Verano, Bruno Cuneo.
Ediciones Altazor.
Viña del Mar, 2005.
Aunque no sea más que una generalización arriesgada, me atrevo a decir que el verano es siempre un tiempo que ya pasó. Será porque en toda infancia hubo alguna vez un verano memorable, que esta época se presenta particularmente a la escritura con cierto rasgo indefectible de pasado. Todo verano es recuerdo; nada en él real mientras ocurre, salvo el insidioso calor en el que se configura el espejismo de lo vivido, que se irá destiñendo con el paso de las estaciones. Pues, como dice Ashbery, en un poema llamado justamente Verano, “la fase de raleo sigue/ al tiempo de la reflexión (…)/ y también las pequeñas construcciones sobrepuestas/ a las fantasías de lo que hicimos”. En el espacio que media entre fantasía y construcción, se encuentra, me parece el Verano que suscita esta digresión, poemario de Bruno Cuneo del que podrían decirse cosas en diversos sentidos, entre los que elijo aquel referido a su experiencia temporal.
Como el “había una vez”, con el que se inicia todo buen cuento infantil remite a un tiempo pleno, anterior al curso profano de los hechos, el verano que configura este libro también está fuera de curso, instalado en ese residuo que es al flujo, el recuento. La materia recordada –imágenes de la infancia, de algún erotismo evaporado o arrasado, de alguna partida, de algún intento, de alguna caída trágica y a veces cómica- tiene, es cierto, un lugar central en este poemario. Son hechos pasados y presentes los que se someten a la lógica del recuerdo, como si toda la vida no fuera más que un pretexto para la memoria. Pero al tono íntimo, personal, de la rememoración se sobrepone un escepticismo general que parece alcanzar, para desgastarla o triturarla, la estructura impersonal del acontecimiento. Verano es el tiempo en el que, más allá de la propia experiencia, todo ha dado históricamente lo suyo.
Absorbe el conjunto de poemas, creo, la atmósfera impersonal de la obra de Hopper en que se inspira (pasada por la mirada cómplice de Lihn: “historias ajenas al Acontecimiento/ el lugar en que los hechos ocurrieron y/o van a ocurrir/ eso pintó Edward Hopper”) y especialmente del cuadro cuya reproducción se halla en las primeras páginas del libro: los trasnochadores, esos eternos cuatro personajes suspendidos en el mismo bar esquina en la misma noche, como librados prodigiosamente de la antigua sentencia, infinitamente bañados por el mismo río nocturno.
El modo en que trato de aproximarme a esa suerte de filosofía del tiempo que encuentro en el libro de Cuneo, tal vez podría abreviarse acudiendo a la poderosa noción de melancolía, tan familiar a una poesía como ésta, que parece abordar lo acontecido en la fatiga o en el duelo, y para la que nada aparece sino como pérdida (carne de tiempo/ la marea de polvo crece y crece/ tu corazón se ahoga en ella). La melancolía es familiar, me parece, a los poemas de Verano. Se expande en ellos como las ondas en el agua, que en la imagen de Dos recuerdos de infancia, un niño sigue observando mientras su cara se pierde en el espejo que describen.
Sin embargo, Verano transcurre también en una distancia cínica e irónica, que le permite descalzar la nostalgia de lo radicalmente sido -transformar la melancolía en un gesto retórico- transfiriéndola conjeturalmente a ciertos pretéritos que sólo existen en la memoria del poema. Transfiriéndola, por ejemplo, de lo sido a lo que pudo fortuitamente ser (Amor a última vista) o a aquello que debió imperiosamente ser y sin embargo se frustró (Retornos) o, en otros casos, a aquel pasado que ha vuelto sin traer consigo los “viejos significados” (Después de todos estos años).
La enunciación de esa melancolía retorizada, con agudos trazos humorísticos (pero esa Ofelia desdeñosa/ no irá precisamente a ahogarse bajo un sauce/ con los libros que le regalaste/ de seguro va a trancar la puerta) es, me parece, de esta poesía de Bruno Cuneo, algo que parte absolutamente maduro, como si se tratara del ejercicio final de una larga escritura. Ella domina la tonalidad del poemario y acrecienta en él el “efecto Verano”: entre todos los acontecimientos, la melancolía misma aconteció, dejándonos también de ella su “pequeña construcción sobrepuesta a la fantasía”.
No quiero equivocar las cosas al hablar de “retorización”. No hablo de un efecto discursivo, cosmético, sino del tono radicalmente elocuente que consigue una poesía que ha masticado por largo el sentimiento de la pérdida. Y que no ha terminado de hacerlo, pues, como un canto de sirenas que cada cierto tiempo retorna e irrumpe en la odisea del tedio, se presenta el rumor de lo que todavía promete: “insiste, reclama la palabra que no tiene/ rechaza el silencio que le sobra/ derrite la cera que te pusiste en los oídos, / desata el nudo del mástil al que te ataste/ en el navío del corazón que cabecea”. La presencia de ese rumor me hace pensar en lo que dice el autor en el prefacio del libro: en un poemario concebido bajo el influjo de Jano, antiguo dios de las puertas cuyo rostro bifronte le permite mirar al futuro y al pasado.
Para rematar el gesto con que este libro se inscribe en un “tiempo desquiciado”, sus poemas se consuman preterizándose, dejándose ir también como un verano (quién sabe si después de una año/ no comience todo de nuevo), por un agujero de olvido. Soir Bleu, en sus últimos versos, refuerza todo lo dicho relativizándolo y matizándolo de este modo: “vivir no es tan difícil si lo piensas/ lo único difícil es pensarlo”.
Pensar la vida como la dificultad misma del vivir, es pensar también el tiempo como la dificultad misma de estar en él. En una de sus dimensiones, creo, este poemario de Bruno Cuneo, se expone desagarradamente a esa dificultad y la sostiene en vilo hasta la última página elaborando, aunque esto no sea sino una paradoja, una nueva e inusitada melancolía.
Verano, Bruno Cuneo. Ediciones Altazor. Viña del Mar, 2005 |
Aunque no sea más que una generalización arriesgada, me atrevo a decir que el verano es siempre un tiempo que ya pasó. Será porque en toda infancia hubo alguna vez un verano memorable, que esta época se presenta particularmente a la escritura con cierto rasgo indefectible de pasado. Todo verano es recuerdo; nada en él real mientras ocurre, salvo el insidioso calor en el que se configura el espejismo de lo vivido, que se irá destiñendo con el paso de las estaciones. Pues, como dice Ashbery, en un poema llamado justamente Verano, “la fase de raleo sigue/ al tiempo de la reflexión (…)/ y también las pequeñas construcciones sobrepuestas/ a las fantasías de lo que hicimos”. En el espacio que media entre fantasía y construcción, se encuentra, me parece el Verano que suscita esta digresión, poemario de Bruno Cuneo del que podrían decirse cosas en diversos sentidos, entre los que elijo aquel referido a su experiencia temporal.Como el “había una vez”, con el que se inicia todo buen cuento infantil remite a un tiempo pleno, anterior al curso profano de los hechos, el verano que configura este libro también está fuera de curso, instalado en ese residuo que es al flujo, el recuento. La materia recordada –imágenes de la infancia, de algún erotismo evaporado o arrasado, de alguna partida, de algún intento, de alguna caída trágica y a veces cómica- tiene, es cierto, un lugar central en este poemario. Son hechos pasados y presentes los que se someten a la lógica del recuerdo, como si toda la vida no fuera más que un pretexto para la memoria. Pero al tono íntimo, personal, de la rememoración se sobrepone un escepticismo general que parece alcanzar, para desgastarla o triturarla, la estructura impersonal del acontecimiento. Verano es el tiempo en el que, más allá de la propia experiencia, todo ha dado históricamente lo suyo.Absorbe el conjunto de poemas, creo, la atmósfera impersonal de la obra de Hopper en que se inspira (pasada por la mirada cómplice de Lihn: “historias ajenas al Acontecimiento/ el lugar en que los hechos ocurrieron y/o van a ocurrir/ eso pintó Edward Hopper”) y especialmente del cuadro cuya reproducción se halla en las primeras páginas del libro: los trasnochadores, esos eternos cuatro personajes suspendidos en el mismo bar esquina en la misma noche, como librados prodigiosamente de la antigua sentencia, infinitamente bañados por el mismo río nocturno.
El modo en que trato de aproximarme a esa suerte de filosofía del tiempo que encuentro en el libro de Cuneo, tal vez podría abreviarse acudiendo a la poderosa noción de melancolía, tan familiar a una poesía como ésta, que parece abordar lo acontecido en la fatiga o en el duelo, y para la que nada aparece sino como pérdida (carne de tiempo/ la marea de polvo crece y crece/ tu corazón se ahoga en ella). La melancolía es familiar, me parece, a los poemas de Verano. Se expande en ellos como las ondas en el agua, que en la imagen de Dos recuerdos de infancia, un niño sigue observando mientras su cara se pierde en el espejo que describen. Sin embargo, Verano transcurre también en una distancia cínica e irónica, que le permite descalzar la nostalgia de lo radicalmente sido -transformar la melancolía en un gesto retórico- transfiriéndola conjeturalmente a ciertos pretéritos que sólo existen en la memoria del poema. Transfiriéndola, por ejemplo, de lo sido a lo que pudo fortuitamente ser (Amor a última vista) o a aquello que debió imperiosamente ser y sin embargo se frustró (Retornos) o, en otros casos, a aquel pasado que ha vuelto sin traer consigo los “viejos significados” (Después de todos estos años). La enunciación de esa melancolía retorizada, con agudos trazos humorísticos (pero esa Ofelia desdeñosa/ no irá precisamente a ahogarse bajo un sauce/ con los libros que le regalaste/ de seguro va a trancar la puerta) es, me parece, de esta poesía de Bruno Cuneo, algo que parte absolutamente maduro, como si se tratara del ejercicio final de una larga escritura. Ella domina la tonalidad del poemario y acrecienta en él el “efecto Verano”: entre todos los acontecimientos, la melancolía misma aconteció, dejándonos también de ella su “pequeña construcción sobrepuesta a la fantasía”. No quiero equivocar las cosas al hablar de “retorización”. No hablo de un efecto discursivo, cosmético, sino del tono radicalmente elocuente que consigue una poesía que ha masticado por largo el sentimiento de la pérdida. Y que no ha terminado de hacerlo, pues, como un canto de sirenas que cada cierto tiempo retorna e irrumpe en la odisea del tedio, se presenta el rumor de lo que todavía promete: “insiste, reclama la palabra que no tiene/ rechaza el silencio que le sobra/ derrite la cera que te pusiste en los oídos, / desata el nudo del mástil al que te ataste/ en el navío del corazón que cabecea”. La presencia de ese rumor me hace pensar en lo que dice el autor en el prefacio del libro: en un poemario concebido bajo el influjo de Jano, antiguo dios de las puertas cuyo rostro bifronte le permite mirar al futuro y al pasado. Para rematar el gesto con que este libro se inscribe en un “tiempo desquiciado”, sus poemas se consuman preterizándose, dejándose ir también como un verano (quién sabe si después de una año/ no comience todo de nuevo), por un agujero de olvido. Soir Bleu, en sus últimos versos, refuerza todo lo dicho relativizándolo y matizándolo de este modo: “vivir no es tan difícil si lo piensas/ lo único difícil es pensarlo”. Pensar la vida como la dificultad misma del vivir, es pensar también el tiempo como la dificultad misma de estar en él. En una de sus dimensiones, creo, este poemario de Bruno Cuneo, se expone desagarradamente a esa dificultad y la sostiene en vilo hasta la última página elaborando, aunque esto no sea sino una paradoja, una nueva e inusitada melancolía. |