José Pablo Díaz y Rodrigo Vergara exponen juntos desde hace tiempo. En esta ocasión lo hacen en Galería Macchina en Campus Oriente de la Pontificia Universidad a Católica de Chile (22 de mayo al 1 de julio). Años atrás fueron estudiantes –para bien o para mal– de una de las primeras escuelas de arte privadas y sin tradición de Chile, iniciativa a la que fueron convocados un amplio espectro de profesores y ayudantes.[1] Una escuela incierta, sin pasado (todo lo que se inicia solo posee futuro), con una malla curricular y unos objetivos dudosos y, para más, con una infraestructura extremadamente precaria; una suerte de caos. Pues bien, de este escenario adverso es de donde provienen estos artistas y es allí donde se exhibió por primera vez, y en calidad de examen de grado (saltándose las reglas), el inédito proyecto Hoffmann’s house: mediagua pintada de blanco como una galería para exponer trabajos de otros artistas. «Una obra para obras», señalan los artistas en su sitio web.
Los nuevos sensibles, título de la exposición es, además de las obras allí expuestas, una especie de subproducto H’s h o, si se quiere, una de las formas de encarnarse de esta dupla. Siendo así y bajo esta lógica, la exposición misma (las obras montadas) sería una obra para obras de los propios artistas, cuestión que problematiza los límites y categorías de lo que hoy se entiende por una obra o una galería.
J. P. Díaz presenta en uno de los muros protagónicos del primer piso de la galería un mural, más bien un gran dibujo –recurso frecuente en la obra de este artista– en el muro titulado Vuelo de justicia (Valparaíso abril de este año), clara referencia al reciente incendio en el puerto (Díaz vive allí). La imagen, enigmática, como suelen ser los dibujos de este artista, consta de un rebaño de ovejas (a un costado del mural hay otro dibujo, esta vez enmarcado: la borrosa imagen de las pezuñas de un cordero) y un helicóptero en lo alto cargando un bulto o especie de canasto. Una pintura próxima al mural, también del autor e igualmente enigmática, confirma, por su parecido, que se trataría de un gran canasto, en este caso cargando a una mujer y los que podrían ser sus hijos o nietos, todos afectuosamente tomados de las manos y en actitud de pose fotográfica (intuyo que el modelo para esta pintura fue una o unas fotos) pero, también, abandonados a su suerte, como el rebaño del mural.
Al centro de la sala un extraño e imponente volumen-aéreo-policromo define el recorrido del espectador en círculo. Tú sabes que estás en lo correcto, título de la obra, es, junto al mural de Díaz, quizás la pieza principal de esta sala y la apuesta escultórica de R. Vergara. Similar al serpenteo de una autopista o un acueducto, la escultura se desarrolla en el espacio como un arcoíris pétreo y zigzagueante. Bloques de hormigón coloreado (vaciados) son soportados por sendas estructuras metálicas, ascendiendo concatenadamente hacia lo alto, hacia ninguna parte. A pocos metros, un par de acuarelas (Tudo bem #1 y #2) debidamente enmarcadas insisten en que todo está bien o en lo correcto. Optimismo, confianza, esperanza, dignidad, afecto, son algunas de las evocaciones que sugieren las obras en exposición aunque, todo ello, al mismo tiempo, teñido por un dejo de desencanto y desengaño que se expresa, fundamentalmente, en la precaria, desganada y «seca» hechura de las mismas.
Cuatro esquinas (obra de Vergara), inaugura el acceso a la segunda sala de la exposición. Cuatro elementos de apariencia muy similar al gran volumen del primer piso, reciben, a modo de pórtico, al espectador que asciende por la escalera de la galería. Tal como su título indica, el trabajo se compone de formas esquinadas que reproducen, mediante técnicas de vaciado, lo que parecen ser molduras o cornisas de ángulo agudo. En sintonía y choque con la arqueada arquitectura del lugar, esta suerte de altar de huesos (esquelético) se eleva por sobre la cabeza del espectador invitándolo a deambular por entre sus espacios, como si de ruinas de un antiguo templo griego (policromo) se tratase. Los soportes metálicos, delicadamente ejecutados y pintados de negro, recuerdan a dispositivos de exhibición propios de piezas arqueológicas, emparentándose, de paso, con las columnas corintias que flanquean el acceso a la sala. Lo mismo sucede con Díaz: tres grandes pinturas de iguales características que la de la sala de abajo (esmalte sintético, barniz marino y pintura al agua sobre PVC montado en bastidor). Pintadas con la torpeza, desgano y sobajeo de un «in-sensible», las barrosas (sucias) y borrosas (grises) imágenes, retratan a personajes anónimos en situaciones poco decorosas o triviales. Weñi pichirume (M. Hoffmann), «muchacho delgado» en mapudungun, muestra a un sujeto sin rostro, tal vez un ejecutivo o un oficinista, ajustándose el cinturón de su pantalón después de, quizás, haber meado. Nada de antepasados ilustres o héroes patrios; sujetos comunes, vulgares, anodinos. Los corderos del dibujo-mural de abajo vuelven a aparecer aquí de nuevo, aunque ahora acentuándose el desconcierto. El grupo antes de subirse a los autos, título de una de estas curiosas pinturas, toma como tema, al igual que la pintura del primer piso, lo que parece ser una fotografía en la que los personajes posan (brindan por algo), todos vestidos de chaqueta y corbata, menos uno, que trae puesto un chaleco con diseños precolombinos o algo así centelleando entre los ternos de sus colegas (la «oveja negra» de la familia) y, en lugar de pantalones, unas pálidas, peludas e inexplicables patas de cordero.
El Bosco, Max Ernst, Francis Picabia, Juan Emar…, antecesores irrenunciables e ineludibles, y Díaz…, su humilde heredero. ¿¡Otra vez un montaje!?, como la familia en el canasto, como el surrealismo… Collar de perlas, «oscura» y enigmática pintura en la que un hombre disfrazado de oveja y de semblante somnoliento observa perdida y fijamente la nada, sentado en la barra de un bar (¿autorretrato?); junto a él, una mujer de pelo negro, ropa oscura y collar de perlas falsas lo observa, o nos observa, no es claro… Al contrario, todo es barroso y borroso, un sueño, una pesadilla: incontables e incansables ovejitas saltando miles y miles de veces sobre obstáculos varios (1, 2, 3,…). En el muro de enfrente, cuatro dibujitos de lo que parecen ser ovejas o corderos (un cordero es una oveja joven, de menos de un año de edad) y, otra vez, un helicóptero (Estudio para vuelo de justicia), se presentan delicadamente enmarcados con molduras metálicas obsoletas, de la abuelita, contrastando abismalmente con la «miseria» de los grafismos, uno de ellos garabateado sobre papel absorbente (Becerro dorado).
A Díaz le dicen «cordero» desde niño, eso escuché. Desconozco el origen y motivo de este apodo –un misterio a resolver– pero lo cierto es que el artista lo lleva, sin complejos, como un collar de perlas. ¡Esa es su «camiseta»! Lo mismo vale para Vergara. Tal es la certeza que los empuja que en 1999 deciden combinar sus fuerzas y crear su propia galería, su verdadera galería, su única galería; las otras, incluida la UC, son solo amores de verano. H’s h es una casa, su casa; una obra, su obra; una galería, su galería; una escuela, su escuela, donde aprendieron lo que no se enseña: ¡pasión y convicción!
Pues bien, esta casa-obra-galería-escuela es, paradojalmente, invitada a exponer en una galería perteneciente a una facultad de artes. Este contexto, creo, debiese ser considerado a la hora de pensar la muestra, más aún cuando la educación universitaria nacional es debatida en el último tiempo. Vergara y Cordero fueron, como la mayoría de los artistas chilenos, estudiantes universitarios de arte. Su origen pudiese ser para algunos motivo de dudas y permanente testeo. ¿Qué clase de artistas son estos? Unos errantes, nómadas, algo huérfanos de un alma máter y exponiendo en «la ponti» (Pontificia Universidad Católica), una universidad tradicional que pese a su alto prestigio no es garante, como ninguna, de la consistencia de la obra de sus egresados. Por lo mismo, pregunto: ¿cuán decisivo es en el autodesarrollo de un artista la casa de estudios en que «se formó»?
Casi al centro de la sala tres volúmenes erectos, como mástiles, confeccionados con la pericia de un carpintero experimentado, atraviesan el espacio de la sala dibujando una diagonal, como postes del alumbrado eléctrico o señalética urbana indicando un camino, un sendero, una salida. Vidrios de color y textura variable (vitraux-minimal-barroco) adosados al pilar de madera, dan cuenta al espectador-transeúnte, en imágenes y palabras grabadas en su superficie, de grabaciones musicales electrónicas; la música del futuro en un pasado reciente. El espectador-caminante confundido y desorientado, como en una bifurcación rural, se aproxima al hito de madera y vidrio e intenta escuchar su melodía, una invisible, imposible, silenciosa. Espacio, fuerza y construcción #1 y #2 e Imágenes espectrales son, diría, esculturas utópicas, irrealizables, fantasmales que proponen, desde la opacidad y transparencia de sus materiales, una señal, un acertijo. Rigurosas como el más funcional de los muebles, recuerdan, en su escasez, al constructivismo ruso o al neoconcretismo brasileño o, bastante más cerca, a cierta obra de José Luis Villablanca: Sé tú mismo[2], instalación compuesta de moldes de fibra de vidrio de diversas formas y colores. El color –casi ausente en Díaz– aquí se ofrece al espectador sin preguntas ni respuestas, como una sensación necesaria, vital, afectuosa, juguetona y, por qué no, sin razón.
Santiago de Chile, junio de 2014
Imágenes:
1.“Tu sabes que estás en lo correcto”. Concreto armado, pigmento, fierro. Medidas variables. 2014.
2. “Collar de perlas” Pintura esmalte sintético, barniz marino y pintura al agua sobre pvc, bastidor de madera. 1,65 X 1,55 metros. 2014.
[1] En el año 1993 se crea la escuela de arte de la Universidad Finis Terrae (UFT). Cristián Abelli, Eduardo Vilches, Francisco de la Puente, Gaspar Galaz, Cristián Silva, Elisa Aguirre, Mario Navarro, Gracia Barrios, Carlos Navarrete, Pedro Millar…, por nombrar algunos, conformarán la planta docente. Muchos de ellos hoy, todavía, forman parte de ella.
[2] Exposición José Villablanca/Felipe Mujica, Galería Gabriela Mistral, Santiago de Chile, 1997.