Agradezco la invitación que me ha hecho Felipe para presentar Los zapatos de gamuza: Crónica de la muerte de Luis González, su primer libro de poemas.
Desde ya, debo señalar que mi primera aproximación al libro fue casi exclusivamente visual, pues, antes de leer cualquier poema, recibí la imagen de la portada junto con una breve descripción de lo que sería su contenido: «poemario policiaco con fotos».
En esas circunstancias, escribí las notas iniciales para esta presentación a partir de dos aspectos que, en su conjunto, me conducían al imaginario de una época pasada, lo suficientemente lejana como para no tener yo recuerdos directos de ella, pero no tan remota como para que su influencia haya dejado de ser efectiva hoy.
En primer lugar, no dejaba de llamarme la atención la presencia de unos «zapatos de gamuza» en el título de un libro de poemas. Por una parte, parecía una referencia demasiado específica como para ser trivial y, por otra, estaba consciente de que esa frase me recordaba algo. Unos días después, me di cuenta de que se trataba de la canción interpretada por Elvis Presley llamada «Blue suede shoes» [Los zapatos de gamuza azules], grabada por primera vez en 1955 por Carl Perkins, quien la compuso siguiendo el consejo de Johnny Cash. En la letra de la canción, los zapatos de gamuza representan un sofisticado objeto de deseo, un fetiche de la elegancia a un grado tal que quien los ocupa está dispuesto a todo, siempre que su pareja de baile no los pise. Como dice una de sus tantas versiones en castellano: «Puedes matar / y asesinar, / todo mi dinero robar / coches nuevos / puedes chocar / pero por favor / no me pises ya nunca / mis zapatos de gamuza azul».
El segundo aspecto que me llamó la atención fue propiamente el diseño de la portada. La composición de cinco fragmentos de fotografías en blanco y negro que giran en torno a un agujero vacío en su centro, asemejando un cristal roto por el disparo de una bala. Efecto que se repite luego, abajo a la izquierda, con las letras del título. De modo parecido al caso anterior, sabía que había visto ese diseño en el cartel publicitario de alguna película antigua, un thriller o una película de suspenso que, tras alguna búsqueda, resultó ser «Psicosis» de Alfred Hitchcock, estrenada en Estados Unidos en 1960. Para mi decepción, sin embargo, la fragmentación que muestra el cartel de «Psicosis» no se debe a una bala, sino que en el mejor de los casos a la rasgadura de un cuchillo –como el que utiliza el protagonista de la película–, o bien, a la fragmentación de su personalidad psicótica. Pero luego encontré otra imagen. El afiche de una película llamada «Unbreakable» [El protegido], supuestamente dirigida por Francis Ford Coppola y protagonizada por un joven Paul Newman. Digo «supuestamente dirigida», porque cuando me propuse investigar su argumento, me di cuenta de que esa película en realidad nunca había sido filmada, y de que el afiche era el resultado del ejercicio de nostalgia retro de un artista gráfico estadounidense que traslada los carteles de películas actuales a una estética de la década de los sesenta. No obstante, ¿qué mejor que un pastiche para resaltar los aspectos más característicos de una época?
Los zapatos de gamuza de Felipe González, sin embargo, está muy lejos del «debilitamiento del pasado histórico» implicado en el simulacro posmoderno de la moda retro. Pero esto solo lo supe después, una vez que pude acceder a los textos, cuando pude darme cuenta de que los zapatos de gamuza no eran en verdad azules, sino negros, aunque continuaran funcionando como fetiche; y de que Luis González –cuyo asesinato a los 27 años es el objeto del libro– es el nombre del abuelo del autor.
Ahí pude darme cuenta de que la escritura de Felipe nace de una evidencia material, de la prueba de una existencia cuyo único rastro es la muerte, una muerte que apenas ha quedado registrada en parte en el más acá de las fotografías familiares y de algunas crónicas de los periódicos de esa época que yo imaginaba. Y, entonces, sentí algo de aquel pudor que uno siente ante la posibilidad de estar accediendo al espacio de una intimidad ajena que, como aparece en la contraportada del libro, está signada por ese «hecho atroz que es la muerte de un joven», y que los poemas describen como «la constatación de un hecho irrefutable y obsceno», como «una pesadilla» donde «todo es espantoso», como «una desgracia que cayó sobre nosotros».
Y, no obstante, arriesgaría decir que el efecto que produce la lectura de Los zapatos de gamuza no es atroz, espantoso, ni pesadillesco, sino que hay en él una distancia muy calculada, que no tiene nada que ver con el cinismo, y que configura, creo yo, unos de los rasgos más notables del libro. Tal vez el poema titulado «Poética del crimen» ofrezca una idea de lo que intento describir, cuando se pregunta cómo « hacer el poema de un muerto / sin afectaciones», o bien, el poema titulado «Fotografía de Luis González», que valdría la pena citar en extenso, cuando afirma crudamente: «Tal vez (…) este hombre solo engrose la estadística / de muertes por asalto; otro legionario de la mala suerte / o del crimen organizado y sus amigos de Bandera. / Quién puede saberlo y en última instancia a quién demonios / le importa / si no es por apreciar el tenebrismo brutal de una fotografía: / Abraham sacrificando a su hijo en un souvenir de Caravaggio».
A Felipe, por cierto, le importa, y también a nosotros. De hecho, hay un par de poemas, que se distinguen de los demás porque su tono se aproxima a la elegía. Pero el libro plantea precisamente ese problema. Y, como digo, lo resuelve perfectamente. Por ejemplo, Felipe asegura que hay dos poemas que entregan pistas concretas acerca del autor del crimen, quien nunca fue apresado. Y cuando me lo ha dicho, efectivamente, me he dado cuenta de que tiene razón y de que esas pistas me habían pasado desapercibidas en la primera lectura. Sin embargo, creo que el libro funciona igualmente bien sin la necesidad de trazar una genealogía detallada del crimen, dejando abierta la posibilidad del equívoco –una homonimia, por ejemplo, en el nombre de una amante–, de unas pistas falsas, que permiten realizar una lectura que, proponiéndose resolver un misterio, puede dejarlo también abierto.
Esta consideración de la lectura no es casual, pues, el propio libro se propone como la crónica de un misterio por resolver por parte de un poeta en búsqueda de las pistas y de las evidencias que permitan desentrañar la historia del asesinato de su abuelo. Como se sabe, poeta y detective se reúnen en una tradición que se remonta al menos al Auguste Dupin de Edgar Allan Poe.
Y, a su vez, es el propio lector quien puede seguir la serie de pistas que el autor ha dejado insistentemente tras de sí en todos esos dispositivos que hacen de umbrales del libro y que son la contra-portada, la dedicatoria, la introducción y el epígrafe. Una serie de huellas que se multiplican y que reafirman la idea de distancia con que esta escritura aborda la crónica de la biografía familiar.
Todo o casi todo está ahí, guiando la lectura. Por ejemplo, en la contra-portada:
Tres balazos en la nuca acabaron con la vida del taxista Luis Humberto González en 1961. (…). El culpable, quien nunca fue capturado, recibió el apodo de El Asesino de Los Zapatos de Gamuza, lo cual –para complicar las cosas y aumentar el misterio–, señalaba su condición acomodada. (…) Mezclando elementos de la poesía y de la prosa (…), el poemario Los zapatos de gamuza (…) consigue trastocar el lenguaje convencional de la crónica roja.
Y, de nuevo, en la «Introducción»:
Hacia el comienzo de su adolescencia, en 1993, el autor vio en la casa de su abuela los periódicos (…) en que Luis González figuraba muerto, asesinado. (…). Quince años después, el autor regresó por el legajo de papel impreso, amarillento y quebradizo. Leyó y reconstruyó el relato de esa muerte para narrar en verso la prosa que el mundo había hecho con su abuelo. Así, quizá, podría transfigurar esas palabras comunes con la horma impensable de aquello que, a menudo, llamamos lo Real.
Aquí, ciertamente, más que la pista que conduciría a un detective demasiado presuroso tras los pasos de Lacan, importa la distancia implicada en la consideración de la escritura como resultado del regreso del poeta, quince años después, a un momento de su adolescencia, tal como espera el detective Salinas que el asesino regrese al sitio del suceso. El poema titulado «Testigo» se refiere específicamente a esto: «Alguien le dijo a Salinas / que en los arabescos está el enigma. / El detective mira al niño: / busca los zapatos en los ojos del niño / busca los ojos pardos en los negros del niño / (…) / Salinas piensa que vendrá con el arabesco de la procesión caminando. / El asesino siempre vuelve, piensa».
Pero importa también la «complicación de las cosas y el aumento del misterio», el poema considerado como «reconstrucción» de un pasado familiar y personal, y la poesía considerada como «trastocamiento» o como «transfiguración» del lenguaje periodístico de la crónica roja.
Este último aspecto parece crucial, pues una parte importante de la poesía moderna temprana se pensó precisamente como una desviación con respecto al lenguaje demasiado prosaico del periodismo. Algo de ese rechazo se puede apreciar todavía en el poema «Xenia Monty sufre un robo en la boîte El Buque», cuando dice: «No leas el diario de la tarde, Xenia, / no te acerques a los periodistas; / la grosería es contagiosa / y las reinas no se mezclan con el vulgo». Más tarde, como se sabe, ese lenguaje fue incorporado en la poesía, ya sea mediante el uso de un registro claro, coloquial o narrativo, de la ironía o del humor, o bien, de ciertas técnicas orientadas a la disposición de las palabras sobre la página. Actualmente, en Chile, son varios los poetas que trabajan en medios de comunicación escritos, y no es infrecuente oír que la obligación de escribir según un plazo de entrega fijo ayuda a soltar la mano y a dejar atrás ciertos vicios de una escritura demasiado estetizante.
En este sentido, el «trastocamiento» o «transfiguración» del lenguaje de la crónica roja que está presente en Los zapatos de gamuza se puede apreciar en varios de estos aspectos, y también en otros.
En primer lugar, como hemos visto, el propio poeta aparece como un lector de periódicos y revistas, y, a veces, él mismo como un reportero, que se propone ir en búsqueda de una historia, que la encuentra y, de paso, encuentra también otras historias: el filósofo Bertrand Russell dando un discurso a favor del desarme nuclear en 1959, la foto de una vedette tomada por Alfredo Molina La Hitte en 1955, el asesinato por envenenamiento de un obrero en Providencia, e incluso Ernest Hemigway en un parque de París, y un anacrónico encuentro entre Isidora Zegers y Jorge Alessandri, que parecen ser el relato de un reportero que ha dado rienda suelta a su imaginación. En otras palabras, el poeta escribe sobre una escritura previa a partir de la cual surge la invención.
Pero la operación de la lógica del lenguaje periodístico aparece también en la combinación de texto e imagen, y en su disposición sobre la página.
Los títulos de los poemas, escritos en versalitas, aparecen en solitario ocupando siempre la página derecha del libro, completamente separados de los poemas. Al reverso de esas páginas, al costado izquierdo, siempre hay una imagen en blanco y negro –reproducciones de fotografías de prensa o familiares, el detalle de un paisaje, titulares de periódicos, un retrato hablado–, que obliga al lector a pasar por ella en el tránsito que va desde el título al poema. En la página siguiente, una vez más al costado derecho, el lector accede finalmente al poema que, muy frecuentemente, no excede la extensión de una página de modo que puede verlo completo.
El aislamiento de los títulos escande la lectura, introduciendo un espacio vacío entre cada poema, negro sobre blanco que de alguna manera refleja la escala de grises de las imágenes. Como si ese vacío correspondiera a unas huellas que se han ido borrando con el tiempo, como si «dos colores» «bastaran al horror», como dice un poema, o como si la crónica periodística no hubiese alcanzado a rellenar un espacio familiar que queda, entonces, innominado. Como dice el poema «La evidencia»: «Luis González y Rosa Ordoñez / se conocen en la infancia / (…) / Pero los diarios no registran la mirada, / el beso y el abrazo / no figuran en la crónica. / Nada sabemos del amor, / solo la muerte es constatable».
La incorporación de imágenes, además, parece reafirmar ese carácter innominado al introducir un silencio entre el título y el poema, por el que el lector, como decimos, está obligado a pasar, y al que tiende a retornar, al darse cuenta de la posibilidad de establecer alguna relación entre el poema que aparece a la derecha y la imagen que aparece a la izquierda, esta última usualmente con un valor altamente icónico de prueba documental.
Pero también, en otro sentido, se puede decir que la totalidad del libro considerado como conjunto está rodeado por palabras que aluden a la imagen. Al comienzo, el epígrafe de Alfredo Gómez Morel –ese otro cronista de crímenes– dice: «Una instantánea captada por la vida, con una cámara fotográfica monstruosamente grande y negra». Y, al final, los últimos versos del poema titulado «Vanidad de vanidades», ponen fin –ese último fin que es la muerte– al movimiento de esta crónica: «El pincel, / la cámara, / el ojo ciego / del dios obturador / y sus sicarios: nacer a morir / acabar muriendo».
Muchas gracias.
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Texto leído el día jueves 8 de mayo de 2014 en la Universidad Alberto Hurtado con ocasión de la presentación del libro Los zapatos de gamuza: crónica de la muerte de Luis González de Felipe González Alfonso.El Bosque, otoño 2014.