Baldomero Lillo, Obras completas. Edición crítica de Ignacio Álvarez y Hugo Bello. Santiago: Universidad Alberto Hurtado,
Colección Biblioteca Chilena, 2008. 800 págs.
Año 1, número 1. Dos estudiosos de la literatura, de las más recientes generaciones, emprenden el desafío de diseñar una página para ser agregada a nuestro archivo nacional: es la fundación de la Colección Biblioteca Chilena, dispuesta por la Universidad Alberto Hurtado, que se propone “fomentar la relectura, valoración y difusión de los autores fundamentales del canon nacional” (xx). Cada libro de esta colección incluirá un estudio crítico preliminar, la historia del texto y sus criterios editoriales, la obra, un dossier crítico, un cuadro cronológico y una bibliografía. La obra elegida por Ignacio Álvarez y Hugo Bello para iniciar esta misión de reconocimiento simbólico de un linaje y una voz comunitaria viva y trascendente, es la Baldomero Lillo, aquel de los paisajes irredentos de Subterra y Subsole, hace alrededor de un siglo atrás.
Desde niño escuché que en este país vivimos el espacio público y comunitario de modo destructivo, escupiéndolo (calles, veredas, servicios), renegándolo y haciéndolo irrisorio (edificios descalabrados, sin ninguna mano de gato), exhibiendo así nuestro resentimiento sobre todo lo que sobrevive. Frente a esta marcha de cuerpos anodinos, existe otra que recoge, pega las partes y con señas desvía las miradas erráticas de la comunidad nacional. Son las colecciones de la Biblioteca Nacional, colecciones universitarias y de centros de estudios, planes centenarios y bicentenarios, que mantienen una débil pero sostenida continuidad. Es en esta vertiente donde situamos esta nueva serie, surgida desde la inquietud profunda por establecer un diálogo fructífero en el ámbito de la Historia y de la Ética.
Al rescate de la tradición. A nivel letrado, en el caso de Baldomero Lillo, se nos está ofreciendo por vez primera “una versión confiable de su creación, cotejada en todas sus versiones y profusamente anotada” (72). No es poco; esta edición suma públicos, haciéndolos más curiosos y activos: a los colegiales, les otorga de modo didáctico el léxico y los contextos necesarios para apreciar estos cuentos y a los especialistas el imperativo ético de volver a transitar por un territorio ahora más misterioso, de modo contrastivo: en nuestras mentes debemos congeniar la tumba de las minas de carbón con los cielos del mall, subir y bajar por la escala de Jacob y jugar a perder el equilibrio.
La elección de este autor para el comienzo de un nuevo siglo es también un signo del malestar de nuestra cultura actual. Es la mirada a la pobreza, la vuelta de esos cuerpos oscuros a la pantalla radiante del plasma televisivo de nuestras habitaciones. Y es una mirada ética, de rabia melancólica, pues es un sedimento del cual no nos hacemos cargo. Obviamente, estos cuentos mineros entran en asociación aquí con los mundos que se van apagando, como los relatos grotescos festivos de la pampa salitrera de Hernán Rivera Letelier o las expulsiones del lugar natal, como en la piezas teatrales de Juan Radrigán, en una de las cuales –Pueblo de mal amor– se recrea la emigración forzada de los mineros de Lota y Coronel hacia los parajes desolados nortinos, a fines de los años 70’. Los feos y magros mineros de 1900 de Lillo son nuevamente engendrados por estos viejos cuenteros de las salitreras de 1990 de Hernán Rivera, que sólo viven y se alimentan de sus historias, y son lanzados como pueblo al espacio del exilio, a modo de un destino teológico, en el caso de Radrigán. Como ven, ya esta edición crítica nos abre series literarias y culturales que nos permiten repensar el espíritu popular y sus retóricas; además que abren compuertas dentro del laberinto de la historia chilena.
No obstante, existe otro dato, el cual me conmueve y que no logro interpretar bien. Lo común es que quienes emprendan la tarea de una edición crítica de una obra antigua sean gentes mayores o académicos con mucha experiencia en esa disciplina. Aquí la situación se invierte: dos investigadores que recién se incorporan a la carrera académica, cuyo campo no es necesariamente la filología, convocan a sus mayores para otorgarles un regalo; en realidad, un presente, como intuyendo que es una tarea difícil de emprender para la generación anterior. Es, por supuesto, un rescate, el cual se plantea como mutuo y un llamado para la reconstrucción del espíritu utópico. Los antiguos rebeldes poco valen en estos tiempos; salvo que se reconozcan en un archivo que sus descendientes continúan.
Pensándolo bien, el inicio del siglo XXI se nos viene encima de modo cruel. La seducción mercantil se ha instalado en nuestros cuerpos y nos elevamos por esos muros de la tragicomedia de Calixto y Melibea, para contemplar desde lo alto la aldea global con su intercambio mercantil; pero intuimos también que en cualquier momento vendrá la caída en el precipicio. Ante ello, estos estudiosos quieren culminar lo ya comenzado muchas veces –la construcción de un sentimiento, una expresión, ligado al espíritu letrado progresista–, a lo cual no renuncian. Ahora bien, no se trata de renovar o citar cualquier experiencia del pasado; sino también, no sólo en la literatura, sino muy especialmente en la crítica literaria, de citar e imponer en el presente voces acalladas y que sin embargo, se constituyen en paradigmas o antecedentes ineludibles. En ese plano, se convoca al gran ensayista Jaime Concha –académico exiliado– para que inaugure el libro con un estudio preliminar, el cual tiene la virtud de atraer la experiencia natal y la foránea en un discurso creativo y polémico, que nos obliga a rebatir, consentir y luchar con lo que tenemos: nuestro conocimiento y sensibilidad letrados. En un espíritu semejante, se recogen los nombres de Luis Bocaz y de Leonidas Morales, teniendo en cuenta por cierto, sus perspectivas originales sobre la literatura chilena.
“Saldar una deuda”. Así se expresan estos estudiosos en relación a Baldomero Lillo. Sí, una deuda que circula azarosamente, comprometiendo a todos. Una deuda con los sectores y sensibilidades sociales que han pensado el país desde el reverso de su pobreza y su sufrimiento. Una deuda que en la actualidad nadie paga, porque no sabe cómo hacerlo: los mayores, supongo, porque no quieren renunciar a antiguos sueños políticos e incluso quieren resarcirse de lo perdido, acto imposible; y los menores, los hijos, sobrinos y allegados, porque según ellos, todavía no tienen ni trabajo estable ni menos cuenta corriente. Y aquí es donde los autores de este libro fundan un mito, logrando superar una contradicción original. Somos todavía una república nueva, se nos dice y ni siquiera conocemos bien nuestras bases culturales; por ello, convocamos en este camino a quienes han intentado despejar la nación de un modo letrado, indicando nuestras preferencias y elecciones. Increíblemente, las nuevas generaciones rescatan de su orfandad a todo su linaje.
Baldomero Lillo, Obra completa. Esta cuidada edición incluye fotos de archivo y reproducciones de algunas páginas de la revista Zig-Zag con relatos del autor, que inauguran las diversas secciones del libro. El texto está compuesto por un estudio crítico de Jaime Concha, una explicación sobre los criterios editoriales, la obra de Lillo (es decir, Subterra, Subsole, Relatos populares, fragmentos de la novela La huelga, más otros materiales), un Dossier crítico con los trabajos de Carlos Droguett, Leonidas Morales y Luis Bocaz, una Cronología preparada por Maylin Tang y una Bibliografía de y sobre el autor.
Lo que primero sorprende es la relevancia que adquirimos los lectores, por cuanto tanto la presentación de la edición crítica como la anotación del texto tiene como único norte iluminar el camino, a modo de los focos de los cascos mineros, para así nosotros limitarnos sólo a presenciar el espectáculo grotesco de este mural chileno, que nos evoca esa maravillosa serie de grabados del mexicano José Clemente Orozco sobre la miseria del trabajo humano, expuesto en el Instituto Cultural Cabañas de Guadalajara. La voz de los editores es clara y sucinta; su letra se prohíbe la pedantería, suprimiendo el detalle estéril, estando su erudición siempre al servicio de una lectura atenta y gozosa. Mesura e inhibición son sus llaves para lograr la atención del lector de habla española.
Esta edición crítica respeta la tradición, siguiendo modelos consabidos –como el de la Biblioteca Ayacucho y especialmente, la Colección Archivos de la Unesco–; pero hace algunas enmiendas de interés, en beneficio de una lectura más amable y más inclusiva; sin por ello perder especificidad en el ámbito del conocimiento. Como texto base, siguiendo la Colección Archivos, transcribe la última versión revisada por el autor de sus relatos. En el caso de los cuentos que fueron agrupados después de su muerte en el libro Relatos populares, preparado por González Vera, estos editores acuden a las versiones publicadas en la prensa. En cuanto al registro de las variantes en los cuentos, sólo registran las más relevantes o significativas, disponiéndolas en notas a pie de página. Los editores cumplen aquí con la tarea cultural de seleccionar, elegir y discernir, señalando sólo las desviaciones que conlleven un cambio de sentido en el ámbito de las censuras culturales: cortes de orden ideológico o prohibiciones estéticas, frecuentes en el autor lotino. Lo mencionamos porque algunas ediciones críticas de las obras maestras latinoamericanas de la Colección Archivos semejan tratados taquigráficos, con un sinnúmero de notas hechas en número romanos y en letras del abecedario y que llegan a ocupar fácilmente hasta un tercio de la página, sofocando la lectura. E incluso, en algunas de ellas, las variantes no se anotan a pie de página sino a un lado, en el margen derecho, obligándonos a ejercitar un espíritu a lo Mallarmé, fijándonos en los blancos y tipos de letras –formato común de muchas revistas, que nunca me ha entusiasmado.
Un aspecto fundamental de esta edición es su anotación, que despeja el léxico relacionado esencialmente con el campo semántico de las minas del carbón y también de otros, como el salitre; amén de despejar cierto vocabulario de época o adscrito a ciertas estéticas o a la cultura popular, como leyendas y refranes, consultando para ello diccionarios lexicográficos, textos de cultura oral y del folklore, y ensayos sociológicos. Trabajo invaluable, conciso y didáctico, que va levantando series que nos permiten habitar una casa antigua chilena: la mina de carbón. Pique, chiflón, jaula, cabria, brocal, circa, grisú, hulla, tosca, galerías de arrastre, lámparas Davy, cables niveles, vena, plataforma; términos que configuran un sujeto social, que le otorgan nombre propio y visibilidad. Las notas tienen la magia de las entradas de un diccionario, por cuanto cada término ilumina el campo semántico en que se inscribe. Así leemos en la nota 107 de Sub terra: “Los niveles son cables de hierro inmóviles que van desde el vértice de la cabria hasta el fondo del pique. Los que se sacuden con el viento son los cables que sostienen la jaula o ascensor” (173). Así, cada término es incluido en una familia que se va despejando según las necesidades del caso. Sin estas cadenas significantes, que operan como jardín de senderos que se bifurcan debajo de nuestros pies, estos cuentos sólo son adornos de pascua, meros envoltorios de una memoria afásica, una superficie que no permite que se ausculte ni que se le penetre. Me imagino a un escolar leyendo por primera vez en este año 2008 estos cuentos. Tiene derecho a nombrar ese mundo en su propio idioma, más aún si ha desaparecido. No se trata que lo aprenda de memoria; sino que juegue libremente con las palabras y sus combinatorias, pues sólo así será rozado por la costra de una historia íntima.
Indiquemos de paso que este libro incluye algunos materiales nunca antes aparecidos en el conjunto de sus obras y una pieza descubierta por los editores: una versión antigua del relato “Sobre el abismo” (publicado en El Mercurio en 1907); lo cual certifica la calidad y trascendencia de esta investigación.
A la hora de confeccionar el Dossier crítico, los editores toman decisiones novedosas y drásticas: eligen sólo tres textos; uno de un escritor, Carlos Droguett, escrito en 1972; un extensísimo ensayo de Leonidas Morales, de 1966 y otro texto crítico, también extenso, de Luis Bocaz, del 2005. Este corpus aparece precedido por el Estudio Preliminar de Jaime Concha, escrito para esta ocasión y que abre el libro. Decisiones valóricas y estéticas, que refundan una tradición sociocrítica. No es éste un Dossier dictado por el consenso; aquí no hay medias tintas: se han elegido a muy pocos y se les ha dado un espacio ilimitado. Pudieron haberse elegido más artículos y, como lo hace Cedomil Goic en su Historia y crítica de la literatura hispanoamericana, haberlos editado, es decir, acortado, mediante la supresión de varios de sus párrafos. Y también pudieron incluirse consabidas páginas clásicas, como las escritas por González Vera, que han acompañado a varias antologías. Lo cierto es que Ignacio Alvarez y Hugo Bello dan un golpe de autoridad: no es éste un manual de enseñanza; sino un texto cultural que resitúa el quehacer crítico nacional, restituyéndole su valencia ideológica clásica. Habrá que hacerse cargo de ello.
Un breve comentario sobre este Dossier crítico. Droguett nos señala la crueldad artística de Baldomero Lillo, su escritura anal, que retiene la miseria en cuerpos que explotan: Es la economía de recursos, en una literatura social que no es panfletaria. Citemos: “Frente a una injusticia –escenas comunes en sus cuentos mineros–, del hombre o de la naturaleza, el autor muestra una parquedad de expresión, una economía en sus reflexiones, que es casi estitiquez frente a la soltura de vientre de los escritores sociales posteriores” (648).
El ensayo de Leonidas Morales sobre Sub terra, escrito hace más de cuarenta años, es un texto crítico ejemplar, que plasma de modo definitivo la imagen infernal de ese mundo minero; corrijamos, en realidad, se exhibe un cielo invertido, gobernado por lo demoníaco, que adelante el mundo grotesco de la subordinación en el valle El Olivo, aquel mundo sin Dios de El lugar sin límites, de José Donoso, que ilumina tétricamente el campo chileno. Los análisis de los cuentos “La compuerta Número 12” y “El grisú” reúnen la mejor tradición de los estudios filológicos y estructurales, base ineludible para cualquier análisis cultural –ese es el mensaje subliminal que, al parecer, se nos transmite.
El ensayo de Luis Bocaz recrea la sociabilidad cultural santiaguina del 900, enfatizando el surgimiento de un nuevo tipo de actor cultural: el escritor que interviene una realidad social. Trabajo meritorio por su capacidad para hacer memoria sobre la sociedad oligárquica que recibió este regalo feo y su recepción en el ámbito de los escritores, destacando aquí los testimonios críticos de Federico Gana y Augusto Thompson.
Paso ahora a comentar el estudio de Jaime Concha, que despeja para los lectores la situación existencial de la lectura de Baldomero Lillo en este nuevo siglo, global y posmoderno, que enmascara y desfigura al protagonista de la historia de la humanidad: los pobres, los explotados y en clave teológica, como él lo señala para estos chilenos, los condenados de la tierra. Maestro de generaciones, alguien que ha sufrido los embates de las traiciones históricas, Jaime Concha nos ofrece un gran mural expresionista estilizado, en el cual se expone el cuadro minero de la Modernidad, el inicio de las explotaciones del carbón en Inglaterra, Gales y Escocia y su réplica lotina, y sus figuraciones literarias y en el cine; amén de réplicas laterales en los talleres artísticos de D. H. Lawrence y Van Gogh, que habitaron esos mundos en su infancia.
Mural de los movimientos sociales y del espíritu de Occidente, que excede marcos locales y contingentes para visitar tradiciones filosóficas alternas, como la del estoicismo de Zenón de Citio que otorga iguales derechos a los esclavos, además de recordar los escritos históricos de Diodoro quien describe las revueltas sociales de los mineros sicilianos hacia el siglo II A. C. No son éstas citas enciclopédicas, sino libre juego de asociaciones regidas por un espíritu utópico que configura la vida desde la experiencia ética y política de los sujetos despojados de bienes materiales e intelectuales. Gran ensayista, vemos en los costados de estas pinturas –como en las de Rivera en el Palacio de Gobierno mexicano o las de González Camarena en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción– el retrato grotesco de oligarcas chilenos, figuras paternas de nuestra historia nacional que la convierten en una farsa, otorgándonos así una imagen identitaria teñida por pactos mezquinos; en fin, por la debilidad de los seres humanos, por su falta de consecuencia. De seguro, cuando Jaime Concha pinta el retrato de estos señorones, los presidenciables de inicios del siglo XX, tiene presente ese otra foto, el retrato de Baldomero Lillo de la primera hoja de este libro, donde un hombre que suma toda la modestia del mundo fija su mirada firme y de serena melancolía en nosotros, el porvenir de Chile.
Y dirán ustedes, ¿y dónde está la literatura? Caso extraño, el discurso ensayístico de Jaime Concha siempre se inicia y culmina en el texto literario, por razones evidentes y también misteriosas: la Historia es representada como un relato traumático, que es necesario discernir apelando a la biografía del individuo, la cual se explaya en la literatura. Y sobre todo, su escritura exhibe una visión poética de la existencia. Sus lecturas nunca son causalistas o teleológicas; más bien, se componen como una serie abierta de correspondencias, al modo de Baudelaire, que le permiten establecer una totalidad compleja: los protocolos, las imágenes simbólicos, las gradaciones y la gestualidad reprimida en el cuerpo de la letra le permiten delinear cuadros de época, en los cuales es común que los detalles o escenas aisladas iluminen el todo.
Artista de los medallones, nunca abandona la figura del artista, intentando leerlo en todos sus reveses. Expongamos esta pincelada sobre Baldomero Lillo: “Dos libros le dan celebridad en el modesto medio nacional. Luego, su vida se irá extinguiendo lentamente, con ese ardor vegetal con que se suelen apagar los chilenos. Repliegue, soledad, no totales al parecer y sin visos de misantropía. Un hilo recorre todo, no el hilo de la Parca, sino el hilo peor de la enfermedad. Nuestro héroe llevó a cuestas de por vida su pulmón de Aquiles” (39).
Anotemos finalmente que en este estudio se dialoga con los textos críticos del Dossier, discutiéndose sobre las lecturas posibles del autor lotino y, en caso de la composición literaria, sobre la categoría de totalidad o de estructura, comparándose a diversos cuentistas de diversas tradiciones.
¿Qué permite este libro? Reiniciar un viaje que estaba interrumpido. Con las anotaciones a los cuentos, con la referencia a sus versiones significativas y con una crítica que abofetea las estéticas postmodernas y reposiciona el sujeto social en los estudios culturales, alejando la categoría de hibridez; sólo queda emprender el camino, ahora acaso con una cuota de optimismo.
Con esta edición crítica es otro Lota y otro Baldomero el que se proyecta en la pantalla nacional. La relación más evidente es el diálogo de los textos finiseculares de Rivera Letelier con los relatos de Lillo: el resplandor de las almas en pena del salitre, en un baile grotesco festivo, acompañado de música charra y cuentos picantes de orfandad, que se asocia subliminalmente con la ratonera del mar (las minas del carbón), el cuadro farsesco funerario de un mundo no alumbrado ni por la cultura popular ni por Dios. En ambos, más allá de sus diferencias retóricas (uno funciona con chascarros; mientras que el otro, con un lenguaje de bisturí, certeramente letal), existen continuidades misteriosas: los únicos personajes son los marginados sociales; no hay espacio para los poderosos. No interesan sus casas, sus clubes, sus amoríos, sus bondades y si alguna vez alguien aparece en el cuadro, como Mr. Davis en el cuento “El grisú”, es porque se ha introducido en terreno ajeno y pagará caro por ello. Ni Hernán ni Baldomero se sienten seducidos por los habitantes de los altos. Remarcamos esta exclusividad, puesto que en la película chilena Sub terra (2003), dirigida por Marcelo Ferrari, aparece la familia Cousiño en momentos claves, enmarcando las escenas mineras e incluso, rubricándolas, subordinando el sujeto popular a la serie infinita de mediaciones sociales.
Baldomero Lillo nos hace nuevamente poner los ojos en las encrucijadas locales de la modernidad. ¿Qué ha ocurrido con los pueblos de Lota y Coronel luego del cierre de los minerales? Los gobiernos de la Concertación negociaron mojigatas jubilaciones de por vida y luego hubo programas de reinserción laboral; además del ofrecimiento a empresas para que se instalaran allí con estímulos económicos. Los resultados han sido magros. Lo cierto es que estos dos pueblos se hunden irremediablemente y pronto se enterrarán, como muchos otros poblados andinos, como el del puerto de Chimbote, en un tiempo centro del boom de la harina de pescado en el Perú, pintado apocalípticamente por José María Arguedas. Mineros del carbón reconvertidos en peluqueros y en hombres-pymes en busca de capital; pero sobre todo, hijos de mineros comidos por una nueva industria, la del pescado en conserva, cuyas fábricas están situadas justo en la playa de Coronel, donde se botan los deshechos de modo directo, contaminando todo el Golfo de Arauco. Se dice que es un pueblo que no quiere trabajar; tendrán ellos sus justas razones; así y todo, hay un grupo que se interna en tierras araucanas y sigue la ruta de la madera, carcomiéndose en la historia de los chips.
En la actualidad nadie pertenece a Lota; aunque sospecho que somos su metonimia: nos situamos al lado, pero nunca coincidimos con los seres que lo pueblan; a lo más, los vemos pasar. Durante mi infancia pasé muchas temporadas en Lota, donde tenía parientes. Por ello, pasado el tiempo, antes de emprender un viaje al extranjero, un día de semana en enero de 1999, sucumbí a la tentación de visitar turísticamente el Chiflón del Diablo. Tomé la micro en Concepción y me bajé en Lota Alto, junto a un pequeño cartel que anuncia la calle lateral que baja hacia la mítica mina. Era muy de mañana y en la caminata fui acompañado por una leva de perros –una infinitud de quiltros–, que me mantuvo inquieto y alerta. En una inhóspita antesala, procedí en silencio a vestirme de minero y a renglón seguido, siguiendo las órdenes del guía, entré en la jaula y descendí, para luego caminar a tientas por estrechos pasadizos por espacio de tres horas, encorvado y con la vista fija en un suelo iluminado de modo intermitente por la luz de mi casco. La oscuridad del túnel resplandecía cuando era cruzada por la apertura de otros túneles, en un laberinto negro sin destino. Una sola imagen condensa lo que sentí: una ratonera, una trampa. De repente –recordemos que estamos en un tour–, mi guía me señala una salida hacia su izquierda: la compuerta número 12. Lo humano, la literatura. Sí, le digo, el del cuento de Baldomero Lillo. El que contó nuestras vidas, me contesta con seguridad. ¿Lo ha leído?, pregunta el letrado. ¿Para qué?, si ahí está la compuerta y aquí nosotros los mineros. En el medio del camino, tomando un poco de aire en el frescor de la mina, le comento la belleza del cementerio del pueblo, ubicado en un cerro desde el cual se ve el campo, la playa y la línea del horizonte. Al saber que allí están enterrados algunos de mis parientes, este exminero me cuenta que recién logró cumplirle la promesa a su padre de enterrarlo allí, al comprar una tumba en tierra, trasladándolo desde el lugar innominado donde estaban sus restos. Le cumplí; así ya no me penará más en las noches, agrega aliviado. Al salir del Chiflón, un grupo de mineros, socarronamente, le preguntan al guía cómo le fue al boy scout. Aguantó, dijo y todos se rieron. Algo de razón tenían. Me llegué a acostar, rendido, como si hubiera recibido mil golpes y tuve un problema de meniscos en la rodilla que puso en jaque mi viaje al extranjero.
No hay lecciones de este excurso; sólo indicar que la Biblioteca Chilena, alojada en la Casa Jesuita, ha abierto –una vez más– un gran socavón para continuar trabajando de modo infatigable sobre nuestra modernidad latinoamericana.
maria
19 mayo, 2010 @ 21:05
oh por dios esto no lo termino de exponer nunca encojanlo!