“El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”, dice Nietzsche en una conocida referencia de Así habló Zaratustra.
A pesar de ser una cita “distinguida” y, por lo tanto, posible de ocupar en registros disímiles, el libro que hoy presentamos de Mario Montalbetti tiene una filiación fundamental con esta imagen. Conjuga con “un oasis de horror en desiertos de tedio” —el verso de Baudelaire— que se multiplica al interior de la escritura y que desborda la inanidad hacia la comprensión de una época.
Más allá del título, Fin desierto y otros poemas consigna un territorio del lenguaje abismado en la exploración de las formas. Es una poesía que en el desfondamiento crea un hábitat; bajo sus linderos presupone una catástrofe, aunque mirada con serenidad y baja intensidad, como en una cámara lenta que fija el ojo en el derrumbe de la ruina.
El viajero se ubica en el lugar de desplazamiento del lugar; “porque cada línea contiene su propia ausencia” (8), una deriva que borra las líneas anteriores advirtiéndolas como un acontecimiento inasible. Los poemas intentan así asemejarse al ritmo del desierto. Me parece sugerente, en este sentido, ponerlos en relación con un libro que presenté hace algunos años: El ojo del lagarto, de Vicente Rivera. El poeta copiapino aborda el desierto de Atacama, habitualmente considerado desde la zona central —y supongo que también desde el sur— como seco e inanimado, articulando la intensidad de las extensiones del espacio. En esto coinciden con el desierto de Chihuahua, donde escribió Montalbetti: las zonas supuestamente inhóspitas germinan, crecen y se expanden en la aridez.
De ahí que este libro lo perciba próximo a Nietzsche y, en el ámbito literario, a Mallarmé, cuando este último, al asimilar la radicalidad de la muerte de dios, queda en ascuas. En lugar de danzar en el abismo, y llevar una vida alterada por las sospechas y el delirio, Mallarmé vuelca el derrotero del sentido a la página. “¡Usted no hace equilibrios sobre el abismo, no! Usted se ha lanzado a él de cabeza”, decía un personaje de Dostoievski que veía cómo en el siglo diecinueve la historia se partía en dos con la entrada del nihilismo. Nietzsche, como los personajes de Los endemoniados de Dostoievski, encarnó este danzar en el peligro. Mallarmé, por el contrario, encontró el equilibrio en la cuerda floja de las letras, en la inmanente búsqueda del libro de todos los libros, en la escritura acendrada en las disposiciones gráficas de su tiempo como oposición al capitalismo.
En la poesía de Montalbetti podemos ver un periplo parecido; se plantea en un desierto que abre formas y al mismo tiempo las agota. Construye en un eriazo, pero no necesariamente yermo. “Lo que adquiere forma / está condenado / a perderla”, dice el poema en la página 22. Y, luego de estos versos, la poesía cambia de articulación. Se abre a otras posibilidades de escritura y registros, como el mar de Valéry, aunque paradójicamente en este caso se trate del desierto.
El lugar corrosivo de esta escritura, que intenta asimilarse a la aridez, tiende a suavizar el dramatismo de las alusiones; recorre la suavidad de los significantes como una manera de repetir rítmicamente las formas de la arena. Formas que van borrando lentamente el rostro del hombre, como Foucault concluía uno de sus primeros libros. Es como si el poeta observara el espacio con un buen sombrero, sin asolearse ni angustiarse por la temperatura de la pérdida. A pesar del desgarro en algunos pasajes, Montalbetti configura una poesía sobria que se interroga sobre su propia condición y territorio poético, incluso en los “otros poemas” incorporados en esta edición.
Quizás por mi ateísmo, y como diría Coliqueo, mi inclinación a la izquierda, me resulta ajena la lectura de este libro asociada a la mística. Si indago una relación, en mi ignorancia, la asociaría con la importancia cabalística del libro y el lugar transformador del nihilismo. La página en blanco como un desierto y una profundización en las figuras poéticas; la apuesta de sentido en la fragilidad de las palabras como una polvareda de significaciones incontrolables. “Hay una ausencia a la deriva // enterrada entre tormentas / hay un desierto ciego e incongruente // y hay una huida tras otra / hilvanada por espejos // aquí hubo alguien que rompió su palabra” (33).
De acuerdo al epílogo de Felipe Cussen, el formato de la primera edición incide en la lectura del poema como objeto, a la manera de Carlos Oquendo de Amat y sus 5 metros de poemas. En la apuesta de un sentido que desborde las palabras y el libro, el soporte de cada edición modula maneras diversas de leer. En esta edición de Komorebi, sería pasar del rollo al ejemplar; de la Torah a la Biblia; de Un golpe de dados a Las flores del Mal; de 5 metros de poemas a Trilce, dicho por supuesto de manera exagerada para ilustrar la relevancia de los soportes y la recepción. Es decir, cada edición convoca expectativas distintas en el lector, aun cuando pueda ser la “misma” persona.
Un amigo, el poeta y editor Rodrigo Arroyo, me señalaba la importancia que tendría El libro de las preguntas de Edmond Jabès en las influencias de esta escritura (resaltada también por el autor), pero creo que hay diferencias sutiles y claves. Fin desierto y otros poemas es un libro más acorde con el nihilismo, con ese instante de suspensión en que el significado no se moviliza o se mueve con lentitud; mientras que en Jabès veo una disposición a la demanda, a la pregunta que convoca el escenario del interrogatorio divino. De ahí que percibo una cercanía mayor con la poética muerte de dios de Mallarmé: la disolución de los significantes bajo los contornos de lo dicho, la puesta a prueba de la llegada de la significación, pensar el poema como mirándose a sí mismo, despojándose de su yo.
“Y uno escucha el silencio que nos hemos preparado” (76).
Si leo este libro en clave chilena, sobre todo en la poesía más reciente, tiene cierto aire de familia con Gustavo Barrera, Andrés Andwanter, Felipe Cussen, Andrés Urzúa y, quizás desde cierto ángulo relativo a la sistematización del trabajo poético, con Macarena García, Florencia Smiths y la prosa de Guadalupe Santa Cruz. Lejanamente, con la conformación reflexiva del libro como cristalización autónoma de Gonzalo Millán. Guardando las distancias y diferencias, por cierto, de cada caso, estas escrituras entran en concordancia con la exhibición de las formas que, en estos poemas de Montalbetti, puede apreciarse a través de la meditación de los enunciados. Una poesía que no desplaza la reflexión, la concita en el mismo poema; a veces lindando con el silencio, en otras con las figuras y procedimientos del lenguaje.
“le han
pegado
un tiro
al cielo
y el cielo
se ha roto” (42)
Este verso suena a la frase iconoclasta de Huidobro cuando advierte la necesidad de pegarle un tiro a dios si se dignase aparecer. Es decir, convoca el cierre de un tipo de humanidad que hace emerger la inmanencia de la existencia y, por ende, el llamado a la articulación de un nuevo lenguaje. La casa de la poesía venida abajo para que aparezcan otras experiencias posibles.
“no sólo lo he perdido todo
también sé dónde se ha ido”
“he vivido en una casa vacía por demasiado espacio
en un solo instante
a falta de caracolas marinas me acerco piedras al oído
y escucho las extrañas meditaciones de los fósiles
escucho y no me dicen nada”
(Salmos de Invierno, 54)
¿Qué nos indican entonces los versos de Montalbetti? ¿Hacia dónde nos llevan? Como sabemos, esta ausencia de significación también quiere decir algo. “Perder / para encontrar” (67); la ausencia de forma como premonición de una nueva figuración y prosodia; los espacios que desbordan las imágenes poéticas apuntando a otro espacio, y a otro silencio. Atender a las superficies del lenguaje para construir —en el momento discreto de la inanidad y el desvío— retazos de escrituras que se borran y vuelven a comenzar. El espacio de lo informe como horizonte, como lugar donde crece lo imprevisto.
“Una vez resucitados siempre hay algo que no resucita, una vez muertos algo que no muere” (77)
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