El azar, el juego y la ficción nos convocan hoy en esta crónica de dos libros que se encuentran, escrita por el abogado y editor Gonzalo Galvez, “‘Escribiendo el diario (…) me creo a mí misma’, anota la Sontag en una entrada del 31 de diciembre de 1958, y eso es precisamente lo que aquí hacen los Halfon: no dan cuenta del mundo, sino que crean uno y se crean a sí mismos en él; nos presentan lo real como algo que conocen, pero al mismo tiempo es posible distinguir las puntadas novelescas mediante las cuales hilvanan lo que narran. Puestos en un territorio ignoto (una ciudad extranjera, en un caso; y vidas foráneas, en el otro), estos libros se nos presentan como libros-mapas, como señaladores de un camino que permite armar un recorrido convincente allí donde solo hay anécdotas”.
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Hace un par de semanas entré a la Takk a buscar un nuevo libro de la escritora argentina Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980). Tras la lectura de su Diario pinchado (Lecturas Ediciones, 2020), me había propuesto seguir revisando su bibliografía, lo que no había concretado. Eso, hasta que una reciente conversación con una amiga reavivó aquellas intenciones. En la librería, me acerqué a la sección de narrativa latinoamericana, y con acostumbrada naturalidad, busqué la inicial del apellido de la autora. De Halfon había solo un título: Biblioteca bizarra (Saposcat, 2018). Las primeras líneas del primer texto me despertaron un interés similar al que había experimentado cuando, en la librería del Fondo de Cultura Económica, meses antes, había descubierto por azar Diario pinchado. La sorpresa llegó cuando cerré el ejemplar para mirar con detención la tapa: el libro no era de la autora argentina, sino de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), un escritor que, hasta ese momento, yo desconocía. Instado por la equivocación, me largué a escribir estas líneas. Intuía, en efecto, que había una coincidencia más allá del apellido de sus autores.

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Diario pinchado narra en forma de diario la historia de una mujer que visita Berlín para encontrarse con su pareja, un autor que cursa una beca de escritores. Registrado por días, y a veces por momentos del día, pero sin indicar jamás el año, el texto va mostrando una historia de extravíos: al principio, en la ciudad a la que esa mujer ha llegado y en la que le cuesta orientarse, y al poco andar, también en la relación con su pareja.
El título alude, en parte, al colchón inflable que ocupan para pasar las noches en un modesto departamento berlinés: «Estamos durmiendo en un colchón inflable que está pinchado», escribe en la entrada de un sábado 16. Y continúa: «Cuando nos acostamos está a tope, nada parece anormal. Luego, en el transcurso de la noche, empieza la fuga de aire» (p. 64). Pero los desencuentros de la pareja y su distancia hacen que no sea solo aire lo que se fuga por ese orificio, sino también, en parte, el amor.
El libro se articula, como buen diario, desde la primera persona, y ordena sus fragmentos conforme a fechas. Sin embargo, a pesar de esa apariencia confesional y de la estructura datada, hay un direccionamiento narrativo que nos hace dudar de que estemos frente a un ejercicio de no ficción. El libro no está abierto a todos los temas de lo cotidiano —lo que suele ser otra característica, en general, de los diarios—, sino que muestra siempre, a veces de un modo evidente y a veces bajo citas de Benjamin, de Brecht y de otros autores, el devenir de una historia central.
¿Es posible sostener que Mercedes Halfon utiliza la forma de diario para articular una narrativa de ficción? Decirlo de esa manera sería hacer una mera descripción de la artesanía. Halfon, más allá de la forma, pincha con su escritura la premisa confesional del diario. El sujeto principal del texto no es la autora, sino la historia. Así, pues, no son solo el colchón y el amor lo que se desinfla, sino también el diario como género. Diario pinchado no da cuenta de un yo ni de una intimidad ni de un mundo con asidero en lo real, aunque eso aparente, sino que los crea en pos de una historia, y al crearlos, transforma la escritura de un diario en una escritura de ficción. Diario pinchado es el desmontaje del diario como género, su desenmascaramiento: el diario es, en el fondo, una narrativa de ficción.
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En Biblioteca bizarra, Eduardo Halfon reúne seis textos vinculados a los libros, a la lectura, a la escritura y al ser escritor (el guatemalteco, por fortuna, distingue: «no es lo mismo escribir que ser escritor», p. 30). En el primer texto homónimo, se relatan en brevísimas secciones diferentes historias vinculadas a bibliotecas y bibliófilos. En «Los desechables» se narra en primera persona la conversación que sostuvo en un centro de rehabilitación de drogadictos, donde los internos le formularon incisivas preguntas. El tercer texto es una larga carta a un hijo («Halfon, boy»), que se va enlazando con la experiencia de traducir a William Carlos Williams. Le siguen una narración sobre submarinos y Chéjov («Saint-Nazaire»), un relato fragmentario sobre la infancia («La memoria infantil»), y termina con una cruda anécdota sobre la amenaza que se cierne sobre los escritores en algunos regímenes políticos («Mejor no andar hablando»).
En una mezcla de memoria y crónica, los textos se articulan a partir de abundantes referencias personales del autor, las que, para un lector que poco conoce acerca del guatemalteco, como era mi caso, resultan incontrastables. ¿Importa, acaso, la verosimilitud del dato? Poco o nada, porque no es la anécdota la que aquí convoca y deslumbra, sino la literatura que se urde en un entramado narrativo que es, en el fondo, una ficción. No es en la narración de un hecho, sino en una estética cincelada a través de la escritura, en lo que Halfon se esmera.

Ocurre que entre más ahonda en el dato, más se sospecha del género del texto. Cuando el autor incluye, en el capítulo titulado «Halfon, boy», una foto del brazalete de identificación de su hijo recién nacido, termina por desmoronar la torre de verosimilitud que venía construyendo. La crónica, como género, se desarma por un golpe de verdad, o por un exceso de celo al querer refrendarla. Si quien afirma, niega; quien acompaña una foto así a un texto de esta naturaleza, termina por impugnar el correlato sensible del que pretende dar cuenta. Entonces, solo la concesión de que no estamos ante una escritura del yo puede salvar el pacto entre escritor y lector.
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Pongo sobre mi mesa un ejemplar junto al otro: Diario pinchado y Biblioteca bizarra. Se trata de dos libros de prosa fragmentaria que rebasan el género al que —se supone— pertenecen. Ni tan diario el uno ni tan crónica el otro, ambos adoptan un tono confesional, pero a la vez ponen en duda la sinceridad del yo. Donde tales géneros (principalmente, el diario) tienden a fundir voz y autor, Mercedes y Eduardo Halfon vuelven a separar aguas: inventan un yo que confiesa, y al inventarlo, ficcionalizan la realidad.
«Escribiendo el diario (…) me creo a mí misma», anota la Sontag en una entrada del 31 de diciembre de 1958, y eso es precisamente lo que aquí hacen los Halfon: no dan cuenta del mundo, sino que crean uno y se crean a sí mismos en él; nos presentan lo real como algo que conocen, pero al mismo tiempo es posible distinguir las puntadas novelescas mediante las cuales hilvanan lo que narran. Puestos en un territorio ignoto (una ciudad extranjera, en un caso; y vidas foráneas, en el otro), estos libros se nos presentan como libros-mapas, como señaladores de un camino que permite armar un recorrido convincente allí donde solo hay anécdotas.
A pesar de lo dicho, Diario pinchado y Biblioteca bizarra son libros hermosamente íntimos, ejercicios conscientes que revelan una interioridad y una historia que conmueven. La corta extensión que tienen nos deja con un deseo insatisfecho por conocer el devenir del relato o las nuevas interacciones que se hubieran producido. Diario pinchado no sabe cómo acabar: «Quizás esto pueda parecer un poco difuso como cierre», dice en su última entrada, y añade: «No se puede terminar un diario con un final conclusivo» (p. 112). Biblioteca bizarra finaliza con un texto que, a su vez, finaliza con la escena de una visita que se marcha en silencio de la casa, y tras ese punto final, solo queda a nuestra imaginación el respiro que aquejó al residente una vez que vio largarse al forastero o la ideas que aquel pudo articular después de la despedida.
La coincidencia de apellido de los autores hará que ambos libros queden por años uno al lado del otro en mi propia biblioteca, ordenada alfabéticamente desde sus inicios. Un diario bizarro que se valió del género para cuestionarlo y saturarlo, y un libro de crónicas pinchadas con el alfiler de la ficción para punzar la verosimilitud de una intimidad narrada. Quizás, más allá del parentesco forzado de sus autores, y de la búsqueda impaciente y errónea que me hizo relacionar ambos títulos en una librería de Providencia, sean sus arrojados intentos por cuestionar los géneros a partir de la forma los que los vinculen. O, si nada de eso convenciere, al menos será la claridad de su prosa y su envolvente cadencia aquello que los hermane.