Historia de las mujeres en Chile (t.1) Ana M. Stuven y Joaquín Fermandois, editores. Santiago, Taurus, 2011.
Agradezco la invitación a presentar este libro, y pienso que nos han pedido estar aquí precisamente por no ser historiadores: y es por eso que yo comenzaré y terminaré hablando de literatura…
Una curiosidad
Quisiera partir hablando de la curiosidad que me produce este libro. Una curiosidad que tengo muy viva hace veinte años a partir de una de las figuras históricas mencionadas casi al pasar en él, la monja Úrsula Suárez, autora de una Relación autobiográfica mandada escribir por su confesor en tiempos de la Colonia. Quise en esa época saber todo lo posible sobre esa monja divertida, transgresora, ambiciosa y mal leída, hasta hace muy pocos años. Mal leída porque no era funcional a ninguno de los dos relatos posibles: ni como santa o mística del catolicismo, como hubieran querido los lectores religiosos, ni como rebelde ante la opresión clerical, como hubieran querido leerla los librepensadores.
Mi curiosidad era casi malsana, muy personal, y se reflejaba en la pregunta: ¿qué habría sido de mí si hubiera nacido en la Colonia? Algunos de los trucos de Sor Úrsula, qué duda cabe, habría tenido que aplicar, para sobrevivir. La tremenda diferencia entre la situación de ella y la mía, y sin embargo, el reconocimiento de su inteligencia, de su astucia y hasta de sus maneras de engañar y de engañarse a sí misma, me la transformaban en un personaje urgente, para analizar y pensar. Qué era, en Chile, ser mujer entonces; qué es, en Chile, ser mujer ahora. La distancia entre las situaciones permite apreciar mejor una y otra. Es por eso que meterse en la historia de las mujeres en Chile es un motivo de urgente curiosidad.
Virginia Woolf sintió esa curiosidad, o lo dice en su ensayo famoso, Un cuarto propio: narra haber ido a la National Library a informarse sobre qué es ser mujer. Y cuenta también que encontró montañas de material, cantidades de libros, escritos casi todos por hombres; y que la descripción de las mujeres hecha por esos hombres le pareció siempre referirse a ellos mismos, y no a ellas. Salvo cuando hacían la alabanza de los sacrificios maternos y a los desvelos de alguien a quien ella llamó, en otro de sus ensayos, «el ángel de la casa». La curiosidad, ese motor, la lleva a preguntarse por qué una mujer se siente tan ajena a esas descripciones. A difference of view, a difference of standard, dice; hay algo en la experiencia de las mujeres que no está recogido en lo que históricamente han dicho de ellas los hombres. Ese «algo», la pregunta por ese «algo», es motivo de curiosidad. Y, yo me atrevería a decir, es una curiosidad de carácter histórico. Veamos.
El sexo, el género y la historia
Nace una niña. Sexo femenino, evidentemente. Pero Úrsula Suárez nació en la Colonia: ¿cómo influyó eso en cómo fue criada? ¿En el hecho de ver al diablo en los espejos? ¿En el hecho de hacer todo «mandada por su padre confesor», hasta escribir sobre su vida? ¿En el horror que le tuvo al matrimonio – en sus palabras, «yo no había de consentir que con hombre me acostasen»? ¿En el hecho de amenazar a su confesor diciéndole «cuídese vuesamerced, que yo suelo adivinar»? Sexo femenino, nace una niña. Pero, históricamente, nace dentro de un conjunto de convenciones que se le aplican, que condicionan lo que puede y no puede hacer por ser mujer; que influyen sobre lo que opina de sí misma y sobre los que opinarán los demás, sobre lo que es considerado natural y lo que es considerado monstruoso, sobre la educación que recibirá, sobre el grado de participación que tendrá en la sociedad. Todo eso varía de una era a otra. Todo eso es histórico. El género es una categoría histórica: las relaciones entre hombres, mujeres y poder forman sucesivas y diferentes figuras a lo largo de la historia.
«Historia de las mujeres» o «fragmentos de una historia»
Entonces, es por eso que este libro, y otros de tema similar, producen tanta curiosidad. Se trata de una tendencia mundial, como bien dice el prólogo y saben los editores, por hacer historia de las mujeres, y no abundaré en eso ahora. Me interesa sobre todo el aporte propio del libro, es decir, lo que tiene que ver directamente con Chile. Escribir historia de las mujeres puede ser, en cierto sentido recorrer a contrapelo la historia de Chile, escribir sobre lo que menos se ha tratado; que a veces se ha olvidado, y otras quisiera olvidarse. Es difícil. Otros libros que lo han intentado recientemente se quedan con la palabra «fragmentos» en sus títulos, como Mujeres chilenas, fragmentos de una historia (Sonia Montecino, compiladora, 2008, o Fragmentos para una historia del cuerpo en Chile (Álvaro Góngora y Rafael Sagredo, directores, de esta misma editorial Taurus, publicado en 2009). «Fragmentos», dice Sonia Montecino, «de partes pequeñas, de algo partido, quebrado, de trozos de un texto mayor». Tal vez porque, al igual que Carlo Ginzburg, tienen la conciencia de que «nuestro conocimiento del pasado es inevitablemente incierto, discontinuo, lacunar: fundado sobre una masa de fragmentos y de ruinas»[1], y en el caso de las mujeres es aún más evidente que ese texto mayor no existe, que hay sólo pedazos de un mosaico todavía por armar, indicios, huellas, datos. Historia de las mujeres en Chile es, entonces, una empresa osada y ambiciosa, desde su título mismo. Este primer tomo abarca desde la Colonia hasta fines del siglo XIX. Sus autores ponen a nuestra disposición una fascinante variedad de datos y de indicios, además de varios relatos distintos que los van uniendo las huellas – tantas veces suprimidas, borradas – que las mujeres han ido dejando en nuestra historia.
Las mujeres, perturbadoras de la historia
Con la historia más oficial de Chile, los ensayos incluidos en este primer tomo pueden establecer diversos tipos de relaciones, que van desde la complementación hasta la incomodidad, la sospecha y la crítica. Lo que es muy poderoso en ellos se da en todos, y al sesgo: los datos, las citas, las huellas que contradicen las versiones históricas más complacientes y abren un espacio a la incomodidad y la inquietud.
En algunos casos, como sucede con dos ensayos dedicados a la educación en el siglo XIX, pueden sumarse los datos acerca de las mujeres a un relato ya existente: el de la modernización, en dos vertientes. La primera, la de una educación religiosa, que sirve a la Iglesia Católica para consolidar su poder mediante la influencia que ejercen las mujeres educadas de élite sobre sus poderosas familias: «excelentes mediadoras para llevar la religión a sus maridos e hijos» (De la Taille, 298). Se trataba de una «educación cautelosa ante los peligros del mundo y más aún de la propia imaginación, con el sistema de selección… que aseguraba que las niñas leyesen aquello que les convenía y no cierta literatura que podía abrirles horizontes vetados para ellas» (Ibid., 326). No siempre esta vertiente se opone en todo a la otra, la del relato de la construcción de la república; de hecho, la Escuela Normal de Preceptoras, estatal, fue encomendada por el gobierno a las religiosas del Sagrado Corazón, las «monjas francesas» que, a mediados del siglo XIX, traían aires y competencias educacionales nuevas. En la vertiente del relato de la construcción de la república, las mujeres debían «ser adoctrinadas para defender la autonomía social y política contra una Iglesia que impide los avances de la modernidad» (Stuven, 342), transformándose «en definitiva en un peón en la polaridad modernidad-tradición» (342)aun cuando estén excluidas de los derechos políticos, por razones que entonces se consideraban obvias (338). En este último artículo, de Ana María Stuven, hay citas extraordinarias acerca de las controversias de entonces entre conservadores católicos y liberales acerca de los derechos y las capacidades de las mujeres; leer esas citas de hace tantos años resulta esclarecedor hasta el día de hoy, pues muchas de ellas son una versión desembozada de argumentos que todavía se dan, aunque generalmente cuidando mejor las palabras.
También en el estudio sobre las mujeres en la guerra del Pacífico se puede apreciar que las nombradas tienen una funcionalidad respecto del relato guerrero y heroico: cantineras valerosas, madres y cónyuges abnegadas, partícipes en esa calidad de una historia oficial.
En cambio, hay otros artículos en el volumen donde hacer la historia de las mujeres lleva a relatos menos constituidos y aceptados en las historias oficiales, y se plantean en torno a sus zonas ciegas. Un artículo, de Ximena Azúa, habla de «voces olvidadas», sin relato: las indias, mestizas, mulatas y negras. Otro, de René Salinas, se refiere las solteras, las viudas, las abandonadas. Comienza a percibirse un trasfondo de incomodidad en nuestra historia patria, la sensación de haber pasado por alto indicios, huellas, de otra forma de existencia no recogida en ella.
Otros estudios muy reveladores y contundentes sobre conquista y colonia generan aún mayor distancia respecto de relato histórico habitual. Llevan inevitablemente, por ejemplo, a la consideración del mestizaje «como clave de la identidad chilena, [que] ha vivido un proceso de blanqueamiento, en el que la india, su principal gestora, ha pasado a significar lo inferior y lo que debe borrarse» (Zamorano, 46). Otra clave incómoda de la identidad chilena es la violencia contra las mujeres, ejercida ya en los mismos pueblos originarios (Hidalgo y Castro, p. 85) pero llevada al paroxismo durante la conquista: «matando mujeres y cortando los pechos a algunas dellas, dando con los niños por los árboles, cortando pies, manos y narices a los indios que cojen por los caminos y en sus casas», escribe Mariño de Lobera (60), e incluso, en el ámbito doméstico, llevando en casos extremos al poder de vida, mutilación y muerte sobre las esclavas. El notable artículo de Paulina Zamorano abunda en ejemplos de la extrema violencia sobre mujeres y niños en la conquista y temprana colonia: «las madres dejaban de dar leche a sus hijos para que murieran, evitando así que fueran llevados al trabajo a los siete u ocho años de edad» (73). Una tercera clave incómoda, que va atravesando los ensayos, es la de la fuerza y el poder que logran adquirir las mujeres en las situaciones extremas. Las españolas se transforman en conquistadoras, guerreras y encomenderas en caso necesario; pero ya en algunos pueblos indígenas, «el género no constituye en sí mismo un aspecto fundamental de la personalidad, sino que es comprendido como una imposición que debe ser asumida en algunas etapas del ciclo vital» (…) y son «la tierra y los cargos» lo que «definen el género social o simbólico de los individuos» (Hidalgo y Castro, 95). En otros, entre ellos los mapuches, se consagraba y radicalizaba la dominación masculina (97), precisamente por tratarse de un pueblo guerrero, pues en la guerra «la diferencia de los sexos es radicalizada y la valoración del hombre más neta» (97).
Yo debo confesar una cierta debilidad por los dos ensayos que cierran este tomo. El primero, porque tiene que ver con vestidos, y con la intuición certera de que los detalles de la vestimenta son un idioma sin palabras, a veces más elocuente, y más verdadero, que cualquier discurso[2]. El trabajo de María de la Luz Hurtado explora, a través de las maneras de vestirse, los modos de disimular el cuerpo propio – siempre susceptible de vergüenza – para simular otro; los modos de distinguirse como perteneciente a un adecuado círculo social; los modos de asimilar – o no asimilar – las tendencias de la metrópoli europea… Por su parte, «Mujeres, médicos y la enfermedad en el siglo XIX», de Claudia Araya, es clave para entender la «feminización de la locura» (frase de la autora), el lenguaje de los síntomas (la somatización de «lo femenino», como se entendía entonces, época de apogeo de los estudios sobre la histeria) y la necesidad, a su vez enfermiza, de los médicos de radicar en los órganos específicamente femeninos las vergüenzas y las debilidades propias de toda la sociedad.
«El poder de la sábana de abajo»
Para terminar, quisiera referirme a un lugar literario chileno en que confluyen prácticamente todos los rasgos de «lo femenino» que se aparecen en este primer tomo. El obsceno pájaro de la noche, la novela de José Donoso publicada en 1970, es una exploración obsesiva del ir y venir del poder entre hombres y mujeres. Una frase suya, «el poder de la sábana de abajo», me ha penado desde hace cuarenta años. El poder de la «influencia», como quería la iglesia católica, de las mujeres de élite; el poder de la murmuración («dicen, dicen», que atraviesa las clases sociales); el poder de las hechiceras y las brujas.
Hay un trasfondo social anterior que vuelve, en esa novela; que está presente y actúa desde el pasado histórico. Los fantasmas de la vuelta de lo reprimido, de todo aquello que la historia republicana quería poner en cintura bajo un modelo racionalista y científico, y de todo aquello que el otro gran poder, la iglesia, quería mantener a raya y separado. Los fantasmas de los excluidos, los relegados fuera del círculo encantado y librados a «los potreros de la muerte», en frase del urbanista Vicuña Mackenna, creador de los paseos de Santiago, que los oponía a esos potreros-cloacas… Esta cita de Vicuña Mackenna viene de este libro, y resume muy bien un aspecto decisivo de nuestro siglo diecinueve y de cuanto lo antecede en nuestra historia. Porque los cambios culturales son más lentos que los cambios económicos y políticos, y tienen lugar en «profundidades abismales», como ha dicho Braudel, muchos de esos fantasmas están presentes todavía en el trasfondo de nuestra convivencia actual.
En El obsceno pájaro de la noche perviven y actúan esos fantasmas. Uno de sus personajes es transversal a los ensayos de este libro; se trata de la Peta Ponce, excluida por mujer, por vieja, por sirvienta, por medio india, por medio bruja, pero aterradoramente poderosa en la esfera fantasmal. Una especie de condensación del sustrato cultural chileno que aún no se sentía, en 1970, como verdaderamente pretérito, sino como actuante entre nosotros.
Y en esa misma novela, la imagen de una pared empapelada: Misia Raquel había escogido «un discreto papel angélico» bajo el cual «yo pegué una camisa de papeles de diario (…) noticias pavorosas… gritos silenciados por la distancia y el tiempo… bajo el papel pintado que lo cubre todo y mantiene intacto el espanto». Cómo no pensar que la historia puede ser o haber sido un papel pintado que lo cubre todo, y bajo el cual persiste lo silenciado. Libros como este, al ocuparse de la historia de las mujeres – una de las zonas más silenciadas de la historia – hacen, entonces, un aporte parcial, pero importante, de recuperación y de liberación.
En resumen, y ahora sí que termino: la curiosidad de ser mujer ahora en Chile, y de no tener certezas dogmáticas acerca de lo que eso significa, hace acercarse con particular urgencia a la historia de las mujeres en nuestro país. Este libro hace una invitación y un aporte que parte de esa curiosidad y la excede, señalando de paso zonas dolorosas y mal asimiladas de nuestra manera de ser y de los relatos que hemos construido, desde la conquista y hasta fines del siglo XIX, sobre nosotros mismos.
Libros citados
José Donoso, El obsceno pájaro de la noche, Barcelona, Seix-Barral, 1970.
Carlo Ginzburg, Le fil et les traces- Vrai, faux fictif, Paris, Verdier, 2010 (orig. italiano, 2006)
Úrsula Suárez, Relación autobiográfica, etc. Prólogo y edición crítica de Mario Ferreccio Podestá, estudio preliminar de Armando de Ramón, Biblioteca Nacional, Universidad de Concepción, Academia Chilena de la Historia, Universidad de Concepción, 1984.
Virginia Woolf, Un cuarto propio. Traducción de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Sur, segunda edición, agosto de 1980 (primera edición 1956).
[1] Carlo Ginzburg, Le fil et les traces- Vrai, faux fictif, Paris, Verdier, 2010 (orig. italiano, 2006), p. 60.
[2] «Lo eterno es más el ruche de un vestido que una idea». (Walter Benjamin).