Para cerrar octubre celebrando, publicamos hoy la presentación que escribió Karen Glavic para el lanzamiento del libro, editado por Lucero de Vivanco y María Teresa Johansson, Instantáneas en la marcha: repertorio cultural de las movilizaciones en Chile (UAH Ediciones), un conjunto de veinticinco ensayos sobre la producción cultural de las manifestaciones que tuvieron lugar en Chile durante el 2019; y que fueron escritos en pleno estallido. Como dice Karen: “El texto se anuncia desde una urgencia. Pareciera que esa palabra ronda al registro de las grandes movilizaciones sociales. El texto se anuncia desde los afectos, pues parece que es esa la tonalidad de la época”.
“Nadie espera mucho de los torniquetes. Su estructura es torpe y su función monótona: girar y contar durante años hasta deteriorarse y expirar. Por llevar vidas así de pequeñas, fue sorpresivo cuando desde ellos se lanzó una rebelión total” (Instantáneas en la marcha, 87). Así comienza “La rebelión de las cosas” de Ricardo Greene y Tomás Errázuriz, uno de los textos que reúne este libro-collage. Una pulsión ordenadora agrupa con justeza los textos que lo conforman: los pone bajo el manto de denominaciones como: “multitudes”, “muros”, “ciudades”, “símbolos”, “performance”, entre otras; pero la justeza no aminora la posibilidad de que ese orden pueda en el mismo texto –enhorabuena– desorganizarse. No es que no se precisen ciertas palabras, es que los textos y su tono de crónica, de impacto, de instantánea, aún no se recuperan del shock de lo que vieron y dejaron escrito. En el libro hablan las cosas, las memorias, los símbolos, los cuerpos propios y ajenos, los animales, la música, las luces. Hablan a través de la mano que los pone en el texto y el cuerpo que suda en la caminata, en la marcha, en el acto reparatorio de ponerse frente a una animita, a un recordatorio, de ser más que la espectadora de una performance de yeguas contemporáneas. Hablan los autores y autoras, claro, pero lo hacen a través del grito de las paredes, del desorden del tiempo de la revuelta.
El texto se anuncia desde una urgencia. Pareciera que esa palabra ronda al registro de las grandes movilizaciones sociales. El texto se anuncia desde los afectos, pues parece que es esa la tonalidad de la época. El texto se anuncia desde lo fragmentario porque todavía no hemos zurcido de otro modo el habla del tiempo que irrumpe en un presente que, a veces, se repite en la intensidad de la búsqueda de horizontes, y otras veces solo repite el instante de la muerte como una pulsión, como un enfrascamiento, como un dolor. El libro nos hace preguntarnos cuánto y cómo se guarda, y en esa inquietud es explícita Constanza Vergara en su “Marcha sin selfie”, un ensayo que analiza el lugar del yo en la instantánea fotográfica y también el peligro de nuestro viejo y conocido “sapeo” como acto involuntario o secundario de nuestras ganas de quedar bien adornados por el fuego, en la última publicación de Instagram. El fuego. El fuego es uno de los instantes conmovedores del libro, una de sus envolturas, uno de sus dichos y no dichos. Y en eso Macarena Urzúa es precisa como una bien apuntada flecha: ¿por qué el fuego, que viene de focus, que remite a una hoguera, al hogar, que resguarda del frío, que identificó a los Selk’nam, que llamó y llenó de fuego a la Tierra del Fuego, se vuelve a ratos un brío amenazante y destructor? La autora se pregunta qué ocurre con la calle cuando deviene fuego. Nada más ni nada menos.
Las cosas se quemaron. Bueno, las quemaron. Hay combustiones espontáneas, arde el cuerpo, dijo Urzúa, pero también hubo piras de objetos, dicen Greene y Errázuriz. Ambas descripciones alivian y ponen en una perspectiva única “el problema de la violencia”. Absuelven por un minuto a las cosas ardientes de tener que condenarlas o no condenarlas, y nos remiten a un momento primitivo, a una descripción de lo acontecido: las cosas ardieron y ese fuego que a veces te abriga ahora encarnó la rabia, el desconcierto, la indignidad, el placer del fuego, o tal vez otras cosas que ni siquiera imaginamos.
Lauren Berlant en su Optimismo Cruel (Caja Negra Editora, 2020)plantea que los estudios de los afectos son la continuidad de la teoría de la ideología. Menuda declaración. Cuidado con bajarle el perfil a aquello que un “cuerpo puede” y también a aquello que un “cuerpo siente”, que para algunos efectos, son la misma cosa. No es que la rabia, la risa, el dolor, el placer, la indignación, lo indigno que me veo y percibo, sean solo un estado de las cosas que muestran el reverso de esas palabras duras de la historia que buscaban una Historia. La política hoy se tramita en estos afectos y como toda política, y como toda ideología, necesitan un cauce para ser otra cosa que la hegemonía. La misma Berlant insiste: hoy es difícil tener fidelidad a una “situación” (o a aquello que Badiou llamó un “acontecimiento”) porque no sabemos cómo estar dentro de ella, “aunque a veces las situaciones se organicen en acontecimientos capaces de cambiar el mundo o su devastadora latencia se cierna como una amenaza sobre el presente” (Berlant 2020:27).
Hablé de urgencias, de afectos, de ideología. Intento posar esas palabras sobre los gestos de este libro. Me cuesta separar una mirada sobre la revuelta que no pase por estas estaciones o que no se organice como un pensar sobre el tiempo de la historia. Ignacio Szmulewicz en su texto “Light” rescata a su modo esta preocupación. Mira las intervenciones lumínicas de Delight Lab sobre el edificio de la Telefónica. Recuerda lo que anunció el rostro de Camilo Catrillanca con palabras de Zurita, insiste en esas palabras fuertes o poco “light” como Dignidad, Hambre o Sororidad que repitieron la acción pero no se anclaron en un sentido fuerte a una política revolucionaria a la hora en que su propio formato mostró el tiempo que las habita.
Vuelvo a la urgencia por guardar, por pensar, por registrar. Intento articularlo con la política que reclama su memoria como plantea Loreto López, y me pregunto cuánto desplazamos esas memorias hasta estas luchas. No es que desconfíe de la memoria, más bien sospecho de las ansiedades del presente, de la urgencia que puede ser también la expresión de la desconfianza en nuestra propia capacidad de guardar y atesorar un momento de estallido. Las memorias fueron y siguen siendo un lenguaje al que asistimos durante esos días para darle un cauce a lo intempestivo, y como todo, se vieron y se ven presas de usos despeinados, apropiados y repetitivos, repetitivos también en la clave de su pulsión de muerte.
Asumo que miro este libro con las sensaciones de un 25 de octubre a dos años de la revuelta, a un año del plebiscito del Apruebo, a dos años de la marcha más grande de todas. Y me recorre la emoción, la duda, el desconcierto. Creo que seguimos en tiempo de revuelta, confío en esa potencia abierta de lo destituyente, que tampoco tiene espacio para las ingenuidades: el fuego y su rebelión, el día en que las cosas decidieron quemarse y rebelarse ante la pregunta de si llevaban la pollera muy corta o si algo andaban haciendo, abrimos también la puerta al lado más gris de lo inasible: los rearmes neofascistas, el tedio de la crisis de representación, la dificultad de reencontrarse en lo necesario para que el deseo de cambiarlo todo no se lleve todo puesto: el cuerpo en la calle como modo de testimonio de aquello que podemos juntos, que puede un cuerpo o, como dice Sergio Villalobos-Ruminott parafraseando a Spinoza en su Asedios al Fascismo (DobleA Editores, 2020), aquello “que puede un pueblo”.
Citando nuevamente a Berlant, la “crisis del presente y sus afectos” es también una crisis de los géneros. Y en esto es particularmente interesante mirar el texto de Hugo Bello Maldonado sobre la crónica. Algo del despiste, del impasse del presente guarda relación con la caída de las formas de narrar el tiempo y nuestro tiempo, y la revuelta de octubre nos ha puesto en gran medida frente a este problema. Cómo describir, decir, explicar un acontecimiento que nos excede, que nos supera, nos angustia, que nos sale por los poros como sudor. Pienso que decidimos guardar, registrar, anotar, poner el cuerpo en la calle como bien muestra y hace este libro. Es como si nos hubiésemos de algún modo guardado las explicaciones para después, y en modo selfie o no, sacamos nuestros celulares a la calle, nuestros cuadernos de notas, y nos arrojamos a la potencia del fuego. Allí esperamos apacibles poder encontrar también un nuevo hogar, de eso no tengo duda.
En ese guardar se resguardan varios de los escritos del libro. Bisama es probablemente el transcriptor más amoroso de las paredes, en inversión alfabética, pues no hay necesariamente orden en el propio deseo de escribir esas impresiones. Transcribió rayados de las paredes y luego les puso una nota de edición: “hago esta nota porque me lo han pedido, guardo esto porque es lo que puedo hacer”. ¿Quién no miró o deambuló por las calles en esos días bajo la misma afección? “Un hombre. Un hombre de 68 años, jubilado, de traje y corbata, con una gaseosa en la mano y anteojos de marcos dorados, a pleno sol, mirando hacia el horizonte” (Instantáneas, 205), así inicia Alejandra Costamagna su texto, su modo de interpretar esos días, en el encuentro de lo que luego serán dos hombres en las calles de esos días. ¿Quién no observó con calma algún cuadro sorpresivo, totalmente nuevo o prestado de antaño por las memorias, con fijeza de detective esos días que nos arrasaron? Porque algo nos arrasaron, algo nos transformaron aunque aún no sepamos cuánto ni cómo termina esta historia de revueltas.
No quiero que a mi niña me la vayan a hacer reina ni a mi revuelta puro instante de peligro. No quiero encerrarla en debates por la ideología ni de los puros afectos. Pero tampoco quiero dejarla abandonada a su suerte. No por nada le buscamos un santito como el Negro Matapacos de Lucero de Vivanco para que le iluminara el camino y le protegiera el portón. No quiero que demos por enterrado el tiempo de las llamas ni analizadas las polaroid sin cuerpo del celular. No quiero porque creo que la violencia no puede ser el único relato del día en que los cuerpos y las cosas se rebelaron, en que los animales se volvieron un otro, un compañero en la marcha, quiero que ese sea el Chile que soñamos, que forjamos, que hacemos, que pensamos. Si eso es así sí que quiero hablar de afectos, de urgencia, de tiempo, de historia y de ideología. Si eso es así me llevo estas instantáneas, no para colgarlas en el museo que resguarda lo efímero, sino que como las palabras que alimentan la pira del presente que finteamos para poder modular de nuevo en otro tiempo nuestra vida y nuestras utopías.