Flavio Dalmazzo nos comenta hoy Documental (Alquimia, 2018), de Jaime Pinos, un libro-testimonio que muestra lo inmostrable, “un documental tan necesario como imposible, donde vemos, entre otras escenas, a Hugo Araya desangrándose a sus 37 años en los patios de la UTE, perdiendo la vida ´junto a las imágenes de su cámara Leika que nadie volvió a encontrar jamás´; al semblante valeroso de Arturo Barría decidiendo cómo morir en Tres Álamos, cantando a toda voz el Ave María de Schubert; o a un brillante Jorge Müller que nos observa e interpela con ojos punzantes, cargados de ´imágenes que regresan /del olvido y de la muerte´”.
Es casi la una de la tarde. Un camión blindado se acerca a toda velocidad. En lugar de estacionar, se estrella contra la puerta del recinto. La desvencija. Rápidamente bajan diez soldados. Uno de ellos pregunta en seco por las llaves. Quién cresta tiene las llaves. Airado, apunta con el fusil. Alguien, Marcel Llona, las entrega. Tres soldados se quedan resguardando la entrada, vigilando al personal que comienza a salir horrorizado: manos a la pared, silencio estricto. Hay rabia, hay miedo. Y rencor. Los soldados restantes deambulan por las habitaciones en busca de armas. Ametrallan cajas, repisas y herramientas, despedazan propaganda y afiches, incautan documentos contables. Sobre todo preguntan dónde está Coco Paredes, quien además de director de Chile Films era por entonces miembro del Comité Central del Partido Socialista (ni los soldados ni sus compañeros de trabajo saben que a esa hora, tras acompañar al presidente Allende hasta las últimas y abandonar La Moneda bombardeada, había sido capturado para ser conducido hacia el Regimiento Tacna, donde se lo vio con vida por última vez). Pero más allá de las supuestas armas o la ubicación de Paredes, esa tarde el asalto a Chile Films escondía otro objetivo fundamental: destruir imágenes. Los soldados montaron una enorme hoguera en el patio. Durante días arrojaron a ella todo tipo de material fílmico: noticiarios, microfilmes, cortometrajes, registros documentales de los funerales de Recabarren, la represión en tiempos de González Videla, la nacionalización del cobre, las tomas de terreno y las andanzas de Fidel por varias regiones de Chile. Ardieron en esa pira invaluables piezas de cine chileno, obras de Pedro Sienna, de Lucho Córdoba, junto con cintas soviéticas, italianas, francesas, polacas, cubanas y checas. Ardieron, en definitiva, palpitantes trazos de memoria.
En su testimonio, Marcel Llona recordará también cómo esa tarde del 11 de septiembre de 1973 los soldados arruinaron el que era considerado uno de los mejores laboratorios de cine a color de América Latina. Y recordará, estremecido, el infinito metraje de película vírgen tirada, pisoteada, completamente destruida. Como si el ascenso de aquella voluntad refundacional, como si el gesto inaugural de la revolución conservadora iniciada con el Golpe no hubiera consistido tan sólo en la tentativa de borradura del pasado, sino también en la prohibición y en el control sobre el registro del presente. Hay aquí, pues, una paradoja latente. De quemas de libros, vinilos, periódicos o folletos hemos visto videos y fotografías. Pero no hay filmes que registren la quema de filmes. No hay imágenes que hayan captado esa destrucción. Sólo restan las palabras del testigo. Y es que el fuego y las cenizas amenazan con destruir hasta la posibilidad de dar testimonio de la destrucción misma, reflexionaba Jacques Derrida en este sentido, señalando así la difícil condición, la fragilidad constitutiva de la voz que atestigua: balbuceante, quebradiza, siempre al borde del silencio y la desaparición, es únicamente en ella donde cabe oír lo que sobrevive a los incendios de la historia.
He pensado una y otra vez en esta quema de imágenes, en esta secuencia imposible, al leer Documental (Alquimia, 2018) de Jaime Pinos. Creo que es un libro que se instala precisamente en la zona gris y áspera del testimonio, tanteando desde la escritura una respuesta frente a lo irrepresentable. Me parece que sus poemas, sus imágenes, se suceden como en un filme sobre lo no filmado –lo infilmable– y problematizan con lucidez fría la cuestión de la memoria en el contexto de un país que se ha erigido sobre la distorsión y la mentira, sobre el obsceno falseamiento de los hechos. Un país que “siempre ha sabido desviar la vista /que siempre ha sabido olvidar muy bien”. Sin adoptar el tono lastimero, melancólico o doliente de la víctima, pero tampoco la rabia sin salida, preñada de negatividad paralizante del vengador, se trata acá de delinear “las palabras del desastre /con el lenguaje sobrio y sereno del testigo”, en una voluntad de franqueza que parece reformular la vieja búsqueda de Oppen, sintetizada en esos conocidos versos suyos que rezan: “No tengo y nunca tuve otro motivo para la poesía /Que alcanzar la claridad”. En efecto, los textos, los fotogramas que componen este documental están como tomados por el esfuerzo de encontrarse y fundirse con los hechos, en una provocadora actualización de la pregunta por el realismo en poesía. Es así como ante el desfile de apariencias, en medio de la sordera generalizada, el poema busca salir del atolladero, de esa profunda crisis del lenguaje sobre la cual Enrique Lihn, Gonzalo Millán o Elvira Hernández han alertado tantas veces. Una labor que cobra hoy sentido de urgencia mientras campea aquella lógica acelerada del espectáculo y el narcisismo que algunos llaman posverdad, régimen del discurso donde ya no se sabe qué es un hecho ni dónde cabe hallar –porque no interesa– la realidad. En este confuso trance, consciente del abismo abierto entre las palabras y las cosas, Pinos insiste en recuperar cierto rasgo primordial del lenguaje: la potencia de los nombres. Vale decir, insiste en desplegar una marcada política del poema que contrapone el poder del lenguaje frente al lenguaje del poder.
Así como el cine de Dziga Vértov bregó en su tiempo por la liberación de la mirada (a contramano de lo que llamaba cine-drama) y por el retrato sin mayor mediación de las indomables fuerzas de la vida social en movimiento, la operación poética predominante en Documental es la iluminación directa de trozos de realidad, rehuyendo de toda ficción o dramatismo. “Para filmar la vida, sus momentos /desde el punto de vista de un poeta” señala Pinos en esta senda, “hay que aprender a usar la cámara /como si fuera un ojo en el corazón”. Ojo que se abalanza sobre documentos, archivos, noticiarios e información bruta; poesía es aquí indagación, rescate y establecimiento de fuentes, consignación de hechos, reconstrucción y montaje de voces y visiones sepultadas por la catástrofe. Un trabajo al ras de lo real: poética factual y concreta, material en el sentido frankfurtiano de la autorreflexión y la crítica a las formas de alienación; pero también porque utiliza materiales, porque recicla y recoge lo que aún palpita en el vertedero en llamas de la historia. El poeta no es entonces un sujeto fundante o excepcional, sino apenas un recolector o, mejor, un sencillo espigador, en el sentido exacto y preciso que Agnès Varda le otorgaba a este término. “Un hombre que camina el tiempo /que carga una cámara y filma /mientras se mueve por el desierto”, y que lo hace con una angulación a veces neutra u oblicua, tras un lente borroso o diáfano, en planos más subjetivos u objetuales: donde de pronto emerge un yo que se despliega en cosas vistas (“La descripción de lo que ven tus ojos /traza los contornos de tu retrato”), en instantáneas casi biográficas de adolescencia y paternidad; donde a ratos el poema invoca, y adquiere el rostro y el tono fantasmal de diversos testigos; donde la escritura se deshace en el adusto espesor de archivos y documentos; o donde la voz simplemente se abre, se torna impersonal y, Bolex en mano, a la manera de Jonas Mekas, registra el tráfago cotidiano bajo el indestructible mantra del aquí y ahora.
Creo que Documental establece con Almanaque (Lanzallamas, 2010) una señera y evidente continuidad. Además de comenzar ambos con la fecha del año nuevo (celebración y signatura inicial) y terminar con poemas dirigidos, casi cartas, envíos (al amigo muerto, uno; a la hija, el otro), también ocurre que lo que allí eran esporádicas “Notas al margen” sobre cuestiones de poética (“Escribe buscando /realidad”, se leía ya en una de ellas) en este nuevo libro se multiplican y diseminan, se tornan autorreflexión orgánica, constitutiva del montaje fílmico-escritural. “Palabras imágenes /para apegarse a lo real /para presionar arrastrar /lo real hacia el poema”, “Buscar una poesía /a base de hechos”, “Reunir poesía y realismo /en una unidad”, leemos por ejemplo. Sin embargo, percibo que es con la novela de formación Los bigotes de Mustafá (La Calabaza del Diablo, 1997) con quien se anuda un lazo de otro tipo, una filiación más profunda, determinante, quizás vital. Aventuro entonces una hipótesis de lectura: hay que leer Documental como sedimento, como escritura e imágenes largamente acendradas a la sombra de ese texto de juventud. Todavía más, pienso que Documental podría verse/leerse como el reverso poético especular de Los bigotes de Mustafá.
Vuelvo, finalmente, sobre el asunto de lo no filmado, lo infilmable. Pese a los cortes, incendios y desgarraduras de la historia, permanece lo que sobrevive, lo que resta: esa potencia imaginal de las voces que atestiguan. A partir de ellas, la poesía de Jaime Pinos echa a rodar un documental tan necesario como imposible donde vemos, entre otras escenas, a Hugo Araya desangrándose a sus 37 años en los patios de la UTE, perdiendo la vida “junto a las imágenes de su cámara Leika que nadie volvió a encontrar jamás”; al semblante valeroso de Arturo Barría decidiendo cómo morir en Tres Álamos, cantando a toda voz el Ave María de Schubert; o a un brillante Jorge Müller que nos observa e interpela con ojos punzantes, cargados de “imágenes que regresan /del olvido y de la muerte”. Se trata de fotogramas polvorientos, rasmillados, montados en la frontalidad y contundencia de una escritura que se torna cada vez más imprescindible, pues ha asumido sin alardes lo que sugieren aquellos versos de René Char inscritos –reveladoramente antes– en cierto episodio de Los bigotes de Mustafá: “Algunos días no hay que temer nombrar las cosas imposibles de describir”.