Como “una guerra silenciosa e imposible” definía Iván Navarro su propuesta artística en el contexto de la representación de Chile en la Bienal de Venecia en 2009. El artista se refería puntualmente a Death Row (2006-2009), una compleja instalación conformada por 13 puertas que por medio de efectos lumínicos y reflectantes produce infinitos abismos insondables. Es justamente esta obra la que daba comienzo a la primera retrospectiva de Iván Navarro en Chile, cuyo título también puede leerse como la realización de un anhelado reencuentro: Una guerra silenciosa e imposible. Situada en el Centro de las Artes/ CA 660, y presentada entre el 7 de agosto y el 8 de noviembre 2015, la muestra curada por Manuel Cirauqui se caracterizó por la pulcra disposición de un conjunto de atractivas instalaciones y objetos escultóricos en un espacio que recordaba la dinámica museal del cubo blanco y sus efectos de suspensión de obras en un diagrama espacial que pareciera volverlas imperturbablemente eternas, y de algún modo, fijarlas en una suerte de libro cuyas limpias páginas blancas han estado esperando ansiosamente la llegada de uno de los artistas chilenos de mayor circulación internacional; para así poder ampliar la recepción local de Iván Navarro, cuya obra solo habíamos logrado avizorar de manera fragmentada y aislada en nuestras galerías y museos.
Death Row se conforma de 13 puertas de vidrio, cada una de las cuales presenta un color diferente, rasgos que acusan de modo literal su fuente, pues la pintura Spectrum V (1969), de Ellsworth Kelly se articula de 13 paneles monocromos que representan la composición del espectro cromático. La distribución de los colores es citada al pie de la letra. La instalación le demanda al espectador una serie de movimientos, partiendo por un desplazamiento lineal que posibilita una experimentación secuencial de la obra que comienza a disponerse como un espejo que devuelve los reflejos coloreados. Luego se requiere un distanciamiento que permite su evaluación conjunta y finalmente, se regresa a la posibilidad de una aproximación selectiva e íntima con la obra, en algunos casos, para intentar develar las estrategias constructivas que denodadamente intentan engañar al ojo.
Con el título de la obra en mente, podríamos arriesgar otro movimiento: un desplazamiento que esta vez ocurre en la imaginación pero cuyo destino es real. Aquellas cautivantes puertas con tubos de neón traen al presente de la galería los corredores de la muerte del contexto carcelario norteamericano. Estrechos pabellones destinados a los condenados a pena capital. Iván Navarro ha recuperado aquellos espacios donde ciertos hombres esperan a puerta cerrada la proximidad de su ejecución. En este desplazamiento, recorremos de manera secuencial los pasillos de una cárcel y en los vidrios de estas bellas puertas veríamos una y otra vez nuestro reflejo deambular entre pasillos que proyectan ad infinitum la experiencia de la muerte.
El recorrido sigue con Cohecho (2013), un pozo instalado en el suelo de la galería que provoca el atávico gesto de Narciso pero esta vez no para ver nuestro reflejo sino su inquietante profundidad que replica infinita veces la palabra cohecho y cuyas letras como escaleras subterráneas conducen hacia una zona vedada por la oscuridad. Asalta la vista un maletín (¿o un ataúd?) abierto por un puño militar. En su interior hay cuatro tubos fluorescentes con los nombres de Frank Teruggi, Charles Horman, Ronnie Moffit y Orlando Letelier. Todos asesinados por la dictadura militar en Chile. Es otra horadación en el espacio de la galería, no sobre la corrupción financiera y política, sino sobre una irresuelta zona de conflictos de nuestra historia reciente. Más allá, llama la atención una reja de resplandeciente luz blanca dispuesta de modo diagonal que censura el acceso hacia una silla rosada que vista desde los “barrotes” de Reja Corpartes (2015) vibra como un espejismo en el desierto. Emprendo el recorrido en un laberíntico diseño expositivo y mientras avanzo veo otra silla, Black Electric Chair (2006). Esta frágil silla eléctrica –reelaboración de la Silla Wassily diseñada por Marcel Breuer– ha sido ubicada en una sofocante sala negra que recuerda un espacio clandestino de tortura. Finalmente, llego a la silla rosada, es Pink Electric Chair (2006), una obra que se constituye como una operación citacional de corte crítico que trastoca su referente, Red Blue Chair, de Gerrit Rietveld. Navarro ha recreado un objeto a partir de tubos fluorescentes que mantienen con llamativa luz rosada a una silla que conquistó una marcada valoración estética que le valió la clausura de cualquier posibilidad utilitaria. Si en un primer momento el acceso a la silla se veía obstaculizado por una reja que restringía las posibilidades de movilidad, una vez que superamos el impedimento, la reja cambia de función y ahora nos resguarda en nuestra experiencia de apreciación ante un objeto que puede ser pensado como una reelaboración (y traslación) del diseño de la alta cultura europea hacia un lejano espacio cultural que lo descontextualiza y lo hace ingresar a un régimen simbólico en el que adquiere, de modo paralelo, siniestras y festivas posibilidades de uso.
Como incrustados en las murallas de la galería, se atisban dos cuerpos hechos de tubos fluorescentes que despiden una radiante luminosidad blanca. Iván Navarro ha reprocesado en Nowhere Man III & IV (2008) los diseños que creó Otl Aicher para el programa pictográfico de los Juegos Olímpicos de Munich de 1972. El evento que pretendió limpiar el recuerdo de las olimpíadas de Berlín de 1936, apropiadas por Adolf Hitler como una plataforma de difusión del nazismo, se vio paradójicamente empañado por el secuestro y asesinato de once atletas de la delegación de Israel. El atentado lo organizó Septiembre Negro, un grupo armado palestino. Es posible pensar, entonces, que la tarea que tenía en sus manos Aicher pudiera considerarse una utopía de reparación que por medio de la imagen lograra traspasar condiciones lingüísticas y culturales para interpelar al ser humano en general, más allá de cualquier categoría o posible clasificación, y a fin de cuentas reencontrarse con él. Navarro crea figuras en clara alusión a los diseños de Aicher y propone desde la actualidad una utopía desfasada y fracasada. Pero creo que hay algo más en esos cuerpos celestiales cuya vulnerabilidad es refrendada por la fragilidad de los materiales y su compleja dependencia energética de la institución, de la que depende su activación, su posibilidad lumínica. Sigue habitando en ellos la experiencia de la muerte que se ha cristalizado en unos débiles cuerpos fragmentados que también recuerdan las imágenes de osamentas y los registros del peritaje que en la forma de una evidencia señalan el acaecimiento de una tragedia.
La experiencia de quien ingresa a la exposición y decide realizar un encuentro con las obras de Iván Navarro es de fascinación y confusión. Con esto me refiero al deslumbramiento que se articula a partir de los rasgos lumínicos y reflexivos de las obras que configuran espacios imposibles. Estos efectos y trucos, sumados al laberíntico diseño de la exposición, entregan señas que, creo, acusan una suerte de emboscada. Una que no solo intenta engañar a sus espectadores sino que roza a la misma obra. Dispuestas de una manera tan cuidadosa, las obras de Iván Navarro pareciera que siempre están en posición de realizar una trampa a quien decida ponerse ante ellas. Las sospechas podrían suscitarse a partir de la observación de objetos de circulación doméstica que deben cargar con la estrella de David y la esvástica, los símbolos de una angustiosa historia. Objetos que además, se podría pensar, tienen un pie en el área del diseño y otro en lo que entendemos por arte. En ese instante, quizás, muchas de estas obras comienzan a mostrar su filo más agudo y crítico, uno de muy difícil desentrañamiento y al que solo puedo referir mediante la interrogación: ¿aquellas obras en las que poco a poco la centralidad estética daba a paso a una ambigua capa discursiva contenían un posible sentido de luto por los trágicos fracasos de la historia? ¿O acaso las masacres, la tortura y la muerte comparecían como los subterfugios desde los cuales se lanza un paródico comentario sobre el arte serio y en parte, hacia la tradición cultural que ha sellado la ardua relación entre arte y política? Hacia el final de la exposición hay una sala que presenta el trabajo musical del artista. Antes, en un espacio intermedio de luminosidad roja, hay una escalera hecha de tubos fluorescentes que está apoyada en la muralla, es Red Ladder (Backstage) (2008). Pese a que está hecha con materiales prefabricados, es imposible acceder a ella. No solo por asuntos de seguridad sino por su constitución. Un solo intento por subirla terminaría con una desastrosa imagen de un cuerpo electrocutado. En cambio, se puede subir con la imaginación y habría que dar pie a la especulación por su destino. Pero antes de eso, ¿qué hace acá, hacia el final, una escalera? ¿Subimos o descendemos? Si escogemos subir, habremos dejado atrás un espacio hecho de trampas y encrucijadas con obras de radiante luminosidad, ¿y ellas qué era lo que iluminaban al modo de un faro en una incierta noche contenida con murallas blancas? Con un sorprendente viso de actualidad, las obras de Iván Navarro recuerdan el trazo crítico que él mismo ha asignado a su producción artística, pero también ellas se actualizan e infartan a partir de las noticias de pequeñas, grandes e inminentes guerras que de imposibles y silenciosas no tienen nada.