«Bajo el pretexto de fundar una sociedad de beneficencia, se había organizar al lumpenproletariat de París en secciones secretas, cada sección dirigida por agentes bonapartistas y con un general bonapartista al frente de todo ello. Junto a roués [de la aristocracia] arruinados, con medios de subsistencia ambiguos y de oscura procedencia, junto a vástagos depravados y aventureros de la burguesía, había vagabundos, licenciados de tropa, expresidiarios, esclavos huidos de galeras, granujas, titiriteros, lazzaroni, carteristas, saltimbanquis, jugadores, maquereaux, dueños de burdeles, mozos de cuerda, jornaleros, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, la masa totalmente desarticulada, diluida, traída y llevada, que los franceses denominan la Bohème: con estos elementos, que le eran familiares, formó Bonaparte la planta de la Sociedad del 10 de Diciembre. “Sociedad de beneficencia”, en la medida en que todos los miembros, al igual que Bonaparte, sentían la necesidad de beneficiarse a costa de la nación obrera». Karl Marx
Comienzo esta breve presentación con la cita de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Marx porque en ella se reúne la sombra de la historia que la herencia moderna no alcanza a vislumbrar desde la perspectiva del progreso. La detallada enumeración del filósofo constituye precisamente el núcleo que Charles Baudelaire poetiza en Las Flores del Mal; es decir, el circuito del lumpen, la bohemia artística, los extranjeros frente a la comunidad, los venidos a menos de la historia, que ingresan en la ciudad a través del deseo inconfesado que esta misma mantiene en vilo. Como en el poema de Baudelaire dedicado a los traperos, la ensoñación ejerce su energía poética en los escondrijos de la gran urbe, que estos personajes invisibles reconocen y transforman por medio de un vaso de vino. Esta masa desarticulada es la que inspira la renovación estética y política del París del siglo diecinueve, gracias en parte a la potencia de la multitud y a las nuevas atenciones de la mirada. La diseminación de los cuerpos en las calles determina formas perceptivas que demandan un tipo de atención adecuado a los impactos cotidianos, donde los nuevos aparatos técnicos colaboran en el espectáculo y la vista constituye a su vez el eje de los sentidos.
Esta mutación se observa también en el Santiago del siglo veinte, donde el deseo conforma la pulsión motriz de la vista. El voyeur recorre atento el amplio escenario del placer, incluso en los espacios no vistos por el mercado (aun cuando funcione igualmente con las leyes de la mercancía). El libro que presentamos de Gonzalo Asalazar, El Deseo Invisible. Santiago cola antes del golpe (Cuarto Propio, 2017) da cuenta de esta psicogeografía promiscua a través de la deriva de los cuerpos en una ciudad secreta, una ciudad solo para iniciados. Tal como describe Asalazar, en la concatenación de la masa, el deseo homoerótico se reconoce gracias a ciertas claves de paso: guiños, frases hechas, posturas reconocibles, pero sobre todo por la mirada. Este libro traza una ciudad dentro de otra ciudad, donde la búsqueda dibuja una cartografía diferente de la capital chilena: la oficial, turística y, en la actualidad, neoliberal.
La inclusión del mapa del deseo es un acierto pues grafica el tránsito del sexo transaccional, como lo define el autor. La ilegalidad es un sello de esta compulsión erótica. Como en el cine de Fassbinder, la violencia se entrelaza con el intercambio sexual. Es como si la represión de la sociedad potenciara otras salidas del deseo. Un ejemplo interesante es el obrero comunista que pesquisa el placer escondiendo sus aventuras al partido y a sus compañeros de trabajo, golpeando por venganza a uno de los cómplices furtivos. Esta apertura del deseo imbrica la vinculación entre las clases: en espacios urbanos demarcados, los personajes trazan la búsqueda de un mismo objetivo, vienen de diversos lugares de la ciudad por goce y satisfacción, aunque en esta deriva los más desprotegidos siguen perdiendo, como siempre. La violencia aparece desnuda, produciendo efectos de poder y placer. El trato implícito de la invitación-paga, que implicaba ganar una comida o dinero por medio de la venta corporal (es la definición del mostacero: ejercer la prostitución que no implicaba necesariamente ser homosexual), indica la importancia de la escena que hace vislumbrar la mercancía y el comercio erótico, unida muchas veces a la precariedad económica. La Unidad Popular implicó un momento de entusiasmo social, de liberación libidinal (como señalan Lemebel y Perlongher), aun cuando Asalazar aclara que no se tradujo en una disminución de la represión policial. Con todo, los mostaceros y homosexuales en general lograron unirse, activarse políticamente y hacer por primera vez una manifestación contra el Estado. Es un antecedente fundamental para las luchas del movimiento homosexual que continúan hasta el día de hoy.
Los cines ocupan un lugar especial en esta geografía: conforman los espacios principales de la transacción. Es sugerente que este recinto diseñado para el espectáculo se transforme en el escenario en vivo del erotismo. Todavía hoy en varias ciudades, los cines son empleados como el lugar de encuentro sexual (y, en cierta época, también los cyber café). La oscuridad de las butacas y la exhibición de los baños permiten la producción del deseo, oculto en las sombras del interdicto. Romper con esta legibilidad social exige cierto grado de violencia. Y aquello se evidencia en la escritura del libro: a la manera de Lemebel, Asalazar emplea términos extractados del habla cotidiana, sin depuraciones. Si bien no intenta arreglar la imagen de los personajes, pervive una cierta complicidad con ellos. No hay juicio moralizante; a pesar de que muchas de estas derivas se ejercían con diferencia etaria y económica. Aquí pervive un aspecto sugerente: El Deseo Invisible se presenta como una investigación de postgrado, con aparato crítico y fuentes; sin embargo, puede leerse perfectamente como un conjunto de crónicas, en la medida en que el montaje —por medio de viñetas— permite una lectura ágil. Todavía más: quizás, si se saltan las referencias, y la estructura de los capítulos se dispusiera de otra forma, podríamos tener entre las manos una novela. El estilo de Asalazar es el de un narrador y la literatura prevalece como disparador en el lector. Es una zona ambigua, como las crónicas de Pedro Lemebel o Roberto Merino sobre Santiago. Guardando las distancias y propósitos, me parece que El Deseo Invisible puede complementarse, en efecto, como registro de exploración con el libro de Merino Barrio República; ambos elaboran un mapa de Santiago diverso y complejo, cuyas investigaciones entrecruzan géneros: el relato histórico, la caracterización de personajes, la descripción de escenarios, la yuxtaposición de acontecimientos, la investigación de fuentes; todos estos recursos son articulados en conjunto a la manera de una nouvelle santiaguina. En ambos casos, el supuesto progreso de la ciudad guarda una memoria secreta que evita mirarse. Si se lee la urbe como un palimpsesto, en su misma superficie aparecen figuras que no son vistas comúnmente. Marx las observó como el despliegue del lumpen, Baudelaire las llevó a la poesía y la literatura chilena las aborda como un paisaje de reconocimiento entre “escritorzuelos”.
Una última observación a propósito de la visibilidad que ofrece la escritura. Resulta revelador que libros así puedan publicarse en la actualidad. En los últimos años, el resurgimiento de la masividad de los movimientos sociales ha logrado mostrar las grietas del sentido común, que por mucho tiempo han ocupado la “naturaleza” para mantener ideas represivas; y esta apertura implicó al mismo tiempo otras maneras de operar a partir del deseo. El urbanismo muestra esta fluctuación. Asalazar entrega algunas observaciones al respecto: en el mismo escenario de las antiguas derivas, anteriores al Golpe de Estado, hoy aparece un Chile neoliberal. Alrededor del Bellas Artes y el Santa Lucía se concentra el territorio gay progresista. El poder adquisitivo y el libre juego de oferta y demanda se parecen a otros territorios similares donde se articularon nuevos modos de ocupar el espacio y la existencia. La psicogeografía previa al 73 se trasladó a la Plaza de Armas, albergando parte de los personajes de antaño que libraron la batalla contra el sentido común predominante. Podríamos decir que allí todavía pervive el deseo invisible, conjugado con otras formas de extranjería, que vemos repetidas en diversas ciudades de Chile. El deseo visible de la postdictadura todavía está por analizarse. Es la tarea que deja este libro a los nuevos investigadores: examinar las subjetividades eróticas en el escenario del deseo capitalista, el trazado de las actuales prácticas de captura y caza, cuyas transacciones implican, quizá, formas de opresión y subversión más complejas y sutiles. Un manejo hábil del deseo logrado a través de la satisfacción.