Las “cajitas” de Vanessa Boccardo (1978) suelen ser unas estructuras del tamaño de una caja de zapatos aproximadamente, dentro de las cuales se despliegan unas escenas que incluyan o no personas, interpretan acontecimientos o situaciones posibles. Entre la realidad, la imaginación o una zona intermedia entre ambas; entre lo objetual y lo escultórico, aunque sin por ello abandonar completamente el formato cuadro –son escenas enmarcadas que vemos de manera horizontal–, lo suyo es antes que nada un trabajo de miniatura, emparentado a primera vista con esos dioramas históricos, por ejemplo, que se encontraban y aún se encuentran en los museos y que forman parte de nuestra insigne memoria escolar, o quizás también con una cierta artesanía de contenido religioso, que según recuerdo consistía en unos retablos bien coloridos que desplegaban en su interior emotivas navidades o domingos de ramos en miniatura. El imaginario de estas “cajitas” es sin duda un imaginario de la infancia, asociado a nuestros juguetes, o más precisamente, a esas micro escenas en las que nos afanábamos tardes enteras de la niñez, empeñados o empeñadas en construirnos un mundo a la medida, fugaces caricaturas del gélido mundo en el que se jugaba la vida de nuestros padres.
Reeditando esos primeros ejercicios, Vanessa trabaja con arcilla. Modela cuerpos, objetos, rostros. Los pinta y los combina siempre con elementos encontrados, originalmente en las bodegas familiares, más tarde en la gran bodega con la que tropieza en cualquier parte, acostumbrada como está a recolectar continuamente menudencias que su imaginación transforma en pequeñas ollas, tocadores o tumbas, resultando de ello unas escenografías inquietantes donde lo cotidiano se mezcla habitualmente con algo bastante extraño.
Esta vez, sin embargo, eso que a menudo resulta más bien extraño cede el paso a una emoción que podríamos llamar “de reconocimiento”. En Nadie fue (exposición que puede verse actualmente en la Sala Leonidas Emilfork del Instituto de Arte de la PUCV, Lusitania 68, Viña del Mar) Vanessa interpreta su ciudad, la ciudad real, la ciudad que habita.
Reconstruye un Valparaíso, si acaso cabe el verbo, no desde su imagen “patrimonial”, sino más bien desde la cotidianidad, buscando dislocar el imaginario maquillado de una ciudad que tanto ha hecho por convertirse en objeto de consumo cultural. Trabaja, en ese sentido, a contrapelo de la pintoresca marginalidad colorida de postal, empobreciendo las escenas hasta transformarlas en una acción casi desnuda, en un momento fugaz, aunque no por ello menos pregnante en la retina. Cada cajita, y asimismo la sala entera, funciona acá como una cita, como la transposición de una escena que tenemos la sensación de haber presenciado una y otra vez. Cada una ofrece un cuadro, una determinada vista de la ciudad que parece fijada en la memoria de quien la habita, a costa de su permanencia, de su insistente repetición.
Nunca recordamos las imágenes de una ciudad. Lo que recordamos son más bien las circunstancias. Por eso la memoria es de alguna manera escenográfica: se las arregla siempre para incluirnos en lo que vemos, conservando de cada escena una cierta temporalidad, el transcurrir de una acción determinada en la cual fuimos implicados. Lo que vemos, sobre todo cuando se trata de la propia ciudad, no nos deja nunca indiferentes. Va de la mano con el momento de ver, con el modo en que eso que vimos entró en relación con nuestra presencia, pero más aún, con el modo en que al estar presentes, fuimos afectados, tocados, de alguna manera, por aquello que presenciamos. Por eso las emociones ligadas al reconocimiento difícilmente son producto de una experiencia recordada, congelada. Se requiere una memoria viva, presente, actual. Una memoria que no puede tomar distancia porque la separación entre presente y pasado no tiene lugar. George Perec, en su Especies de espacios, se preguntaba: “¿Qué es el corazón de una ciudad? ¿El alma de una ciudad? ¿Por qué se dice que una ciudad es bonita o fea? ¿Qué tiene de bonito y de feo una ciudad? ¿Cómo se conoce una ciudad? ¿Cómo conoce uno su ciudad?”; y como respuesta, aconsejaba seguir el siguiente método: “habría que renunciar a hablar de la ciudad, a hablar sobre la ciudad, o bien obligarse a hablar de ella del modo más simple del mundo, hablar de ella de forma evidente, familiar”. Es lo que hace Vanessa en esta exposición, proponiendo, tal vez, menos una reducción en la escala que una traducción de la misma: algo así como una interpretación del espacio urbano en la escala de la memoria.
Me lo dijo así: “La idea de la exposición comenzó desde la forma, de cómo se vería la sala. La imaginé como una habitación en que las paredes fueran las testigos de ciertas experiencias, queriendo que narraran algo, con la escritura, y las cajas colgadas en el centro. Pero faltaba el tema… partí al revés, suelo hacerlo: veo la imagen y luego le doy contenido”. Para ilustrar sus palabras, Vanessa me mostró una imagen donde aparecían unas cajas de feria vacías apiladas una sobre otra delante de un fondo color té, manchado con tonos pálidos, con escritos o más bien rayados blancos y grises. Podía tratarse de una esquina cualquiera, una esquina porteña, del sector de Plaza Echaurren, por ejemplo, donde las calles son mercado de día y por las noches se convierten en verdaderos escenarios, iluminados, para efectos de mayor control policial, con una luz completamente teatral. Pero no. Se trataba de una maqueta, la maqueta de la exposición, que Vanessa recreó primero en el tamaño de sus cajitas, porque en ese tamaño piensa mejor. Me llamó la atención inmediatamente que las cajitas apiladas estuvieran vacías: lo que pensó originalmente Vanessa fue la construcción del espacio en el que serían dispuestas sus cajitas, antes que el relato que portaría cada una. Pensó primero en la imagen y después en su contenido, dice ella, cosa que es bien particular: ¿qué es lo que queda cuando la imagen se separa de su contenido? En este caso, lo que queda es un muro, un muro con inscripciones anónimas de distinto tipo, sobrepuestas unas con otras, que a la manera de un block mágico, funcionan como la memoria de una ciudad tan voluble como redundante, azarosa y al mismo tiempo igual a sí misma.
Imagino ese muro como las paredes de una caverna. Pienso en los rayados callejeros como las huellas de unas presencias fantasmales, acaso tan fantasmales como esos hombres que un día, en tiempos remotos, dejaron marcas ininteligibles en el fondo de sus cavernas. Como los rayados, las firmas, los tags urbanos que Vanessa extrae de la calle para reproducirlos en su exposición, también los dibujos del hombre de Lascaux, según George Bataille, eran trazos espontáneos que solo lograban verdaderas composiciones con el tiempo y el azar. Es cierto que eso que era entonces un acto sagrado cargado de magia y maravilla, ahora, en la época de estas grafías, es más bien una acción demarcada por la velocidad y una emoción ciertamente desafiante. Con todo, se me ocurre que en uno y otro caso encontramos un origen, un rasgo originario del arte bajo la forma del balbuceo, o de lo que Bataille llama “una danza embriagada de signos” que fuera de toda convención genera, ante todo, superficies, una suerte de piel que reviste el cuerpo sensible del lugar que habitamos.
Siguiendo la metáfora de la piel, tiene sentido que esos signos que se escriben en los muros sean anteriores a la identidad. Representan algo así como el primer símbolo recibido, el nombre, o más aún, el momento originario en el que ese nombre se inscribió en la propia piel. Nadie fue, el nombre que Vanessa le pone a su exposición, habla de ese anonimato anterior, de esa suerte de anonimato originario cuya inscripción callejera es hoy día un gesto político, que hace de la ciudad el soporte o la página en blanco donde una comunidad tal vez extinguida, o por venir, dibuja algo así como los trazos de sus deseos.
A propósito, recuerdo un pasaje de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino que dice que no tiene sentido dividir las ciudades en felices e infelices, sino en otras dos: “las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos, y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella”.