Martín Gubbins, Álbum
Ediciones Tácitas, Santiago 2005.
Tenía ganas de entrar a este libro desde que lo vi, en la casa de una amiga, cuando acababa de salir: entonces sólo tuve tiempo de ojearlo a la rápida y ver que estaba compuesto en gran medida de lo que podrían llamarse poemas “concretos” o “visuales” (el nombre importa poco, todas las categorías de ese tipo terminan por reducir el estilo del que hablan, una operación a la que el libro de Gubbins se resiste saludablemente), textos en los que la forma gráfica de las letras, su distribución, el dibujo que componen sobre la página, no eran un factor relativamente secundario, como estamos acostumbrados a considerarlas en la poesía, sino el objeto de un diálogo vivaz con el sentido y el sonido, los dos invitados habituales a las páginas de un libro de poemas.
Gubbins trabaja en un ámbito que ha sido explorado muchas veces antes, y sus experimentos resuenan con el trabajo que se lleva a cabo en el foro de escritores, donde es una figura discretamente protagónica (algunos rastros de ese grupo pueden verse en su página web, www.fde.cl). Pero sus textos no pueden reducirse a ningún tipo de tentativa puramente experimental, en busca de la novedad como fin último (lo que a estas alturas de la historia, tras un siglo tan lleno de intentos de renovación radical, tiende a llevar a un escritor a lo trivial, lo incomprensible, lo elitista o lo efectista, con triste facilidad): el libro de Gubbins combina el rigor en la búsqueda “verbivocovisual” de los miembros del grupo noigandres(principalmente los hermanos Augusto y Haroldo De Campos, cuyas obras pueden encontrarse en sus páginas web, y Decio Pignatari), y cuyas tentativas los han llevado a explorar todos los espacios y combinaciones posibles entre el ámbito visual, el auditivo, y el verbal, con su inevitable carga de significado, y la vitalidad explosiva de, por ejemplo, un Blaise Cendrars y sus poemas de viaje, en libros como Del mundo entero, La prosa del transiberiano (que, en una de sus ediciones, también fue un poema visual, pintado por Delaunay), o Documentales. Algunos de los juegos de Gubbins recuerdan también, en su puerilidad aparentemente ingenua, a los caligramas de Huidobro o Apollinaire, o a algunos de las búsquedas, por cierto, más sofisticadas de Juan Luis Martínez en La nueva novela, aunque sin las pretensiones metafísicas que a ratos, para mi gusto, ahogan la obra de este último en especulaciones algo ociosas, banalidades postmodernas de segunda mano.
Comencé el libro de Gubbins viajando en el metro, de Astoria a Times Square, camino a un concierto, y luego, cuando decidí bajarme y caminar el resto del trayecto, tuve que interrumpir la lectura, para que la lluvia que caía no mojara el papel y para evitar los empellones de los otros peatones. Lo terminé de leer por la noche, de vuelta en mi casa. La lectura quedó, entonces, entremezclada con imágenes publicitarias, signos luminosos, letreros de restoranes chinos, mexicanos, diners, las bocinas, los sonidos de la calle y del concierto (canciones en ruso con texto de Blok, entre otras, violentas, gritadas a ratos, muy tensas), imágenes de rostros en el metro (que inevitablemente hacen pensar en el poema de Pound al que uno de los textos de Gubbins le rinde un homenaje muy agudo), fragmentos de conversaciones, materiales todos estos que se funden sin problema con la textura del libro, abierto a toda suerte de cristalizaciones entre la palabra y las figuras que ésta adopta, registro del pasaje por lugares y lenguajes muy diversos, y muestrario de diversas posibilidades de fabricar poesía con las innumerables formas que el lenguaje adopta, pero sin caer nunca en la trampa narcisista de un lenguaje que en última instancia habla sólo de sí mismo, que no refiere más que a sus propias posibilidades. El libro de Gubbins testimonia una fascinación más bien con las posibilidades de que el libro remita a la multiplicidad del mundo en su complejidad sensible, siempre leída en una cercanía a otros poetas y escritores del pasado y del presente, que harto poco tiene de libresca y erudita y sí mucho de amistosa frecuentación, afinidad electiva.
El ojo de Gubbins es especialmente receptivo a las formas de los edificios y de las ciudades, de los que algunos de sus poemas se hacen eco, acogiendo (o, a veces, más bien trazando) en las páginas imágenes de la catedral inconclusa de Gaudí, las paredes de la Alhambra, el cielo de la Capilla de los Médici en Florencia, el foro romano y un par de puentes en Lisboa y Avignon. Los lugares por los que las referencias de este libro transitan son principalmente europeos, lo que me hace pensar en situarlo en la tradición de la “novela formativa” y del “grand tour” con el que concluía la formación de muchos jóvenes latinoamericanos. Las novelas formativas y de viajes suelen concluir con el regreso del protagonista a su lugar de origen, enriquecido por la experiencia del paso por otros lugares y el contacto con otras culturas, para instalarse definitivamente en la sociedad a la que “naturalmente” pertenece, del mismo modo que en una sinfonía se retorna al tono inicial. Como Ulises retorna a su Itaca o Wilhelm Meister se casa y decide iniciar una empresa. Es un esquema arquetípico que se parece no poco a la dialéctica de Hegel: tesis, antítesis y síntesis. El libro de Gubbins, en cambio, no relata un itinerario cerrado, sino que propone una serie de puntos que pueden juntarse formando diversas figuras abiertas a nuevas partidas y exploraciones de las relaciones entre el ojo que lee, la mano que vuelve las páginas, la oreja que escucha a la boca que lee en voz alta, y ese lugar misterioso en que las percepciones se articulan, en que se forma el sentido, palabra que aquí le hace honor a su origen: es un movimiento y un itinerario antes que un monumento, un altar o monolito en un museo.
Adriana Valdés
29 marzo, 2010 @ 15:59
Un excelente libro que merece esta excelente lectura