En el libro VI de sus Metamorfosis Ovidio versifica el mito de las hermanas Procne y Filomela. Casada en malas nupcias con Tereo, Procne envía a su esposo a Atenas, en busca de la hermana menor. En el camino de regreso a Tracia, el héroe, aquejado de incontenible deseo, viola a Filomela y luego le corta la lengua para asegurar su silencio. La princesa, sin embargo, se las arreglará para tejer un manto cuyo motivo denuncie al agresor, quien pagará su crimen ingiriendo, sin saberlo, el cuerpo de su hijo Itis, dispuesto por Procne para tal efecto.
Todo este horror, padecido por unos aristócratas perdidos en el tiempo, nos suena remoto e inofensivo, además de bello bajo la pluma romana. La cosa se pone escabrosa cuando la atrocidad se traslada a una familia miserable, hacinada en la periferia de una ciudad donde divinidades nada vigorosas se descomponen en grutas solitarias, como se nos sugiere en la escena en que uno de los personajes se duerme acurrucado junto a la imagen de la virgen. Una angustia más cercana resulta al introducir el drama aristocrático en los diminutos blocks de la calle San Pablo, en el límite entre Lo Prado y Pudahuel.
Esta es la propuesta central de Filomela, la segunda novela de Pablo Torche y su cuarto libro publicado. Escrita en tres diferentes registros, vemos en la primera parte el viaje de Tereo hacia Atenas, los ruegos al rey Pandión para que acceda a la entrega de Filomela, una orgía cinematográfica, la violación, todo esto al estilo de ese español ampuloso de las traducciones clásicas. En la segunda parte el tiempo y el lenguaje se trastocan. Ahora Tereo es el Tera, heladero y gandul irresponsable cuyos dividendos se esfuman con los amigotes del barrio. Como si esto fuera poco, el canalla descarga el rechazo sexual de su mujer con su cuñada adolescente, la Filo, allegada en el departamento. Aquí hay que reconocer la eficaz recreación de la jerga poblacional, logro evidente para cualquiera que la haya escuchado en vivo y en directo: “Voh sí que soi bien escurrío, ¿cierto? No traís ni plata y querís comer. ¿Voh creís que estamos aquí pa’ tu puro gueveo?”. La tercera y última parte es el monólogo interior de una Filomela provinciana, ocupada en disquisiciones sobre su cuerpo y su ropa, mientras prepara el viaje a la ciudad con su cuñado.
Siguiendo una línea similar a la de su novela anterior, Acqua alta (2009), Torche desplaza la anécdota hacia un lugar secundario; lo que realmente importa es el lenguaje y el modo en que éste reelabora con detención y minucia eróticas una trama ya conocida. Por esta razón, pedirle a Filomela fidelidad referencial y corrección ideológica es pedirle lo que no pretende. Sobre todo si se la reconoce en el carnaval de la mascarada posmoderna, donde resulta de lo más pertinente recurrir al estereotipo —una máscara más— como forma de representación. En coherencia con esta estética que refunde y revitaliza con nuevo sentido lenguajes y estrategias “muertas”, la novela gana un punto a favor al filtrar la marginalidad por medio de procedimientos narrativos propios del criollismo y la novela social, como sucede con los diálogos poblacionales, enmarcados por un narrador culto. También gana por su consistente utilización del modelo sensacionalista televisivo de programas tipo Mea Culpa, donde —es cierto— el vicio y la maldad no emanan de un sistema económico grotesco, sino de la sangre degenerada de los pobres, esos que viven por allá. Pero este no es un pecado que se le pueda atribuir a la novela, cuyas intenciones van por un camino bien distinto al pretendido afán documental o realista de un Carlos Pinto. La herramienta no tiene el mismo significado en ambos casos. De hecho, en Filomela, el contraste entre los modos “griego” y “social” de representación pone en crisis a ambos, y lejos de ocultar su artificiosidad la deja al descubierto.
Ovidio refiere que Tereo, tras devorar a su hijo, persigue enloquecido a las hermanas; Procne y Filomela se transforman en pájaros al igual que el héroe, que ahora las hostiga por el aire. Así, lo horrible pierde peso y se diluye en la leve violencia de las aves. Ninguno de los tres finales de Filomela resuelve de este modo, sino en medio de la antropofagia o el abuso; es el lenguaje el que está destinado a la metamorfosis, a la variación, al juego refinado de destejer y volver a entramar con otros hilos una nueva levedad como respuesta a lo horroroso. La paradoja de esta novela y, en realidad, la de toda novela, es la paradoja del lenguaje: semejante a la urdimbre de Filomela, encubre al mismo tiempo que denuncia, aún cuando se lo quisiera escrupulosamente referencial o retratista.
Arrastrada por su violador, la princesa sugiere que, inevitablemente, todo entramado es a la vez un conjunto de barrotes que nos impide ver la luz: “…Tereo me arrastra fuera del bosque y un trecho de ramas enrejadas destrozan el cielo encapotado”.