El filósofo y profesor titular de literatura de la Universidad de Chile, Sergio Rojas, nos habla hoy sobre el libro Holocausto, de Charles Reznikoff, traducido por el poeta Carlos Soto Román. Son las palabras que pronunció a propósito de este libro-testimonio el 2019. Asediados como estamos por una catástrofe que es biológica pero también político-social, hay algo que indirectamente nos conmueve distinto al leer frases como esta: «`La muerte empieza por los zapatos´, escribió Primo Levi, haciendo referencia justamente a que la muerte es algo que ocurre cada vez entre un ser humano y las cosas, aunque otro ser humano haya sido el agente de esa miserable condición».
(Imagen de portada en respuesta a la campaña #blacktuesday que se dio esta semana en redes sociales como protesta por la muerte de George Floyd y la discriminación racial y social que está evidenciando la crisis sanitaria por COVID-19)
“Sentimos un estupor profundo:
¿cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?”
Primo Levi: Si esto es un hombre
La obra Holocausto, de Charles Reznikoff (1894-1976), corresponde a un tipo de escritura a la que se denominó poesía objetivista. La mejor explicación acerca de en qué consiste esta la encontramos en la nota con la que el propio Reznikoff abre el libro: “Todo lo que sigue está basado en una publicación del gobierno de los Estados Unidos, Juicios de criminales de guerra ante los tribunales de Nüremberg, y los registros del juicio a Eichmann en Jerusalén”.
En la parte titulada “guettos”, leemos: “Los niños pequeños lloriqueaban por las calles / debido al frío y al hambre / se los encontraba en la mañana / muertos por congelamiento. / Los cadáveres yacían en las calles vacías, / mordisqueados por las ratas; / y los cuervos bajaban en bandadas / para picotear los cuerpos”. La imagen que esto impone es, después de todo, imposible, porque lo que da a ver no es sólo la muerte de aquellos niños, sino su completa aniquilación, el absoluto abandono de sus vidas entregadas a la acción ciega de los elementos: hambre, frío, ratas, cuervos. Pero la violencia no viene de la naturaleza, sino de haber sido abandonados a esta, viene de la acción humana que transforma a la naturaleza en voracidad y a la muerte en degradación. Esto es lo que hay de devastador en el poema de Reznikoff. La paradoja de una especie de “poema sin poesía”, si se me permite la expresión, que lleva su propia posibilidad a una completa consumación (agotando todo resto propiamente “literario”) al plegarse sobre el documento jurídico que le sirve de antecedente. Como si la escritura fuse completamente extraña e indiferente al crimen o, al contrario, como si esa “objetividad” fuese la única forma en que el lenguaje puede hacerse al horror.
La escritura de Reznikoff es abrumadora, relata situaciones y diálogos de tal forma que lo terrible de los acontecimientos llega a consistir estrictamente en un desnudo así sucedió.
¿Cómo se dice de algo inimaginable que efectivamente sucedió? ¿Cómo se dice que lo inimaginable sucedió? ¿Cómo se dice en un relato que lo inenarrable sucedió? “En toda transmisión de lo traumático –dice Claude Lanzmann– hay siempre una parte que no es transmisible”. Es la “parte” que consiste por entero en el dolor (físico, moral y psicológico). El dolor humano no se puede informar. Paradójicamente, allí donde aparentemente se lo ha podido registrar, medir, describir, se escapa lo esencial, lo que había de humano en ese sufrimiento: la atormentada conciencia de haber sido “objeto” de un descomunal proceso de aniquilación. El hecho mismo de la muerte parece un “accidente” como efecto de los procedimientos dispuestos para una destrucción sin fin. Señala Lanzmann: “Entre las condiciones que permitieron el exterminio y el exterminio mismo –el hecho del exterminio– existe una ruptura de continuidad, hay un hiato, un salto, existe un abismo”. El poema da cuerpo significante a una región de lo real desde la que no recibimos “significados”.
Lo sorprendente es que hubo una cotidianidad para el horror, que los hechos tuvieron lugar en un fragmento de tiempo que fue indiferente al acaecer de lo inhumano. Esto es precisamente lo que la “poesía objetivista” da a pensar en la escritura. Da a pensar lo tremendo: el hecho de que ello sucedió.
Considero importante insistir en este punto, es justamente la lectura que propongo para este libro. El interés de Reznikoff por el testimonio se refiere no sólo a lo que sucedió, sino esencialmente a lo que en cada caso el testigo vio que sucedió. Vuelvo así a lo que considero la cuestión esencial de la poesía objetivista: si es inimaginable el hecho de que aquello sucedió, ¿cómo concebir el hecho de que fue posible ver el acaecer de lo inimaginable?
De un pasaje de la parte titulada “Cámaras y camiones de gas”:
“Los cuerpos fueron sacados rápidamente / ya que otros transportes venían llegando: / cuerpos azules, húmedos de sudor y orina, / las piernas cubiertas de excremento, / y por todos lados cuerpos de bebés y niños. / Dos docenas de trabajadores estaban atareados / abriendo las bocas de los muertos con ganchos de hierro / y con cinceles sacaban los dientes / con tapaduras de oro / y en otra parte otros trabajadores estaban / abriendo a los muertos / buscando dinero o joyas que podían haberse tragado. / Y todos los cuerpos eran lanzados en grandes fosas / cavadas cerca de las cámaras de gas / para ser cubiertos de arena”
No interesa al poeta el efecto de los hechos impactando en la subjetividad del testigo, sino precisamente el que, con todo, hay un momento en que el testigo supone que registró objetivamente lo que sucedió. Cómo si, después de todo, la inhumanidad pudiese ser un dato cósico de la percepción. Por eso que Reznikoff interviene los testimonios, los edita. En una conversación con Janet Serenburg y Alan Ziegler, Reznikoff comenta: “Cambio la forma de hablar si no coincide con algo que yo creo que es simple y directo”. En cierto modo es cierto que, como señala Pedro Donoso en un artículo sobre Reznikoff, “el poeta no escribe, el poeta cita”. Pero en el entendido de que aquí citar no significa simplemente “transcribir”, porque el poeta quiere citar lo que el testigo dice que vio, y en ocasiones la terrible fidelidad a lo que vio exige modificar el modo en que lo dice. He aquí, por cierto, una exigencia imposible sobre el testigo: recordar lo que sucedió, no recordarse asistiendo a lo que sucedió. El poema quiere dar lugar al hecho mismo, incluso más allá del testimonio. La violencia que queda expuesta en la escritura objetivista, sin profundidad (en el mismo sentido en que un grito carece de “profundidad”) destruye la subjetividad del testigo. También destruye la posibilidad de la poesía, sólo queda la obligación del poema.
La escritura de Reznikoff opera como cita y transcripción. Insoslayable tener presente la sentencia de Theodor Adorno según la cual “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Una frase que nos remite a otra: “No es posible la poesía después de Auschwitz”. En efecto, lo que sucedió no dejó intacto al lenguaje, porque arrasó también con la posibilidad de significar el mundo, de reconocer a través de los signos un domicilio común para la humanidad en el sentido. No se trata de lo supuestamente “incomunicable” de ciertos hechos que estarían más allá del lenguaje, más bien lo tremendo consiste justamente en que hay lenguaje más allá del sentido. Primo Levi relata que en Auschwitz la mayoría de los prisioneros no entendía alemán, por lo tanto, no entendían el “por qué” de los golpes de los que constantemente eran víctimas. Sin embargo, en ese “por qué” vociferado en una lengua desconocida no aguardaba sentido alguno. La poesía se encontró de pronto con lo que quedó del lenguaje, triturado en un universo sin por qué.
La escritura editada del testimonio transmite el horror sin expresarlo. Si lo horroroso es en todo momento posible de acaecer en el mundo, si la condición de “horror absoluto” no torna imposible su acontecimiento, esto implica que por un momento aquello inimaginable que después nos abruma tuvo un así, tal como cualquier hecho intrascendente nunca deja de estar sometido a las leyes físicas, químicas y biológicas que rigen el universo. “La muerte empieza por los zapatos”, escribió Primo Levi, haciendo referencia justamente a que la muerte es algo que ocurre cada vez entre un ser humano y las cosas, aunque otro ser humano haya sido el agente de esa miserable condición.
En el mes de mayo de 2019 visité el campo de Auschwitz. Pensaba: “aquí sucedió lo que sabemos, y sin embargo sigue siendo el Holocausto algo inimaginable. ¿Qué es lo inimaginable? En cierto sentido podemos imaginar situaciones en las que se expresa el odio, el maltrato, incluso la furia asesina. Lo que no podemos imaginar es el programa. Las instalaciones en el campo de Auschwitz –incluyendo las líneas férreas que conducen a este– dan cuenta precisamente de un programa, cuya ejecución implica esencialmente la deshumanización de sus agentes, desapareciendo en estos toda conciencia moral de responsabilidad.
Después, cuando los acontecimientos de que se trata ingresan en el pasado, cuando el mal se fue convirtiendo en cifras y los relatos dieron lugar a documentos que fueron pasando desde los tribunales al riguroso examen disciplinario de los historiadores, las personas comenzaron a decir: “sabía que estas cosas habían sucedido, pero nunca imaginé que hubiese sido en esa magnitud”. Lo que de alguna manera están diciendo es: “nunca imaginé que eso hubiese sido un programa”. El programa es lo inconcebible. No digo que todo haya comenzado con un programa, sino que lo tremendo llegó a transformarse en un programa.
El mundo es la posibilidad de dar sentido a la muerte, en este incluso la muerte puede llegar a ser la consumación del sentido. Pues bien, el término “Holocausto” nombra el fin del mundo como horizonte de sentido de la existencia. Muerte sin relato que no sea la objetiva descripción de la materialidad misma por la que un ser humano deviene cadáver. El asunto no es sólo la muerte, sino el programa que conduce a ella. Por eso escribe Adorno que Los campos fueron ante todo lugares de muerte, pero no sólo como campos de ejecución, sino de sufrimiento sistemáticamente aplicado. La muerte se transforma en parte de un procedimiento técnico que se administra lentamente. Adorno escribe: “La muerte ha alcanzado un nuevo horror en los campos: desde Auschwitz, temer a la muerte significa temer algo peor que la muerte”. Holocausto de Reznikoff pone en obra la completa disponibilidad de la vida humana bajo la voluntad de poder como programa de aniquilación. Inaudita experiencia del abandono extremo, de haber llegado al fin del mundo.
Camino a “los baños” los individuos deben desprenderse de todo: anteojos, dentadura postiza, zapatos, ropa, prótesis, dinero, incluso del pelo cuando han sido rapados. ¿Qué es lo que queda? El cuerpo como residuo, una vida despojada de mundo, una existencia anónima a la que sólo le queda la muerte. Pensar que la vida humana se ha reducido a algo así como un “hecho biológico” es equívoco, porque no se trata aquí de una vida entregada a la ciega necesidad de la naturaleza, sino a la arbitraria voluntad de un victimario que opera como agente de un programa. Con lo de la “arbitrariedad” no quiero decir que para la mayoría era azaroso vivir o morir. No, casi todos murieron. Pero la arbitrariedad era parte de la causa de muerte. Tal vez el programa de exterminio es algo que cabía en ninguna cabeza, tampoco en la de quienes lo ejecutaron:
De un fragmento de la parte titulada “Marchas”: “A ratos un guardia alemán se acercaba a un / hombre que no podía / levantar el peso que debía / y le decía amablemente: ‘Tómalo con calma. / Descansa un poco’. / Y cuando el judío se sentaba, / le disparaba”. Sorprende aquí la forma del guardia alemán, la paradójica “amabilidad” como un aspecto de su acción despiadada. Sin embargo, ¿no es esa parsimoniosa neutralidad en medio del horror la expresión más radical de la indiferencia ante el dolor? He aquí la pertinencia del epígrafe de primo Levi. El objetivismo de la escritura de Reznikoff devela la siniestra “objetividad” de los agentes del programa de exterminio.
Escribe-cita Reznikoff:
“En 1943 empezaron a quemar cadáveres. / En enero de ese año, luego de que un grupo / de oficiales mayores Nazis / visitara el campo, / se dieron órdenes de desenterrar los cuerpos. / Palas mecánicas los botaban al suelo / y con la ayuda de camillas de madera / los que trabajaban deshaciéndose de ellos / lanzaban los cuerpos –o partes de cuerpos– / a los hornos / o sobre parrillas hechas con rieles / en las cuales los muertos se quemaban hasta / convertirse en cenizas”.
Abrumador relato objetivista de cómo los muertos han desaparecido en los cadáveres. Las palas mecánicas ya no cargan “muertos”, sino cuerpos. La maldad fría que toma cuerpo en la escritura objetivista de Reznikoff conduce a reflexionar acerca del hecho de que la muerte de millones de seres humanos fue la consumación de un programa que se diseñó para ser aplicado sobre aquellos a los que se le había negado el derecho a la vida. Esto es lo que leemos en las páginas de Holocausto: la despiadada indiferencia con que se ejerce la aniquilación de la vida humana con metas aritméticas. Es decir, cada muerte “desaparecía” en la magnitud del programa. En algo así pensaba, tal vez, Primo Levi cuando al escribir: “Cuando decimos ‘no lo olvidaré nunca’ (…) hablamos con atolondramiento”.