1. Los amantes
Es famoso, por la viralización en las redes sociales, el encuentro de los performers Ulay y Marina Abramovic en Nueva York, en 2010, después de 23 años sin verse. Se conocieron en Ámsterdam; era 1976 y Ulay observaba atento cómo Marina rasgaba una estrella en su abdomen, con un cuchillo. Lo demás es más o menos conocido, más o menos leyenda: juntos exploraron los límites de la identidad y el sojuzgamiento; juntaron sus labios para respirar uno sobre el otro hasta agotar el oxígeno y desmayarse; se desnudaron y corrieron para chocar sus cuerpos una y otra vez; se ataron espalda contra espalda por horas; simularon la figura de los gemelos; se abofetearon sin parar como parte de una performance y vivieron la cotidianidad montados en una furgoneta, bajo los extremos rigores del hambre y la errancia. Su última acción, aquella con que cerraban no sólo un ciclo artístico, sino también buena parte de sus vidas, fue caminar desde los extremos de la Gran Muralla China para reunirse en el centro y allí despedirse para siempre. Esta performance se llamó “Los amantes” y fue ejecutada en 1986. No se volvieron a ver sino hasta una gran muestra retrospectiva de Marina en el MoMA. La imagen de ambos contemplándose en silencio obtuvo millones de solitarios likes en Internet.
Si les hablo de Marina y Ulay es porque parecen ser ellos los amantes que Miguel, protagonista de Las bolsas de basura, observa en un computador “de tamaño retrofuturista, plateado por la mugre” (24). En la sordidez de su pensión coquimbana, Miguel entremezcla la imagen profundamente espiritual de aquella despedida con otras provenientes de la pornografía, al tiempo que la hace más ambigua, ligeramente distinta. El origen mismo de la imagen es confuso, pero Miguel sabe una cosa: que “cuando los amantes se encuentran, se trata en realidad de un adiós” (25). Propone, sin embargo, una nueva versión de esos amantes, una en que ellos no comienzan su caminata en los extremos de la muralla, sino “espalda con espalda, como en un duelo, caminando igualmente solos, encontrándose antes de despedirse para siempre” (25). Miguel está perplejo y se pregunta “cómo podrían toparse en la ruta si la recorrieron en direcciones opuestas, y el muro no es circular, no empieza allí donde termina, como el deseo humano o el dolor en los perros” (25). Miguel parece aludir, así, a su propia historia de amante, a su historia de amor con Brenda. Miguel y Brenda, Brenda y Miguel, la eterna clepsidra, cuya arquitectura infinita se proyecta en la creación de esta novela, Las bolsas de basura, cuyo inicio y final se besan como amantes desquiciados y sucios, porque en ambos hay dolor y en ambos, la figura de un perro atropellado.
2. La belleza extrema
Las bolsas de basura es la primera novela del poeta Enrique Winter, autor de los poemarios Guía de despacho (2010), Rascacielos (2008) y Atar las naves (2003). En ella narra las historias de Miguel y Brenda, una pareja de estudiantes de veterinaria que se conocen en Talca y luego se separan; desde ese momento ella se dedica a disecar perros que encuentra muertos en la calle, en tanto él viaja a Coquimbo y trabaja en zonas aledañas, estudiando rebaños de cabras. A ambos los une –y también los ha separado- un plan en torno al cual gira gran parte del argumento: buscan la realización “de una belleza extrema”, un plan que los lectores pueden asociar con la labor disecar animales. Él se va de Talca, donde se conocieron, buscando realizar por fin el plan y no lo hace; ella se queda y busca alcanzar su objetivo sin moverse ni un milímetro. Su acción, como las de Marina, es extrema: “Brenda diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos, los encuentra a la orilla del camino, los lava y los sutura, volviéndolos permeables a la belleza extrema” (141). Miguel y Brenda son veterinarios, pero no les interesa curar; la muerte los ha fascinado. Él se va en un barco para aprender el oficio de taxidermista, pero ella se queda y va forjando su particular sepulcro y museo de perros abandonados. La novela los coloca a ambos en su sitio, cuando se plantea que Brenda “no debió obligarlo a decidir entre el viaje y ella, pues ella misma era el viaje y no lo sabían” (58). Como siempre en la literatura, Ítaca es el viaje, sugiriéndonos a nosotros, lectores, que la belleza que buscan Miguel y Brenda quizás no sea la del tiempo detenido sobre la epidermis de los perros abandonados, sino que tal vez el plan sean ellos mismos, los amantes, los gemelos, que sin necesidad de nada más, fueron la belleza extrema.
3. Barroquismos
Lo aparente y sus engaños y distorsiones, las superficies y su lento deceso, la verdad de la nuda vida detrás de todo, el cadáver y el animal encontrándose una y otra vez en el centro de esta historia, dan forma a estas bolsas de basura. Un libro dentro de otro libro, un libro anómalo, un libro perruno y deleuziano. Un libro en que las cosas destiñen, los cuerpos colapsan, las pieles se lavan y se colocan sobre alambres y papel de embalar. Un libro sobre rebaños, manadas y jaurías. Un libro de palabras que se encabalgan y forman chistes lingüísticos. Un libro de frases culteranas y modismos chilenos, ambientado en las provincias de Talca, Coquimbo y Aysén. Una primera novela que en la apariencia engaña, porque parece sobre todo una novela experimental, pero que deja ver por todas partes, como nudos que quisieran atravesar sus páginas, las huellas de otra novela, una novela inesperadamente íntima, porque en toda novela en que se separan los amantes, parece quedar el rastro de su intimidad perdida.
La descomposición, la decadencia, la ruina, son abordadas en sus múltiples variantes en la barroca novela de Winter. En Coquimbo, Miguel se ve involucrado en la muerte de un travesti, el que es atropellado. Ese cuerpo ocupa el centro de la trama, un centro oscuro y luminoso a la vez, narrado con lenguaje forense y poético: “Eugenio Renato Ramírez Benavides yace impecablemente, sus huesos y dientes brillan, y brillan más en contraste con las manchas en la tierra que lo rodean y cada vez menos tienen que ver con él. La redondez del cráneo y los pómulos, duros, la perfecta opacidad, la noche en vez de sus ojos y nariz, la noche en la boca ya sin blandura ni jugos asquerosos, la exquisita transparencia, seca y porosa, y la blancura horizontal de la clavícula penetrada por un esternón constante, una nota en el acordeón simétrico de las costillas o las alas” (185).
Sin embargo, si ese cuerpo fuera embalsamado, otra forma de belleza brillaría en él. La obsesión de la novela por la inmanencia de esos cuerpos, por su destello sin vida, es elocuente. “Las personas no se disecan así, se embalsaman: conservación para ellas, putrefacción y apariencia para los perros” (139), dice, en una de las tantas partes en que se aborda el poder del bálsamo, el embalsamamiento, la imagen también de un lago que diseca con su acción los cuerpos de los animales, convirtiéndolos en estatuas de sal. Las distintas variantes de una muerte congelada y de una vida sin sujeto, de una belleza simple, se corporeizan. Así, por ejemplo, las humedades del baño se asemejan a las bacterias que se alimentan del intestino y el estómago de Eugenio Renato Ramírez Benavides (124). Los “semáforos color lengua” (46) señalizan las estrechas venas de la ciudad y vamos encontrando más cuerpos en ellas, cuerpos que se acoplan casi mecánicamente y cuerpos que se cabalgan. O cuerpos unidos, a los que la novela de Winter da lugar obsesivamente: las siamesas de Malta, que fueron separadas, o los gemelos que dieron origen al nombre de siamés, que sobrevivieron parasitándose. Incluso el mismo Miguel es un siamés en uno de sus sueños, y es que en realidad lo es, en parte, porque su otra mitad parece ser Brenda. Las modulaciones se producen como en un reguero de espejos, donde parejas disparejas o parejas veladas multiplican la separación. Así, por ejemplo, las extrañas fotos de madres victorianas que cubrían sus cuerpos para sostener la imagen de sus hijos, fotos que por cierto una vez más Winter toma de las redes, como señalando hacia allí, a esa soledad viralizada en que el infortunio humano circula como un caudal de sabiduría weird. Las madres victorianas, ocultas al lente como fantasmas, marcando con su presencia/ausencia otra arista del doble. Y de los amantes.
4. Las “postales de abandono”
“Cuando las cosas se destiñen, el color sigue en ellas” (16), dice la novela. Es insistente, incluso fetichista, la mirada sobre los objetos y sus detalles inestables. La pertenencia y la pérdida de los mismos son dos vectores que se cruzan. Miguel marcha entre las coordenadas del abandono; sus recuerdos de infancia son los de toda una generación y en ellos las cosas, como en los recuerdos de muchos otros, también desaparecen. Se destiñen o simplemente ya no puedes verlas, como un conejito de plástico, que no sabemos si fue su recuerdo o el recuerdo de otra. Aparece y se esfuma la dictadura, con su enormidad de cuerpos desaparecidos. Quizás de ahí la obsesión por los cuerpos, por su presencia. Reincorporar simbólicamente los cuerpos, librarlos de su anonimia, volverlos al movimiento imposible de la vida y de la política, inscribirlos en el texto para que testimonien. También, de aquí, las ominosas bolsas de basura, que en la novela están por todas partes. No sólo están para colocar los cuerpos de los perros atropellados que Brenda embalsama, ni los restos de su trabajo, las vísceras de los animales, sino que están por todas partes: en la escalera de una casa abandonada, que Brenda y Miguel recorrieron alguna vez; en la casa donde Miguel celebra el cumpleaños de un amigo y están las ”bolsas negras donde rellenar los tragos, y en un porcentaje nada despreciable” (13). La misma bolsa negra para los cadáveres, como el del travesti que yace en la morgue, librado a su descomposición. La bolsa de basura sugiere el contorno de una ruina, de una pérdida. También el contorno de la crueldad y el mal, cuya amenaza es constante en ésta y en algunas otras cuantas narraciones recientes. Pienso, sin ir más lejos, en otras publicaciones de editorial Alquimia, que hoy apuesta por la novela de Winter, y que publicó también antes Los restos, de Betina Keizman y Taxidermia, de Álvaro Bisama.
En el libro de Winter las bolsas de basura contienen los recuerdos de un rostro e incluso la posibilidad misma de recapturarlo: “Su manera de echarla de menos corrió la suerte que de los casetes de video, primero empezó a perder definición –la cara como un color antes que una forma, rodeada por un aura– y en cosa de meses cayeron en desuso los equipos para reproducirla, arrumbados como cintas los recuerdos juntos, sin etiquetas manuscritas de su contenido y frente al espacio donde cabe un equipo de video que nadie recuerda si se guardó al fondo del clóset o se botó en una bolsa de basura” (114).
En las bolsas se ocultan restos, también pérdidas. El protagonista sabe bien de ellas. Miguel, abandonado por el la partida de su madre, es un observador tenaz de las huellas, de las marcas de la ausencia. Así se puede leer: “El cambio de ciudad esconde, sólo al viajar por trabajo uno desaparece: no se recuerda a quien se quiere, sino lo que pudo haber sido con quien se deja de querer”. (30). Y otra cita: “Cada abandono es la suma de los posteriores, necesarios para resistir el primero, y el primero normalmente se lo hicieron a otra” (20). Y otra: “Si desaparece una mascota o un hijo, de la foto impresa sólo quedarán los orificios de la nariz, las pupilas y el pelo, si no es rubio. Los orificios de la nariz, las pupilas y el pelo, el resto desaparece como el retratado”. Y otra: “Cuando las cosas se destiñen, el color sigue en ellas, pero ahora no se ve. Lo que fue moreno, fue azulino, es casi blanco: la suma de los colores” (81) .
En esta novela, que combina una multiplicidad de textualidades, como el informe policial, el certificado de defunción, los vaivenes del correo electrónico, los documentos legales y los mapas de la ciudad de Coquimbo, el abandono y la ausencia tienen su particular forma de escritura. Así Miguel imagina “cuál será la página uno del expediente de su vida, será correlativa la numeración también o faltarán las páginas del conejo inflable, las de sus perros. Cuántas las carillas necesarias para las ausencias, para el barco, o serán arrancadas para dar cuenta de esas ausencias mejor que la palabra silencio para el silencio…” (175).
5. Imágenes del fin del mundo
Los referentes estéticos de Winter son muchos y variados; en una entrevista reciente a Revista Lecturas (http://www.revistalecturas.cl/entrevista-a-enrique-winter/), ha citado el poemario de Marcela Parra, Silabario, mancha, que él editó y del cual extrae el título y el poema del epígrafe de esta novela. También menciona a Mircea C?rt?rescu, Clarice Lispector, Juan Carlos Onetti y Franz Kafka; en el cine, las escenas que parecen sobrar en los filmes de Carlos Reygadas.
Otros dos directores me parecen afines con lo que ha hecho Winter. David Lynch, por la mirada fija en la animalidad y las múltiples evocaciones de la extensa metáfora del cuerpo, y una película que en su tiempo fue de culto, “Crash”, de David Cronenberg, basada en una novela de J.G. Ballard, acumulación fetichista de fierros retorcidos y cuerpos lesionados que pudiera dialogar con varios pasajes de esta novela.
Entre los escritores, habría que detenerse en un referente más. Es curioso –y a mi modo de ver hasta contradictorio- que en la entrevista ya citada, Winter plantee que se quiso alejar de escritores que abordan el travestismo, como José Donoso o Pedro Lemebel, idealizándolo o incluso mitificándolo. Asegura que él desea dar un revés al tema, a través de un texto que efectivamente resulta escéptico o al menos desapegado de mitos o leyendas. La contradicción radica en la importancia del diálogo que sí que existe con la literatura donosiana, no por el tema del travesti, sino porque su texto convoca, como lo hacen también Clarice Lispector y particularmente Donoso en dos de sus novelas más importantes, El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche, el enorme mundo de la animalidad en la literatura. Por Las bolsas de basura desfilan cabras, que son al mismo tiempo las que pastorea Miguel en los alrededores de Coquimbo, pero también las “cabras” que vinieron a verlo desde Talca y “alucinaron con el barrio inglés” (41) y las cabras locas que se montan en una esquina, el cuerpo del travesti penetrado por Miguel, su pastor. Por cierto, no es Miguel el único que cumple esa misión de pastorear. Su ocasional amistad coquimbana, Jano, también es un pastor, un “pastor sabatino” (40) que gestiona los carretes sabatinos. Hay un caballo atropellado. Las gaviotas graznan y se extravía un conejo de plástico. Las personas también devienen animales, como Brenda, quien después de disecar una decena de perros, vuelve a la vida habitual de las amigas y el novio, “como quiltro volviendo a la jauría”. (163). Es inevitable, pues, dejar de lado los paseos de la perra amarilla por la literatura chilena, o la jauría de don Alejo, que destella al final de El lugar sin límites y parece tener un reflejo enrarecido e incluso más oscuro en la jauría que deambula por Coquimbo al final de la novela de Winter. Los perros que siguen al protagonista, “todos quiltros, por supuesto, pero parecen pastores alemanes, dóberman, rottweiler, pitbull, y los que van más juntos se asemejan entre sí, ya no a sus dueños si los tuvieron alguna vez. Los de las afueras se van adaptando a los de adentro, rápidamente, en escuadras, en una formación de flechas con Miguel a la cabeza” (187). La presencia de esa fantasmática jauría, que por lo demás contrasta con otra jauría de perros disecados que ocupan la ciudad, es, como la de la novela donosiana, un anticipo destructivo y apocalíptico, de un final rabioso en que los colmillos reverberan y todo vuelve hacia el comienzo y hacia el proyecto inacabado, el plan de la belleza extrema, el plan de los amantes que ya no volverán a reunirse más. Las identidades de humanos y animales se confunden, son inestables como otras marcas o huellas que obsesionan al protagonista, atrapado en un laberinto jurídico y kafkiano.
La fusión humana con el animal, como también la centralidad de un cadáver –tic inquietante de las narrativas literarias y audiovisuales de hoy-, constituyen el espacio de reflexión con que Winter, poeta y traductor conocedor de su oficio y obsesivo del lenguaje, debuta en el ámbito novelístico en Chile. El suyo es un texto de belleza enigmática, como lo son, y aquí nombro un último referente, las obras de Nuno Ramos, autor de la instalación “Monólogo para um cachorro morto”, reflexión sobre el cuerpo y las subjetividades, sobre el mundo también de las imágenes, que tanto confluye con el quehacer de Winter. Ramos arroja estas preguntas, las que acompañan, en calidad de texto escrito y también oral, un video con un perro muerto al lado de una carretera, unas preguntas que resuenan particularmente al cerrar el libro de Winter: “¿Por qué no puedo soltarte? ¿Por qué no abro los párpados y suelto tu imagen? Imagen, jauría aprisionada, fuera de aquí. Sal de atrás de mis párpados. No te guardo más. Quiero que flamees hasta que la lluvia te empape, hasta que el exceso de luminosidad te apague. Quiero que te hagas cuerpo, imagen. Que te hagas cuerpo completamente –caparazón, dermis, pelo, baba, plástico”.