En Mi abuela, Marta Rivas González, Rafael Gumucio se sacaba una espina: “Mi abuela me dejaba ser escritor a condición de que contara mi vida y sólo mi vida. En venganza escribo hoy la suya, que de seguro no le habría gustado leer. Hizo de mi primera novela un testimonio. Hago entonces de su propio testimonio, que escribo sin cambiar nombres ni acontecimientos (a no ser los que mi memoria cambia y acomoda por sus deficiencias), una novela. Cuento todo para que sepa cuánto duele no poder entrar más que a escondidas en el jardín prohibido de la ficción” (115).
Pienso que esas seis líneas nos revelan con soberana claridad el motor principal en la escritura de Rafael Gumucio. Su empeño, toda su vehemencia. La última frase como una venganza y una vuelta de mano a esa abuela que fue también un padre, una figura tutelar, una influencia literaria, emocional y ética para el autor. Entrar al jardín prohibido de la ficción: ése es el desquite y la ofrenda de Gumucio. Y es ahí, justamente, donde el autor se interna nuevamente a sus anchas en esta nueva novela, tensionando los géneros como lo ha venido haciendo desde fines de los años noventa, en todas sus publicaciones. Y se pasea por los rincones que se le antojan, saca las espinas y recorre los senderos, pisa el pasto con la confianza del que ha nacido para traspasar fronteras, mete las manos en la tierra –que es sobre todo terruño– para plantar lo que se le antoje: la memoria y la ficción juntas, el delirio y el paseo por la Historia de un país azotado por la violencia y una patria difusa. El narrador esta vez se traslada a Puerto Príncipe, se convierte en una pituca de izquierda, deslenguada y coqueta, de nombre Carmen Prado, casada, viuda, divorciada y vuelta a casar con el embajador danés en Haití, que se somete a una cirugía plástica en uno de los países más pobres y desiguales del mundo.
Esta Carmen Prado de ficción coincide en algunos rasgos con la madre del narrador de Memorias prematuras, aquella primera novela testimonio del autor: una mujer que vive, igual que Prado, a punta de dietas para adelgazar y a quien aterra la idea de despertar con ganas de ser monja o Gabriela Mistral. Y sin duda este nuevo personaje es pariente muy cercano de la protagonista de Mi abuela, Marta Rivas González y de su versión teatral: La grabación, protagonizada por Delfina Guzmán. En ambas escuchamos la auténtica voz de la cuica chora de izquierda medio a la deriva, que huye de las pautas de su clase social, y a la que el autor nos permite acceder con entrañable transparencia, porque en el fondo de los fondos esconde, pienso, el eco de su propia voz. Pero aunque el personaje de Milagro en Haití beba de estas y otras canteras biográficas, lo cierto es que aquí Rafael Gumucio se desprende de los tiempos y los espacios reales para entrar a una zona distorsionada. Es la zona del delirio postoperatorio de la protagonista, esta chilena que convalece en una clínica privada de Haití mientras es cuidada por una cocinera negra. “¿Y qué concluiste?”, le pregunta en algún momento a su guardiana. Y adivina la respuesta: “¿Que soy la única huevona loca que se opera la guata en Haití?” (167).
Nadie, ningún escritor de su camada al menos, escribe los monólogos incorrectos de una vieja-cuica-progre-frívola-chucheta con la gracia y la insolencia con que lo hace Rafael Gumucio Araya. Escuchemos a esta Carmen Prado hablando de teología, por ejemplo: “No es tonto Dios, no va a estar jugando a que estamos en Hollywood. Es más complicado que eso. Aparece donde menos se lo espera. Ha tenido muchas decepciones en la vida. Le habló a Abraham, que se casó con una vieja estéril, se le apareció a Jacob, que se peleaba con todo el mundo, le habló al tartamudo de Moisés, que estuvo cuarenta años viajando con unos judíos testarudos por el desierto. Se cansó después de eso, imagínate, la última vez lo crucificaron, uno se pone más selectivo después de eso” (195).
La protagonista de Milagro en Haití dialoga con su guardiana, que la ha salvado de la muerte, mientras afuera el carnaval se transforma en golpe de Estado y la clínica privada de la doctora que ha tenido entre sus clientes a Clinton, Jessie Jackson o Pelé, pasa a ser campo de batalla. La historia con mayúsculas, la que está sucediendo puertas afuera, se entremezcla con la avalancha de recuerdos que invaden la cabeza de la protagonista. La historia de múltiples huídas y destierros de la convaleciente chilena se cruza con los hitos y la reconstrucción fantasiosa de un país que alguna vez fue ejemplo para la humanidad al abolir la esclavitud y hoy vive una crisis aguda, una pesadilla de la que sus habitantes quisieran despertar. Pero el escenario caribeño es el telón de fondo para hablar de la principal obsesión de Gumucio: la chilenidad. Esa extraña condición idiosincrática. Chile como un mito, un arañazo, la cicatriz de una cirugía involuntaria. Ésta es una novela que juega a ser haitiana, pero en el fondo es chilenísima. Carmen Prado está en Haití como en un limbo. “Una casa que no es mi casa, un país que no es mi país”, admitirá en algún momento. Tal como alguna vez estuvo en Turquía, en Brasil o en Bulgaria, en Haití la mujer estará arrancando de sí misma, que equivale a decir arrancando de Chile.
“Sueños sí, recuerdos no”, se autoimpondrá la mujer como un mandato sagrado. “Sueños sí, recuerdos no. La nostalgia es de maricones”, insistirá medio soñando, medio despierta, en estado febril. Y comprenderá que no tiene nada que hacer aquí: que no tiene casa, niños, país, que sólo tiene recuerdos pendientes. Entonces no le quedará otra y se refugiará en el habla chilena de su clase social en los años cincuenta o sesenta, “esa lengua bruja” congelada en su memoria, y se entregará a las evocaciones de la infancia, la hermana, los novios, los privilegios, la juventud, el padre, la adultez, los maridos, la sociedad, los exilios, los hijos, los destierros, la sensación de haber roto los parámetros de su entorno y ser medio puta, medio demonia, la temprana vejez en tierra ajena. “Yo estoy aquí de prestado. No soy nadie, una niña de sociedad sin sociedad, una chilena que ya no importa ni en Chile, una privilegiada sin privilegios (159)”, dirá hacia el final esta mujer convaleciente, llena de cicatrices en la guata, que ahora se ha convertido en testigo del caos en su país de adopción, otra vez a punto de exiliarse. “No sirvo para ser mamá y no sirvo para ser esposa, eso es todo. No me educaron para eso, me prepararon para otras cosas mis abuelos, casas gigantes, banderas chilenas en el patio, el piano, todos los idiomas. Me educaron al revés, me prepararon para reinar, no para vivir”, concluirá.
Y Gumucio otra vez lo habrá hecho. Como sin querer queriendo, habrá entrado al jardín de la ficción para cerrar una suerte de trilogía iniciada en 1999 con Memorias prematuras, que siguió en 2013 con Mi abuela, Marta Rivas González. Aunque tal vez resulte forzada esa lectura: puede que éste no sea un cierre ni una trilogía, sino más bien un mundo que se va puliendo. El mundo Gumucio. Ese universo habitado por personajes que no se hallan, que para estar aquí necesitan estar allá, que buscan siempre un escape. Y lo encuentran a punta de desplazamientos. Y se ríen un poco de esta condena, de este milagro.
marcela royo lira
27 mayo, 2015 @ 19:36
Muy buen comentario-síntesis de la novela de Rafael Gumucio, un escritor que nos habla como un amigo, sentados en el living de la casa con un cafecito en la mano. De este modo, comienza a narrarnos su historia y en cada párrafo nos hace retroceder a nuestra propia infancia. Personajes que se nos hacen conocidos, del ambiente del día a día, de nuestro Chile.
A través del prólogo, Alejandra Costamagna nos invita a leer la novela. A formar parte, mientras la leemos, de la historia allí contada.