Llama la atención, al revisar la definición de distintos colores, que todos ellos están delimitados por el mismo concepto: “X es el color que se percibe ante la fotorrecepción de una luz cuya longitud de onda mide entre A y B nanómetros”. No ocurre lo mismo con el magenta. Su definición, lejos de ser exacta, aparece balanceándose entre un rango al cual se llega a través de convenciones, lo que determina que en su categorización se utilicen palabras como “conjunto de coloraciones”, “coloración normalizada”, “coloraciones magentosas” y “coloración estándar”. Se dice que el Magenta no es un color, más bien se denomina como un no-color. ¿Por qué? Simplemente porque no pertenece al espectro visible, ya que no puede ser generado por una sola longitud de onda. Para que el ojo humano pueda percibirlo, se necesita de una mezcla de longitudes de onda, que usualmente son las del color rojo y azul o violeta.
No es casualidad, entonces, que Fernando Ortega haya decidido bautizar su segundo poemario con el título “Magenta”. Los brevísimos poemas que componen el también breve volumen, publicado bajo el distintivo sello de Libros del Pez Espiral, presentan hábiles cuestionamientos poéticos que se ocupan principalmente del problema de la percepción y de las cualidades subjetivas de las experiencias individuales.
Para abordar estos dilemas, Ortega elije, tal como los poetas chinos, no el exceso sino la contención. Provisto de un lenguaje seco, pero no estéril, preciso y ajeno a toda retórica innecesaria, los textos circulan por espacios de una intimidad que confunde, por lo voluble de su inefabilidad y lo precario de su privacidad.
Cuando murió mi padre, yo tenía 6 años
y no lloré.
Mi tía murió 20 años después
y fue duro.
Como todo en la vida
asumí que era algo natural.
Pero de algún modo ese pesar
hoy persiste.
*
Para un esqueleto vestido
la vida eterna no es cosa de espacio
el nicho perpetuo se ajusta al volumen del bolsillo.
El funcionario quiebra el cartílago con amabilidad
deposita el armazón en el plástico;
hace digno el viaje de un saco a otro.
Existe, en la búsqueda de Fernando, un anhelo casi ingenieril, que lo lleva a construir un minimalismo delicado y certero. Tal como en un ejercicio matemático, la práctica de la escritura aquí obedece a la necesidad de buscar un mínimo común, de reducir el polinomio que conocemos como poema a la mínima expresión posible, sin que esto signifique correr el riesgo de perder la potencia o el peso específico de las palabras.
Siguiendo fielmente los dictámenes de Wittgenstein, los límites del lenguaje y por tanto de la poesía de Fernando, son los límites de su propio mundo, pero todo lenguaje es siempre el lenguaje de algo. En el caso de Magenta: ceremonias y ritos fúnebres junto al mar, un secreto guardado en un par de vinilos viejos que encuentra su eco en ciertas secuencias de un video de YouTube, lecturas callejeras de tarot, comidas sencillas, objetos que recitan su envoltura en voz alta como si estuvieran leyendo su propia piel, hormigas, sabores, anhelos, extraños descubrimientos; como tonalidades que no pertenecen al lugar donde se encuentran. Silogismos, colores, texturas. Sensaciones que perduran aún cuando las palabras se detienen.
El arroz con atún
se arregla con salsa de soya;
los fideos
con huevo revuelto
*
Un trozo de hilo verde en la toalla amarilla.
*
el triángulo se reduce a eso:
distancias que justifican
el uso de puntos.
Un mundo mudo que encuentra a su propio embajador, que habla en un lenguaje en el cual lo que no se dice, lo que se omite, es casi tan importante como lo que se menciona, planteando así una dicotomía constante, una lucha feroz entre contenedor y contenido.
“Magenta” (que es la segunda parte de una trilogía todavía inconclusa, inaugurada con “Cian”) nos presenta una poesía fiel que no se desentiende de la materialidad. Todo lo contrario, cada verso toma partido por las cosas, sin dejar de tomar en cuenta a las palabras, rindiendo de esa forma un simple pero profundo homenaje al “make it new” de Pound: transformando objetos comunes y situaciones cotidianas, mediante un proceso que sustituye la poca atención que les prestamos, con contemplación pura y aplicada.
felices en su casa de campo
discuten lo indispensable
al atardecer magenta
amarillo y cian
Utilizando recursos que nos recuerdan a las meditaciones de Francis Ponge, Fernando Ortega nos advierte que la idea de que el espectro de color es una construcción lineal, es tan errónea como la idea de que el tiempo también responde al mismo comportamiento. Ambos se adaptan mejor a la forma de un remolino, al igual que sus textos, los que se van anclando en un espiral de acontecimientos y sucesos, que no es más que el impulso íntimo de las cosas.
el magenta es el no verde
pero el verde
no es el no magenta
verde es el pasto no seco
Los poemas de Fernando saben bien esto y en ello radica su mérito. Con honestidad y sencillez, pero sobretodo con poder de síntesis, nos dejan dos valiosísimas lecciones, útiles a la hora de construir una nueva poética. Primero; ni el tiempo, ni el color, ni el ser, pueden explicarse bajo una trayectoria recta y finalmente, que también es poesía todo lo que no es no-poesía.