Una geografía imaginada: diez ensayos sobre arte y naturaleza, es el título del libro coeditado por Metales Pesados y Ediciones Universidad Alberto Hurtado, en el cual Amarí Peliowski y Catalina Valdés han reunido trabajos de distintos investigadores que abarcan diversas temáticas relacionadas con el imaginario geográfico, pero que convergen en un lugar que reconocemos como común: Chile.
En la portada de la publicación vemos a dos hombres representados en el acto de construir un paisaje. El personaje que figura en primer plano sostiene con una pinza, en su mano izquierda, una diminuta edificación que parece estar a punto de soltar para depositarla en su destino. Como en este óleo de Howard Brown que las editoras han elegido como puerta de entrada, los casos abordados en el libro parecen haber sido seleccionados con pinzas por su especificidad, que incluye distintos pasajes de la historia de Chile y campos como la literatura, artes visuales, arquitectura, cine, cartografía, en cuya diversidad se develan las múltiples formas con las que la naturaleza deviene en representación y la consecuente carga ideológica que ello implica.
Si recorremos las páginas del libro, según el itinerario propuesto por las editoras al disponer los textos en orden cronológico, el viaje comienza con un ensayo de Guillaume Gaudin en el cual se reflexiona sobre el lugar que ocupa la naturaleza en las letras del cronista Gerónimo de Vivar escritas durante el período de la conquista. Según el autor, Vivar, desde su vereda de conquistador, provee de los conocimientos necesarios para la colonización al describir de manera precisa el espacio chileno y al mismo tiempo “ofrece una representación sensible e incluso simbólica de la naturaleza: purgatorio, limbos y cavernas infernales son convocados para hacer comprender las angustias de la conquista” (59).
En la segunda parada, Fabien Le Bonniec instala la cuestión del paisaje y sus transformaciones como una de las aristas que permiten comprender el conflicto entre el Estado de Chile y el pueblo mapuche, que ha puesto en el centro de sus demandas la recuperación territorial en el sur de Chile. El autor da a entender que las descripciones de la selva virgen impenetrable, provenientes de la elite criolla del siglo XIX, legitimaron la implementación de políticas de reducción, junto con reflexionar sobre los cambios en el paisaje material producto de la explotación forestal y también sobre la reapropiación, por parte de los mapuches, de la naturaleza como símbolo de lucha en el siglo XX.
También en la línea de las relaciones entre discursos oficiales y representaciones del lugar natural, en el tercer ensayo, Catalina Valdés nos conduce al Chile del siglo XIX y a los inicios de la práctica artística del paisaje en tanto género pictórico. A partir de un análisis comparado de dos pinturas que exhiben la misma vista, de Santiago desde Peñalolén, la autora confronta dos formas de visibilizar la nación: una nacida al amparo de la Academia, que obedece a un canon de belleza clásico, y otra que emerge desde sus márgenes.
Seguimos recorriendo el libro y llegamos al texto de Paulina Ahumada, quien elabora una cronología de la representación del fondo cordillerano santiaguino, que va desde el Atlas de Gay, –emblema del libro ilustrado característico del siglo XIX – a la pintura La fundación de Santiago de Pedro Lira. A partir de la evidencia del protagonismo que ha cobrado el perfil cordillerano y su reiteración como telón de fondo, la autora reflexiona en torno a la construcción de un paisaje nacional fuertemente promovido desde el Estado.
A continuación dos trabajos nos hablan de cómo se ha mostrado Chile en el exterior: Fielding Dupuy lo hace interrogando la obra escrita y visual que el norteamericano Rockwell Kent produjo a partir de sus viajes por Tierra del Fuego, y su contribución a la comprensión y desarrollo de una imagen nacional de Chile en sus receptores en Estados Unidos. Por su parte, Sylvia Dümmer analiza el pabellón diseñado por Juan Martínez Gutiérrez para la participación de Chile en la Exposición Iberoamericana de Sevilla del año 1929. La autora da cuenta de cómo con un edificio de composición volumétrica, que simbólicamente evocaba a la cordillera, se buscaba desde el gobierno superar el indigenismo y folclore presentes en imaginarios nacionales de la década anterior, para comunicar una cierta idea de progreso asociado a factores climáticos y al espíritu laborioso de la población.
En el séptimo ensayo, José Santa Cruz hace una atenta lectura de la crítica cinematográfica relativa al cine chileno primitivo, producido entre los años 1910 y 1920, dirigiendo la mirada al cómo se ha abordado la naturaleza en cuanto problema teórico. El autor analiza una serie de escritos, considerándolos como un agente creador de regímenes de significación y de estereotipos tan determinantes como la misma imagen cinematográfica.
Avanzando en esta cronología construida por casos que propone el libro, llegamos al periodo de la dictadura chilena. Pilar García aborda las alegorías de la naturaleza presentes al interior de la novela Casa de campo de José Donoso, publicada en el año 1978, que evidencia un tránsito histórico de la función de la naturaleza al interior de la literatura chilena, que en décadas anteriores había estado marcada por valores nacionalistas como lo criollo y rural. La naturaleza, ahora convertida en personaje, como parte de una gran ficción, se sitúa en un espacio intermedio, entre literatura y política, historia y sociología, ficción y realidad.
Carine Lemouneau, en el noveno ensayo, estudia las políticas de la imagen implementadas por el gobierno de Augusto Pinochet, que promovían una cierta representación de la patria chilena. La autora revisa las acciones implementadas por el régimen, como exposiciones, concursos, premiaciones y emplazamientos de obras en el espacio público sin descuidar tampoco la historia del arte escrita durante el periodo.
En el último ensayo, Fernanda Carvajal trabaja con la imagen cinematográfica, específicamente con El eco de las canciones (2011) de Antonia Rossi, película que, en un ejercicio de memoria, pretende transmitir las fuerzas e intensidades vividas en una infancia marcada por el exilio. En el film, el espacio natural figura irreconocible, abismado, vertiginoso, dotado de un cierto nivel de abstracción y de este modo hace referencia a algo inexistente en el destierro, a lo que aun hay que dar forma.
El libro cierra con un posfacio escrito por Amarí Peliowski, que nos aterriza en el presente con provocadoras interrogantes inspiradas en la contingencia: ¿cómo se actualizan las relaciones entre arte y naturaleza hoy, cuando los temas de crisis, conservación y explotación de la naturaleza son cada vez más urgentes y polémicos? La invitación es a seguir pensando en el asunto de imaginar la naturaleza, ampliar la discusión fuera de las fronteras de un libro que, desde la historia de las imágenes, se presenta como un aporte para la reflexión de las complejas relaciones entre geografía y política, naturaleza y representación.
La publicación ilustra un panorama interesante, fragmentario pero honesto, que no aspira a la exhaustividad. La diversidad de dispositivos, miradas y perspectivas que han tenido cabida en sus páginas, inspiran a quienes desde diversos lugares y disciplinas nos cuestionamos sobre esta geografía que desde muy pequeños imaginamos. En lo personal, recuerdo cuan mal entonaba el himno patrio en mi infancia, mientras analizo el quinto párrafo, utilizado como versión oficial en ceremonias o festividades de Estado, en competencias deportivas y patios de colegios. Leo un “Puro, Chile, es tu cielo azulado, puras brisas te cruzan también”, mientras a Santiago lo cubre un techo gris y ni una brisa ameniza los últimos días de verano. Con la frase “y tu campo de flores bordado es la copia feliz del Edén” recuerdo que mientras algunos vieron aquí el paraíso, como Rockwell en Tierra del Fuego y los misioneros que describieron el territorio araucano en el siglo XIX, otros como Gerónimo de Vivar encontraron el limbo.
La frase “majestuosa es la blanca montaña que te dio por baluarte el Señor”, alude a un ícono emblemático que así como recorre Chile, con altos y bajos, reaparece en varios de los ensayos reunidos en el libro. El lector se puede armar una idea bastante nítida de las variaciones en la representación de la cordillera, desde el siglo XVI en las crónicas de Vivar, donde se le consagra un capítulo entero, –según el texto de Guillaume Gaudin – hasta su aparición apenas retenible en El eco de las canciones.
“Y ese mar que tranquilo te baña te promete futuro esplendor” es la última frase de una estrofa, escrita por Eusebio Lillo, que hoy muchos niños chilenos empiezan a memorizar, aunque tal vez ya hayan visto al ídolo deportivo de moda, reproducido en las pantallas de televisión, gritarlo orgulloso a los cuatro vientos. Pero la experiencia dice que el océano Pacífico no siempre se ha comportado tranquilo, los desastres naturales han marcado la historia de Chile, han transformado el paisaje, y es esa otra línea interesante de abordar a partir de lo que despierta un libro, cuyas lecturas espero que se multipliquen.