«Contar bien significa: de manera que sea escuchado.
No lo conseguiremos sin algo de artificio. ¡El artificio
suficiente para que se vuelva arte!»
Jorge Semprún, «La escritura o la vida»
Pareciera que la fotografía siempre nos hablara en pasado. Pero, ¿qué pasado?
Cuando hoy algunos líderes del movimiento estudiantil publican libros sobre el 2011, tan solo a uno o dos años de las marchas multitudinarias a lo largo de Chile, verbalizando el relato justamente en pretérito, ¿qué recuerdos fabrican? ¿No será acaso que el hecho de publicar un libro pueda significar sin quererlo una capitalización asumida, una pretendida ganancia de los acontecimientos? ¿Es conveniente recordar en este caso, o sería mejor no escribir ni menos publicar para no asumir el movimiento como algo dado? «Nada tranquiliza más -decía Barthes- que una revolución nombrada». Lo paradójico sería aquí que el libro, en vez de abrir mundos para transformarlos, implique una neutralización y control articulado por medio del lenguaje. (Esperemos por cierto que eso no ocurra, y que las transformaciones se sigan pensando en presente continuo). Una pregunta similar podría dirigirse a este libro que presentamos y que ya el título sugiere: Instalaciones de la memoria.
El asunto consiste en reconocer qué tipo de imágenes y palabras se ponen en juego. Raúl Ruiz decía que «en Chile, cada vez que rodaba una secuencia, me imponía el deber de desplazar la cámara desde el punto de vista del espectador privilegiado»[1]. ¿Desde qué ángulo se miran entonces las fotografías de Patricio Luco Torres? Antes de esbozar una respuesta, es preciso consignar una precaución: tal como sucede con Valparaíso —una de las ciudades más filmadas y fotografiadas de Chile—, las salitreras suelen enrejarse bajo el punto de vista patrimonial, vale decir, en la mirada de aquello que no se quiere ver: el sufrimiento de los hombres que padecieron dicho espacio. La mayoría de las fotografías de Luco están tomadas desde el interior, ventanas que miran hacia fuera, pero que despiertan la sensación de un encierro; trazan el espacio íntimo de una clausura por medio de ventanas enrejadas, rodeadas de barrotes (construidos incluso por los mismos marcos), con ángulos oblicuos, como pergeñando una memoria solitaria o «silencios sin lenguas al aire» —como dice un verso de Verónica Zondek—. En gran parte de las imágenes, la vista pareciera instalarse desde la claraboya del prisionero, aquel que fija la mirada hacia el exterior escudriñando alguna pista para la fuga. Parafraseando con algunos reparos a Borges, quizá el supuesto «paisaje» contemplado constituya aquí la más grande cárcel: el desierto. «Existe una inmensidad que se pierde entre las rejas», dice justamente un verso de Zondek incluido en una página en blanco, enmarcándolo como una ventana hacia el silencio, como otra forma de dibujar el desierto.
La portada arenosa del libro, próxima a los formatos de los años ochenta, conforma una estética que bordea el grabado. En vez de una huella sin códigos, como se interpreta habitualmente el mecanismo de la fotografía tradicional (es decir, analógica), en el trabajo de Luco prevalece una intervención dual, tanto en la disposición a jirones de las imágenes como en la imbricación de éstas con los versos escritos por Zondek. He dicho involuntariamente «versos», sin detenerme antes en si acaso sean eso. Al principio, pareciera que el libro fuera un simple catálogo, pero muy pronto la palabra se desteje y comienza a ocupar un espacio entre las fotografías, insertándose en ellas. Tal como sucede en La muerte de Virgilio de Hermann Broch, las palabras de un momento a otro pasan deshilvanadas desde la continuidad de la prosa al verso, como dando cuenta del proceso creativo. Sin embargo, las hebras de palabras escritas por Zondek, fracturadas e incorporadas al registro fotográfico, no retornan a la secuencia prosaica; es más, los retazos visuales se «instalan» como luces blancas en espacios oscuros o, al contrario, la luminosidad fotográfica incluye las sombras de las letras. Incluso se producen desavenencias entre palabra e imagen, observables en ciertos momentos ilustrativos y, más todavía, cuando el poema (¿o poemas?) adquiere un tono de meditación, como enviando al lector a una lontananza más allá de la imagen y del libro. Pero también sucede al revés, cuando la zona —que articulan las páginas— es manchada por el residuo fotográfico entintando las letras (por ejemplo, en la página 55). Allí, los signos intervenidos se comprenden entonces como rasgados de memoria, y no como un espacio impoluto e histórico de algo ya sido. Instalaciones de la memoria indica ya con el título que el recuerdo no es por sí mismo neutro; por el contrario, es fabricado a través del montaje en que éste se sitúa. Por lo tanto, la sintaxis y el ritmo de la conjugación entre imágenes y versos imbrican una ética de la imaginación («el falso alambrado de la memoria», dice uno de los retazos). Pues a pesar de la supuesta «cultura visual» en que vivimos, no resulta fácil mirar. No sé dónde fue que leí hace algún tiempo que el espectador que asiste al museo demora en promedio tres segundos por cada obra. Acostumbrados a la pantalla, la mediación suscitada por las imágenes y las palabras implica un desafío. «La cámara ve —indica Zondek— del mismo modo en que una oreja escucha pegada al otro lado de la puerta». Pero, ¿cómo entender hoy esta cercanía que incita la foto, la letra o el sonido? ¿Cómo interpelar al lector o espectador sin saturar necesariamente con la estética del shock? ¿Es posible responder a nuestra época sin violencia? (En los años cuarenta, Theodor Adorno decía que el fascismo se notaba hasta en cómo la gente cerraba las puertas de golpe). Da la impresión de que con solo hojear el libro, incluso tres segundos por página, la proximidad de la oreja a la puerta o del ojo a las fotografías, elegantemente trabajadas por Luco y, ciertamente, por los diseñadores, guardan relación con el silencio visual que la amplitud de la luz y sombra proyectan, es decir, más con el susurro que con el golpe fotográfico.
Bajo esta perspectiva, creo que una de las opciones que plantea este libro es sugerida gracias a la sutileza del testimonio, entendido no como un mero traslape que recupera sin más lo acaecido (en todo caso, nunca ha sido eso el testimonio). Pues lo inquietante de las fotos y poemas es que pueden leerse como jeroglíficos de una pérdida, retornada en fragmentos y dispuesta como un punctum irrecuperable. Y he aquí que vuelvo sobre una advertencia. A propósito del desierto entendido como cárcel, había mencionado que parafraseaba a Borges con reparos (aunque el célebre escritor argentino lo describe como laberinto). Y es que la arena de la portada, como ajada por el tiempo, junto con las miradas desde las ventanas de las páginas, dan la impresión de que concuerdan más bien con otro desierto: el visto por Patricio Guzmán en Nostalgia de la luz. Aquel de las mujeres que escarban «huesas», ocupando una palabra de Zondek, persistiendo en escudriñar la inmensidad anónima de los dunas, cuyas ventanas no pueden ser observadas por telescopios ni satélites. A estas madres en duelo, la patria no les ha dejado más que un salitre hecho de polvo —el verdadero patrimonio de Chile— como jirones de testimonios donde «no hay vocablos para vender mentiras»[2]. En este desierto, que también constituye el de los trabajadores de las salitreras, el «pasado no pasa» —citando una frase de Guzmán, aunque de otro documental—, el mentado progreso fabrica ruinas, ruines y, sobre todo, arruinados, mientras que los laberintos de las ventanas dan hacia basurales y objetos acumulados como desechos. Tal vez por eso en el último marco de este libro, diseñado como una página encuadrada, prevalezca una ausencia de palabras y de fotos.
Una observación final: ahora que la mirada de dios ha sido reemplazada por google maps, ¿cuáles son las imágenes terrestres no vistas? (Hace apenas 120 años Nietzsche ironizaba acerca de la mirada totalizadora, sin saber lo que significaría el incremento de las potencialidades técnicas: ««¿Es verdad que el amado Dios está presente en todas partes?», preguntó una niña pequeña a su madre: «pero eso lo encuentro indecente»»). A diferencia de la versión redentora de la fotografía, definida por su carácter de «verosímil», Instalaciones de la memoria exhibe los retazos de una mirada en que el dolor es irremontable; es decir, imposible de remozar como patrimonio; aunque sí de recrear como vista parcial a escala humana. El dolor embalsamado de las salitreras —parafraseando otro verso fracturado— cumple la frágil labor de constituirse como un testigo. «¿Cuál es el orificio que elegiremos para leer la historia?», interroga el libro justo a partir de la imagen de un muro construida a jirones; fragmentos, escombros, testigos no privilegiados, en fin, una ética de la imaginación, pareciera indicarnos a Patricio Luco y Verónica Zondek como posible respuesta. Vale decir, la memoria de una historia que está sucediendo y no ha cesado de acontecer.
Jorge Polanco Salinas, Centro Cultural Gabriela Mistral
Santiago, 26 de noviembre de 2013
[1] Cf. Ruiz. Entrevistas escogidas-filmografía comentada. Selección, edición y prólogo Bruno Cuneo. UDP, Santiago, 2013, p. 109.
[2] Silvio Mattoni conjetura, a propósito de la propuesta de los estudios del italiano Ascoli, que la memoria de los vencidos asoma bajo la lengua de los vencedores, a través de las diversas tonadas argentinas, nombres, toponimia, etc, que persisten en el idioma heredado. Véase: Camino de agua. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2013. ¿Podría decirse lo mismo de los vestigios arquitectónicos, las ruinas, la luminosidad y sombras de un lugar? Por lo pronto, este espacio es el que intentan mirar Luco y Zondek, aun cuando los nombres de las salitreras configuran un testimonio más bien de la explotación.