“Las imágenes en imágenes de este libro, sin embargo, están lejos de ser solamente detalles, elementos que colaboran en la puesta en escena, o en la caracterización de un determinado personaje. Por el contrario, en palabras del autor, constituyen ‘imágenes que se miran y que nos miran mirarlas, imágenes que anticipan nuestro gesto de mirarlas y nos lo dan a ver de un modo nuevo. Imágenes que se reflejan a sí mismas pero que también nos reflejan a nosotros y al mundo del que ellas y nosotros formamos parte’ (p. 14). Su apreciación, por lo tanto, implica mirar estas películas de cerca, pero también de lejos, de lado, por detrás, en contraste con otras, e incluso en relación a nuestra propia experiencia de expectación fílmica, la cual en este libro es referida en clave autobiográfica de forma acotada pero oportuna”.
(Paula Dittborn, durante la presentación del libro Imágenes de imágenes. Del cuadro a la pantalla, de Fernando Pérez V.)
Me acuerdo que hace varios años, en una versión muy anterior de este mismo coloquio, una académica que participaba en una de las mesas inició su ponencia con los habituales agradecimientos por “tener la oportunidad de participar en este encuentro”, pero señalando también que el coloquio se había convertido, para ella, en un hito de cada verano. Me acordé de eso porque, cuando se cerró la jornada de ayer, otra persona también se refirió a este encuentro académico como una suerte de ritual en el que pensar y conversar anualmente sobre los problemas de la imagen. También lo veo así; de hecho, creo que las publicaciones que se han ido presentando en esta instancia forman parte, de manera muy consistente, de esta misma suerte de diálogo que se retoma y actualiza año a año. Solo por mencionar dos casos particularmente significativos (tanto por los libros en cuestión como por las presentaciones mismas, sumamente iluminadoras), en enero del año 2019 Megumi Andrade presentó la traducción al castellano, realizada por Rodrigo Cordero, de Las palabras en la pintura de Michel Butor, y un año después Ana María Risco presentó Mirar de lejos. Descripciones, de Sandra Accatino.
Pienso que son muchas las maneras en las que esos libros dialogan con esta publicación que Tiziana Panizza y yo presentamos hoy: Imágenes de imágenes. Del cuadro a la pantalla (Mundana Ediciones, 2023), de Fernando Pérez. Tanto en el libro de Butor como en el de Fernando hay una clara inquietud por dilucidar cuáles son las múltiples maneras en las que un medio puede anidar en otro medio: el textual en el pictórico, en el primer caso, el pictórico en el cinematográfico, en el segundo. Por otro lado, tanto en Mirar de lejos de Sandra Accatino como en Imágenes de imágenes de Fernando Pérez se reconoce y explicita el tiempo y lugar de enunciación, notoriamente distinto de aquél en el que se desarrollaron las obras descritas, independiente del medio en el que fueron realizadas. En el libro de Sandra ese reconocimiento se traduce en una escritura que se hace cargo de esas distancias, intentando salvarlas, pero sin obliterarlas; mientras que en el libro de Fernando se hace un trabajo sistemático de incorporar ciertas producciones locales dentro del corpus, sin ánimo de establecer ningún tipo de jerarquía o contrapunto con respecto a aquellas que sí responden a un canon más convencional.
Pero por otro lado, así como el libro Mirar de lejos nos invita a tomar distancia para poder incorporar en nuestro campo de visión los elementos que rodean a las obras y enriquecen su lectura, Imágenes de imágenes, nos invita a mirarlas de cerca, deteniéndonos en ciertos detalles concretos, como el de un cuadro colgado en el muro de una habitación igualmente pintada, el de las salas de un museo por el que corren los protagonistas, el de la fotografía familiar que se desvanece progresiva y misteriosamente, o el de la frase “The End” que se proyecta, de forma oblicua, cuando la película comienza y no cuando termina. Las imágenes en imágenes de este libro, sin embargo, están lejos de ser solamente detalles, elementos que colaboran en la puesta en escena, o en la caracterización de un determinado personaje. Por el contrario, en palabras del autor, constituyen “imágenes que se miran y que nos miran mirarlas, imágenes que anticipan nuestro gesto de mirarlas y nos lo dan a ver de un modo nuevo. Imágenes que se reflejan a sí mismas pero que también nos reflejan a nosotros y al mundo del que ellas y nosotros formamos parte” (p. 14). Su apreciación, por lo tanto, implica mirar estas películas de cerca, pero también de lejos, de lado, por detrás, en contraste con otras, e incluso en relación a nuestra propia experiencia de expectación fílmica, la cual en este libro es referida en clave autobiográfica de forma acotada pero oportuna.
El libro se debate entre una apreciación autoral de las películas, considerando la particular poética de sus directores o directoras, y la convicción de que son solo y exclusivamente ellas las que poseen agencia. Sin embargo, esto que en un principio podría haber parecido una contradicción, o bien un ejemplo más de la manera en la que el autor testea diferentes perspectivas de forma simultánea, se anuncia también en el prólogo, el cual señala que “…son, por cierto, imágenes producidas por seres humanos que piensan por medio de ellas, en ellas, con ellas, pero algo se piensa a la vez en ellas que excede lo que sus creadores pusieron allí intencionalmente y lo que nosotros traemos a ellas al verlas. Algo que nos hace imaginarlas, por momentos, como seres vivos, dotados de conciencia y voluntad autónomas. Somos nosotros los que fabricamos las imágenes y los que, al contemplarlas, las hacemos ser imagen y no mera materia dispuesta en un plano, pero ellas por su parte nos transforman, afectan y moldean a su imagen y semejanza” (p. 14).
Estas imágenes de imágenes son agrupadas en los diferentes capítulos del libro según el tipo de medio que es anidado en el cine: la pintura, la fotografía, o incluso el mismo cine. Hay un primer capítulo, sin embargo, que es anterior a estos tres y que se refiere a la pintura al interior de la pintura, pero que opera más bien como una suerte de introducción o antecedente; no tanto porque se trate de un apartado en el que el medio receptor sea otro distinto del fílmico, sino más bien porque remite a los planteamientos de un trabajo que constituye una referencia teórica ineludible: El cuadro dentro del cuadro de André Chastel. Así y todo, este primer capítulo tiene la virtud de extender el trazado de la historia de la representación de la pintura en la pintura más allá de los límites temporales establecidos por ese autor; proponer que esa representación ha sido asumida por otros medios y formatos, tales como la novela gráfica y los libros de ilustración infantil; pero sobre todo identificar los motivos o problemas que, pese a su enorme interés medial, el historiador francés ha pasado por alto, tales como “el contraste entre la presencia de un cuadro terminado con otro en proceso”, “el contraste entre su aparición como imagen única o múltiple”, “los interiores atestados de pinturas, como en la representación de galerías y colecciones”, o “la tensión entre la materialidad del cuadro pintado y el cuadro que lo contiene, según si nos encontramos ante un óleo de un óleo o ante un dibujo, grabado, tapiz o bajorrelieve simulado por el óleo” (p.26).
La organización interna de los siguientes tres capítulos responde, en cambio, a las diferentes fórmulas temáticas o tropos visuales identificados por el mismo autor a lo largo de su exhaustiva investigación previa. En el caso del capítulo abocado a la relación entre pintura y cine, por ejemplo, algunos de los tropos son el de la relación del pintor y su modelo, el de los cuadros vivientes, el de la biografía de artistas –que muchas veces responde a convenciones que podríamos considerar propias de la hagiografía–, el de los robos de piezas de arte, etc. En el caso de los capítulos sobre la relación entre cine y fotografía o entre cine y cine, en cambio, las categorías funcionan menos como tropos y más como problemas, y se vinculan de manera más directa con la historia y teoría de la imagen técnica, a la que Fernando Pérez también hace referencia. Algunos de esos problemas refieren al valor referencial que se le confiere a la fotografía, a la posibilidad (o imposibilidad) de seguir pensándola en términos de verdadera o falsa, a su uso documental y testimonial al interior del documental, y a las razones por las que las vidas de fotógrafos y fotógrafas no pueden ser construidas de acuerdo a la misma lógica que la de los pintores.
Sin ánimo de insistir en las manías y obsesiones que caracterizan nuestro entorno académico más inmediato, debo decir que me llamó la atención que el cine y la fotografía sean pensadas con respecto al cine, mientras que la pintura en cambio sea pensada en relación “a la pantalla” –o al menos así lo declara el título de ese apartado e índice. Por qué es “la pintura y la pantalla” y no en cambio la pintura y el cine, o la pintura en el cine. Se me ocurre que esta aparente falta de consistencia en los títulos del libro puede haber respondido a un interés por establecer un vínculo más estrecho entre la materialidad o corporalidad de ambos medios –vínculo que quizás es más evidente en el caso de la fotografía y el cine. De esa manera, se insiste en la bidimensionalidad de la superficie sobre la cual se proyecta finalmente la imagen cinematográfica, independiente de lo ilusoria que pueda a llegar a ser. Pero también es posible que, a través de esta variación léxica, se genere de alguna manera una apertura hacia esas otras superficies de inscripción que no son necesariamente las del telón. Una apertura hacia la pantalla del televisor, del computador y, por qué no, la del teléfono celular, en las que el mismo autor reconoce haber visto varias de estas películas –en un acto que muchos podrían considerar sacrílego. El libro, en ese sentido, reflexiona sobre las relaciones entre los diferentes medios, para lo cual se ve obligado a tomar en cuenta aquello que, de momento, se considera propio de cada uno de ellos, pero siendo consciente de su carácter histórico y naturaleza inestable.
Lo que más quisiera destacar, sin embargo, es la fluidez con la que se produce el paso de una fórmula visual a otra, o de un problema a otro, como si fueran las mismas descripciones de las películas las que fueran conduciendo el ensayo, y no en cambio un guión o estructura previamente diseñada. Pienso que lograr ese efecto es vital en un libro en el que se aborda un conjunto de piezas tan amplio que resulta abrumador, pudiendo caer fácilmente en la mera acumulación. La extensión y profundidad de la descripción de cada película es variable, y depende de su relevancia en relación al tropo o problema en cuestión más que a una determinada historia del cine. Los diferentes planteamientos van aflorando entre medio de esas descripciones, sin mayor énfasis pero con toda la precisión, asertividad y elocuencia de la que es capaz el autor. El libro se siente en ese sentido como un relato fluido y equilibrado, que bien podría haber tomado otra dirección, empezado antes o terminado después, pero que así como es relatado resulta fascinante.
Finalmente, a título más personal, debo reconocer que me resulta un poco extraño el haber presentado un libro en cuya portada aparece una obra mía (un cuadro de plasticina realizado el año 2007 a partir de un fotograma de la película Los cuatrocientos golpes de Francois Truffaut), aunque la verdad es que Fernando Pérez suele someternos a situaciones bastante inusuales en sus lanzamientos, ya sea haciéndonos leer fragmentos de sus textos en voz alta, confeccionar nuestros propios ejemplares, o incluso adjudicándonos la autoría de sus producciones. De todas formas, me alegra mucho poder colaborar con este trabajo de esta manera. Pienso por un lado en el tiempo que ha pasado entre que mezclé los colores para obtener ese amarillo medio mostaza que corona las cejas del niño retratado, y el momento en el que la editorial decidió utilizar ese mismo color para el título de esta publicación. Pero por otro lado, pienso que, así como en los retablos medievales los comitentes eran retratados en actitud de oración para asegurar la salvación de sus almas, un joven Jean Pierre Léaud de plasticina ha sido impreso en la portada para celebrar eternamente esta magnífica, magnífica publicación.
Muchas gracias