tacto (Anagrama, 2019); libro, en realidad, asistemático, «recorrido por trenes que, en el presente, no van a ninguna parte, pero han dejado su huella, su marca, su olor a humo o a vapor de agua, han dejado “rieles de un tren que nunca aparece”, pero se sigue escuchando y sintiendo, fantasmal» entre sus líneas fragmentarias y atrevidas.
¿Pensarías, tú, que el título, El sistema del tacto, pertenece a una narración? Yo hubiera dicho que podía ser de un manual científico o de un método de orientación, por ejemplo, pero no nos equivoquemos: El sistema del tacto es el nombre de la última novela de Alejandra Costamagna, y si –habitualmente- creemos que científico es sinónimo de “objetivo”, en El sistema del tacto leemos lo contrario pues es un relato pleno de sentimientos, emociones, pasiones, cercanías y distancias (geográficas y humanas), finales, deterioros y derrumbes; un relato recorrido por trenes que, en el presente, no van a ninguna parte, pero han dejado su huella, su marca, su olor a humo o a vapor de agua, han dejado “rieles de un tren que nunca aparece”, pero se sigue escuchando y sintiendo, fantasmal, como un espejismo, como en ese síndrome tan perturbador del dolor mentiroso que persiste a una amputación.
¿Cómo separar el tacto del hecho de escribir? Es seguro que Alejandra escribió este texto en un silencioso computador y, algunas veces, quizá, a mano. El sistema del tacto está construido por fragmentos, muy distintos y de muy variadas extensiones, que ayudan a romper una linealidad. Hay en este relato, además, varias muestras de escritos y documentos y tipografías, y hay una acción importante: la escritura a máquina: unos dedos golpeando en las teclas de una máquina de escribir y el sonido (¿o el “ruido”?) del tecleo y de los tipos sobre el papel: sonido o ruido que regresa con frecuencia y llena los espacios y repiquetea en nuestros oídos. En una máquina de escribir, Agustín practica sus clases de dactilografía y es muy posible que ejercite con el “Sistema del Tacto”, considerado el mejor “porque el trabajo se distribuye sobre toda la mano”, a la vez que se escribe “sin mirar… el teclado” (p.111).
Estos “Ejercicios” dactilográficos aparecen reproducidos aquí, y van desde la simple repetición de palabras sueltas, de algunas “instrucciones para usar correctamente la máquina de escribir” hasta la copia de ciertos expedientes burocráticos. Y este repertorio se amplía – como indiqué – con otras escrituras y porque, junto a la referencia a los 15 o 20 cuadernos del estudiante de dactilografía, se acogen otros materiales: fotos; partes del “Manual del inmigrante italiano (1913)” y de la “Gran Enciclopedia del Mundo” en sus distintas ediciones y tomos; cartas (manuscritas y dactilografiadas; en italiano y en español); resúmenes de algunas novelas mencionadas, y capítulos de la narración propiamente tal. Salvo estos dos últimos, todos se encuentran en “una caja con las pertenencias de Nélida y Agustín.” (p.108), y al aludirse y al describir su contenido, ese capítulo se vuelve una suerte de cofre de sorpresas que, al abrirse en la lectura, resume y evidencia cuáles son algunos de los componentes de este libro (“puesta en abismo” se le ha designado a este reflejo). Y es Ania, “la chilenita”, la protagonista, quien descubre estos bienes ajenos en casa de sus parientes cuando, en representación de su padre, debe cruzar la Cordillera para estar presente en “la agonía” y en la muerte de su tío Agustín –“el último miembro de la tribu”, hijo de Nélida, quien había sido una excelente dactilógrafa y secretaria, antes de llegar a América, antes de llegar a la ciudad de Campana, en Argentina.
Campana es el lugar donde sucede la mayor parte de El sistema del tacto. Campana ya había aparecido, con esta denominación, en otras narraciones de Alejandra y, con esta denominación, existe y podemos encontrarla en los mapas de Argentina, a una distancia de 75 km al noreste de la ciudad de Buenos Aires, sobre la margen derecha del Río Paraná. Antes, en los escritos de Alejandra, “su” Campana se apellidó Retiro (con todas las connotaciones que esta palabra trae:Ciudadano en Retiro, se intitula su segunda novela, de 1998, y allí residía Adrián Figueras, el personaje principal).
Sabemos que hay muchas localidades literarias – existentes o imaginadas – que han quedado en la memoria, en nuestra memoria: ¿cómo desarraigarlas de sus inventores? (y creo saber que todos estamos pensando en Macondo), ¿cómo desarraigarlas de quienes las fundaron por segunda vez, con palabras y en el papel?, como Juan Rulfo que construyó “su” Comala, diferente de la misma, y similar, también, a esa Comala, ubicada en el estado de Colima, en México. Distinta y semejante es, claro, la Campana real de la Campana de la urbanista Costamagna, que la edifica y compone como en un palimpsesto en tres capas, por lo menos: la actual sobre la histórica, añadiendo, asimismo, los rasgos de la antigua Retiro.
Me gusta la osadía de esta escritora que se atreve a llamar con su nombre real un sitio que ella – y muchos de los suyos – conocen bien, erigiendo un espacio literario común y corriente, sin grandes atractivos ni tan atractivo, poco chispeante, nada glamoroso, casi decadente. Y fundarlo con estos rasgos (más o menos inventados) no es el único riesgo que toma la autora pues, además, se atreve a exteriorizar aspectos de su historia personal y familiar, escribiendo en esa línea movediza entre ficción y realidad; hurgando, y hasta sacando de la privacidad, archivos tan íntimos como fotos y cartas que, incorporados al relato, cambian su estatuto pues si existieron o fueron inventados no es, a mi modo de ver, la pregunta básica que, creo, se relaciona más con la coherencia del todo: totalmente conseguida, es indudable. De la misma manera, esta exposición (porque la autora se expone, mostrando sus papeles y, simultáneamente, ella se muestra al exponerlos); esta exposición – decía– se conecta con una cierta ambigüedad, que aparece desde muy temprano: “Que se va a morir, le dice el padre”, es el inicio del (no numerado) tercer capítulo, haciendo pensar que él dejará de existir cuando, en realidad, refiere a Agustín: “el último pariente de su corteza que queda vivo, su único primo…” (p.17). ¿Podría pensarse que El sistema del tacto es una autobiografía novelada?, ¿o sería mejor apuntar a una novela auto-biográfica? Y: ¿aportaría algo a nuestra comprensión literaria de esta narración utilizar alguna de estas etiquetas?
Y respecto a la construcción novelesca, me parece destacable la seguridad de la autora para decidirse a organizar la historia desde una tercera persona que lo sabe todo. Por lo demás, ésta tiene tal proximidad con Ania y Agustín, los dos personajes a través de los cuales se va armando el mundo del relato, que hay momentos en que cada uno parecería fundirse con esa voz-punto de vista. Y ésta hasta conoce los pensamientos de ellos. Esta forma – y fórmula – podría parecer anticuada y podría haber vuelto monótona la historia; no obstante, como señalé, este aparente sosiego se quiebra con la incorporación de elementos muy dispares que, como en un collage, dialogan, tensando los capítulos más narrativos.
Regreso a Campana: yo diría que entre esta pequeña ciudad y sus habitantes hay un lazo, un cordón, una cierta identificación, un modo de proyectarse de uno en otro: de los lugareños al territorio y viceversa, como en un rebote o un eco, y como no creo en un determinismo telúrico, considero difícil saber si sus modos de ser y de estar responden a su entorno o si éste obedece a la mirada y al hacer de los personajes. ¿Será porque el tedio y la ruina los embarga a ambos, a la vez?
Como dije a propósito del fin definitivo de Agustín, El sistema del tacto nos presenta y nos enfrenta a la desintegración de una familia, una familia argentina con ancestros de inmigrantes llegados desde Italia, y de la que nos enteramos a través de los recuerdos de Ania, una de las pocas jóvenes que todavía la componen, y cuya memoria rompe fronteras temporales, extendiéndose y abarcando mucho más allá de su nacimiento (en marzo de 1970, la misma fecha del primer cuaderno de ejercicios de Agustín, quien no sólo es actor fundamental sino que se constituye, como la joven, en otra de las fuentes del saber familiar y su difusión). Desarraigados son casi todos: desarraigada se siente ella, hasta en su hábitat habitual, en Chile; desarraigada, por otras razones, se siente en Campana, donde va desenrollando – y desarrollando – historias que, por lo general, poseen más incógnitas que soluciones. Como ella visitó Campana desde muy niña, desarraigada tal vez por su edad, al inicio; más tarde, tal vez, por no ser residente, hay muchas preguntas que quedan en el aire. Desarraigado por otras razones: por su excesivo apego a su madre, Nélida; por una timidez profunda; por ser “como una figura recortada” (p.69), las perspectivas y actitudes de Agustín son casi siempre incompletas y hasta difíciles de comprender. Nélida es, con certeza, la persona o personaje de mayor complejidad y misterio: nunca se clarifica por completo el motivo de su cuasi-expulsión de Italia por sus padres, contra su voluntad…, acaso por un enamoramiento tan intenso y profundo como su entrega amorosa. A la larga: “Nélida tenía la cabeza en otra parte”, y termina de perderla, loca, en Campana. Verla feliz en las fotos que la muestran en un viaje pasajero a Italia revela un feroz contraste que hace imaginar la pena, la melancolía del destierro, y las múltiples frustraciones acarreadas por un viaje no elegido, por saberse extranjera y extraña por un desarraigo impuesto, y esas tristezas eran tan notorias (para algunos) que, muchos años después de su muerte y a poco del entierro de Agustín, cuando Ania revisa recuerdos, al encontrarse con escritos de su tía, cree evocar sus pensamientos: “…La letra, seguramente, es de Nélida – piensa –. El ensayo de una letra distinta, ya no redonda y perfecta, para que su hijo comprenda que la vida, como la letra, también puede ser hostil. …” (p.112).
Es esta misma hostilidad – en un intento de superarla, me parece –, que provoca en Ania una constante reflexión sobre el lenguaje: en ocasiones, muy divertida (p.31); siempre, muy creativa e inteligente: “Les dicen cuerpos. De un minuto a otro dejan de ser personas y pasan a ser cuerpos” (p.55), medita frente al recientemente fallecido Agustín. E insiste: “… Agustín dejó de ser un cuerpo para ser un resto…” (p.124). Me parece que son las palabras: usarlas con precisión, inventarlas (“alcohón”, “murmurllar”, “barbosas”, “dientista”, “baldrar”: p.18), cuestionarlas, que le permiten asirse de algo menos efímero que sus sueños de noche, cuando los tiene… porque casi no duerme.
Y para terminar, leo los epígrafes: el primero, de la escritora argentina: María Sonia Cristoff (1965), parece una broma. Dice: “Y qué monstruosidad los antepasados, puras historias para enloquecer a los niños.”, parece una broma – repito –, una ironía, muy entendible si se piensa en Ania y su prima Claudia, las chicas de la familia, haciéndole frente a situaciones tan enrevesadas y a parientes tan indescifrables.
“Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más vivaz nuestra memoria” es la otra cita, con palabras del texto “Mi oficio”, de la intelectual italiana, Natalia Ginzburg (1916-1991), y parecen apuntar directo a esta reciente novela, de Alejandra Costamagna, donde, junto al juego entre verdad, verosimilitud y situaciones y asuntos verdaderos, se da esta fusión entre fantasía y memoria, tanto en los personajes como en la escritora, y – a mi modo de ver – no prima una u otra sino que se produce una amalgama logradísima: El sistema del tacto.