Hoy Tomás Cohen nos reseña la última novela de Benjamín Labatut, publicada por Editorial Anagrama, novela que lee como una salvaje búsqueda de conocimiento: “El rápido ritmo de asociación de la escritura de Labatut y el tirón que ejerce sobre el lector hacen eco de una búsqueda ciega del conocimiento, hecha a cualquier precio, por muy trágicas que puedan ser las implicaciones de sus resultados”.
El primer texto de la novela, que trata del verdor que la titula, nos sitúa en un tiempo en que Alemania era azotada por una epidemia de suicidios, producto de la inminente caída del Tercer Reich. Con rigor documental y rapidez de conversación inspirada, Labatut nos lleva a través de la historia del cianuro: desde la invención del primer pigmento sintético moderno, el azul de Prusia, conecta con la alquimia, el castillo de Frankenstein, las pinturas de Hokusai, la adicción a las drogas de Hermann Göring, el uso de anfetaminas por el ejército alemán, el veneno que mató a Napoleón… ¡y todo esto ocurre tan solo en las primeras páginas del libro! El arrastre de su lectura se siente como una sesión de googleo febril que deja cada vez más pestañas abiertas, pero en la que, en vez de saltar de un dato superficial a otro, se nos conduce quid tras quid de las cuestiones tratadas, con una profundidad cada vez mayor.
Un verdor terrible enhebra vistazos de la historia de la ciencia y de la guerra mediante una expresión depurada y fluida que nunca deja de sentirse sostenida por una concienzuda investigación. El rápido ritmo de asociación de la escritura de Labatut y el tirón que ejerce sobre el lector hacen eco de una búsqueda ciega del conocimiento, hecha a cualquier precio, por muy trágicas que puedan ser las implicaciones de sus resultados; esto es algo que, a mí parecer, indica una correspondencia entre el contenido del libro y su forma, y que se puede ver también en el segundo texto, La singularidad de Schwarzschild, protagonizada por el físico que resolvió las ecuaciones de la relatividad de Einstein y que descubrió los agujeros negros, a quien se describe de esta forma: “su mente saltaba de un tema a otro, incapaz de contener su propio impulso”.
No es baladí que la edición alemana del libro lleve el subtítulo Errancias de la ciencia: en el tercer texto, se cita al matemático Alexander Grothendiek, quien llama a sus alumnos a dejar el estudio de las matemáticas para siempre, diciéndoles que serían no los políticos los que acabarían con el planeta, sino los científicos como ellos, que “caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis”. A medida que el libro avanza, queda claro que sus protagonistas son personajes históricos y, específicamente, científicos, varios de los cuales no son conocidos por el lector no especializado pero cuyo genio resulta tan brillante y misterioso que, tras apasionarnos por sus historias como evidentemente lo está el autor diríamos que incluso Einstein queda relativizado. Labatut nos guía por el camino del descubrimiento de uno de los temas más complejos y abstractos de la ciencia occidental –la mecánica cuántica–, con tal talento para la inmediatez y la condensación que Un verdor terrible se vuelve un libro que no podemos cerrar hasta llegar a la última página. A través de él, sentimos vívidamente lo que habría sido ser uno de esos científicos-videntes que “se sacaron sus ojos para ver más allá”; su narración permite entrever la relación de las matemáticas con el gozo creador, y la belleza no-conceptual de las revelaciones místicas, a tal punto que el costo del conocimiento obtenido de esa forma –la locura– parece natural.
La aparición recurrente de ciertos motivos o figuras –el color y los pigmentos, nubes de gas, nieblas en parques o formadas por el viaje del electrón alrededor del núcleo, la entomología, deidades índicas y efigies en llamas vistas a la distancia– revela una estructura de imágenes subyacente a la narración, que asoma sobre la superficie como curvas del lomo de un monstruo marino (o, más coherente al tema de la novela, como los nodos de una onda). Esta recurrencia insinúa conexiones misteriosas: algo que está oculto y se muestra de vez en cuando, con la sensación de claves reveladas y que por ende invitan al descubrimiento. La lectura se va nutriendo de la tensión entre hechos reales y la más secreta intimidad de las mentes de los protagonistas. Son miradas opuestas sobre los distintos temas que aborda el libro, y que se trenzan, complementándose. Hay un momento en que dos de los protagonistas, Werner Heisenberg y Nils Bohr, parecieran estar hablando sobre esta cualidad de la novela: “Ambas perspectivas eran excluyentes y antagónicas pero complementarias: ninguna era un reflejo perfecto, sino solo un modelo del mundo. Sumadas nos daban una idea más completa de la naturaleza”.
Puede que Un verdor terrible sea un libro sobre ideas y armado a partir de hechos reales, pero lo que más se disfruta es su ficción, la cual va aumentando a medida que avanza: cada capítulo parece tratar a sus protagonistas y las circunstancias específicas de sus epifanías de manera progresivamente íntima, con una sensualidad que nos lleva a sentir la amenaza del desborde. Cuando Erwin Schrödinger asume el protagonismo del último texto –dedicado al descubrimiento de la mecánica cuántica–, no solo leemos de ciencia, sino también de la obsesión de este científico por una adolescente capaz de causarle erecciones con solo golpear la madera de su puerta. Nos sorprendemos de pronto totalmente involucrados en la infatuación de Schrödinger, que nos arrastra tanto como el torbellino de temas y tramas sacados de la historia que se pueden verificar en el primer texto, aunque con una perspectiva muy diferente. ¿Alucinó realmente Schrödinger con la diosa Kali manifiesta como un escarabajo en el pubis de la lolita tuberculosa que ansiaba? ¿Es real la identidad que se da a los científicos protagonistas (que sí son personajes históricos)? Otra línea del libro nos disuade de hacer ese tipo de preguntas: “era imposible «ver» una entidad cuántica por la sencilla razón de que no tenía una sola identidad. Iluminar una de sus propiedades significaba oscurecer la otra.” El vaivén entre aclarar un hecho abstracto probado y oscurecerlo de vida íntima incognoscible sostiene el disfrute con que leemos Un verdor terrible. Como se ha dicho en otra reseña sobre el libro, sus protagonistas “van pareciendo más reales cuanto más son inventados” (José Mário Silva, Expresso, Portugal). A esto yo añadiría que, además, la invención se disfruta, y es probablemente otra manera en que la textura con que está escrita esta novela encarna su tema, ya que los descubrimientos son también invenciones, ficciones de la mente humana.
Al final del penúltimo texto del libro hay un pequeño epílogo que nos regresa de la ficción a los “datos duros” de la Historia, lo cual opaca en parte el goce y nos hace sentir como ante esas advertencias puestas al final de una biopic, donde el filme asume el límite de su alcance narrativo, como si no pudiera terminar la carrera que empezó. Ese ligero sinsabor, sin embargo, se equilibra de inmediato con el que asumimos como el verdadero epílogo de la novela: una narración en primera persona titulada El jardinero nocturno, que nos permite adivinar en qué situaciones el cianuro, el encuentro con la muerte y la excentricidad de la gente que se recluye pudieron sugerir al autor los temas de su libro, a partir de su vida personal. Esto nos devuelve a la tensión entre realidad y ficción que da fundamento a Un verdor terrible, de paso enriqueciendo su título con un armónico más: el verde particular de ese jardinero nocturno que trabaja en lo alto de las montañas del sur de Chile. Y repensamos luego, al terminar la lectura del libro, que los dos epílogos contrastantes son una otra expresión de las perspectivas “excluyentes y antagónicas pero complementarias” que se entrelazan en el ADN de esta fascinante novela.