“Si el cuerpo da cobijo a la palabra, el poema, entonces, reúne las materialidades e intensidades del cuerpo. En él se exuda el deseo, en él saliva la lengua. Tiene una piel porosa en la que se filtra la escritura, donde pervive la osmosis del decir y las palabras supuran”, nos dice Joaquín Jiménez Barrera a propósito del último poemario de Gastón Carrasco, publicado por Overol.
En Dos soledades, la más reciente publicación de Gastón Carrasco (Overol, 2023), pareciera confirmarse uno de los tantos aforismos de Jean-Luc Nancy en Corpus (2003): el cuerpo es la arquitectónica del sentido. Un territorio abierto, puesto en escena. Lo que da soporte a la palabra y que se ofrece al mundo como un lugar de existencia; un acontecimiento que se extiende, bifurca y excribe. En palabras del francotirador, voz poética de la primera parte del texto: “en este poema está mi cuerpo, casi muerto, justo como lo dejaste” (32). O en voz del monje copista que da vida a la segunda parte: “Me sacudo, animal mojado por la lluvia; / no se trata de poner la otra mejilla sino el cuerpo entero” (58).
Si el cuerpo da cobijo a la palabra, el poema, entonces, reúne las materialidades e intensidades del cuerpo. En él se exuda el deseo, en él saliva la lengua. Tiene una piel porosa en la que se filtra la escritura, donde pervive la osmosis del decir y las palabras supuran. La acertada voz poética que se viste de francotirador adquiere conciencia sobre este flujo: “abro fuego / escribo con una bala alojada en la cabeza (…) / palabras que se deslizan por el orificio de mi sien con el espesor y lentitud de la sangre” (7). El lenguaje se encuentra allí, incrustado, como una bala que agujerea la cabeza y hace espesar la sangre. El dedo índice, que “apunta y decide” (7), es el rifle que busca rellenar el vacío de la hoja en blanco para así hacer aflorar la escritura y traer a la vista otros cuerpos; darles muerte y hacerlos vivir en el espacio del poema: “cada letra del teclado es un gatillo, escribir una forma de abrir fuego / ametrallar la hoja en blanco, derramar tinta / palabras como agujeros en el cuerpo de la hoja, en la hoja la silueta de un hombre / y sus puntos vitales” (18).
El francotirador resignifica el lugar de la muerte y espacializa en la escritura tanto el cuerpo como la ciudad. A través de su campo de visión observa potenciales víctimas que se engarzan a territorios concretos: un joven que lanza avioncitos de papel, “el ladrido de un perro pequeño” (14), “el sonido de los autos en la alameda de las delicias” (21), un gato que “restriega sus pelos” (22) en las piernas de un fumante y otro que luego cobra cuerpo en el paisaje: “noto que la neblina y su pelaje de lobo o macho anciano se apodera del paisaje / me cuesta ver bien afuera, la neblina acaricia todo como el roce de ese gato” (31). Desde un lugar de enunciación privilegiado, acaso aperspectivista, la vista del francotirador opera como un ojo que todo lo ve. Se emparenta con otro personaje de la primera parte del texto, el poeta, que “oculto agazapado (…) / dispara desde un punto inubicable, anónimo / los cuerpos caen como fichas, se desploman en hileras” (18). Uno de los edificios que observa es un “cementerio vertical” (15) y la ciudad se transforma así en un vertedero de cuerpos a punto de extinguirse de su carne, pero en vistas de eternidad en el lenguaje. La ciudad es la acumulación de significantes y el poema, por tanto, una urbe de “versos extendidos, dispuestos de manera horizontal: el verso es una flecha” (18). Los versos extendidos, de largo aliento, que caracterizan esta primera parte del poemario, simulan el deseo por el decir: la respiración que acumula cuantiosos significantes previo a su esperada exhalación.
En la segunda parte del texto, titulada “La soledad del copista”, la escritura del cuerpo pareciera hacerse más evidente, al escenificarse la imagen constante de un monje que transcribe “copias infames por necesidad” (42). Sin embargo, si antes la ciudad pareciera constituir un territorio a sitiar, masacrar y capturar, en esta parte del poemario los espacios físicos (el aposento del copista, los lavatorios romanos, las catedrales) parecieran habitar de forma extensiva el lugar del poema. No obstante, el monje que enuncia se frustra ante la imposibilidad de la palabra, el límite que impone la misma tinta y la caligrafía. Bernadette, su aparente amada, se describe como una “hostia cruda” (38), acaso por el límite de imaginarla como cuerpo, de morderla con el filo de la pluma. Bernadette, además, “sobrevive a la incineración” (38), a la combustión ígnea de la palabra vuelta llamas, donde la escritura no es más que cenizas y el objeto de deseo parece lejano: “Encumbrada en la torre de mis deseos, peldaños de caligrafía que te alejan” (39).
Mientras el copista transcribe, su cuerpo hecho astillas se hace presente, en contraposición a su amada de cuerpo lozano. Mientras imagina a Bernadette, advierte: “Tu líquida gracilidad contrasta / con la dureza de mis manos, / callosidades acumuladas por el tiempo / como la ligadura de las letras” (48). Bernadette se aleja, su paso es “como el de un ciervo en estado salvaje” (38), indómito, ideal como la Beatriz imaginada por Dante –mencionada en el tercer poema de esta segunda parte –, por tanto, el copista debe ceñirse a la única escritura posible, la que se cobija entre medio de la caligrafía y los libros; aquella que empieza en la mano y se expande hacia otros territorios.
Si en la primera parte el poema pareciera ser un sitio en blanco, en esta se muestra como una extensión de lo real: “Los muros son páginas, / las páginas son muros” (44). O, como se expresa en el poema IV: “Entinto páginas como un soldado / las murallas del castillo” (46). La escritura, además, se realiza inevitablemente con el cuerpo, es una arquitectura del sentido; por ello, el copista hace de la penna, su pluma, una manera de traer a escena incluso los territorios inexplorados: “la pluma se arrastra / como mis uñas / por el recorrido imaginario / que hago por tu cuerpo” (47). Asimismo, esta penna permite pequeñas subversiones: “Escribir en los lindes / como si rayase en los muros de este pueblo: / dios es un cuento de niños” (52).
Dos soledades es un poemario que se atreve a pensar en las derivas ficcionales de la poesía. Se aleja de la tradición del yo para proponer otro tipo de intimidad, en que el cuerpo habla más que el sujeto y en donde el lenguaje, ya sea en forma de rifle o pluma, hace estallar el mundo para acomodarlo en el poema. Como sugiere Nancy, el cuerpo —o, por extensión, la vida— parece hacerse más presente con la muerte y la enfermedad; en este caso, con la escritura: “Escribo en vitela / piel de becerros nacidos muertos / que dan vida a la palabra” (42).