David Foster Wallace, Hablemos de langostas, Barcelona: Mondadori, 2007.
Para los lectores más conocedores y asiduos a la obra del recientemente fallecido D. F. Wallace (1962-2008), un libro como “Hablemos de langostas” despertará, sin duda, sensaciones muy familiares y el evidente reconocimiento de las luces que Wallace suele desplegar sobre la oscuridad de la cultura norteamericana, tema vital, obsesivo y paradójicamente vaticinador de una caducidad y un hastío replicado entre líneas inclinadas a un humor pesimista que no se convence de hacerse notar del todo.
La conformación del libro es diversa y hay para todos los gustos: artículos periodísticos, crónicas, reseñas, ensayos inclasificables, etc. Sus temáticas de índole ecléctica y que por lo general no se despegan del piso, mantienen un diálogo constante con la realidad, cuyo tono personal lejano a la “voz de autoridad”, le otorgan al libro el palco y la facultad de abarcar a un público amplio. Esta reunión de textos publicados en distintos medios (New York Observer, Playboy, The Anchor Essay, Premiere, Rolling Stone, etc.), dan a la concreción final de este libro la capacidad de gozar de una singular morfología e ingenio. Sus 421 páginas, sin embargo, están lejos de la genialidad (o al menos de la altura de otros de sus trabajos). Es en ese sentido un libro bastante irregular, con momentos altos, medios, bajos y muy bajos. Pero al menos su estructura permite hacer caso omiso de algunos de estos estadios y, a pesar de una prosa amable y cargada de un humor ácido (asertivo algunas veces, otras no tanto), sus focos de interés tienden a ratos a extraviarse, a perder peso en ese afán característico del autor de situarse entre los intersticios trascendentes de sus ideas capitales, cuya lábil intermitencia es posible apreciar especialmente en sus crónicas, donde ciertamente abundan pasajes letárgicos y completamente pétreos para el lector junto con momentos de lucidez y de gran penetración crítica que suelen bastar para dar términos redondos y coherentes pero que indudablemente le quitan fluidez y restan (a veces) desmerecidamente consistencia.
Curiosamente en Wallace, ahí donde se encuentran las debilidades suelen encontrarse las virtudes y fortalezas. A pesar de lo dicho anteriormente en desmedro de algunos “vicios” de su estilo, lo cierto es que nos habitúa a reflexiones lúcidas en lugares donde la vacuidad parece tener su germen paradójicamente contradictorio y sustancioso. Ensaya con versatilidad y gana portentosamente en claridad y comprensión expresiva; derrocha burla, humor e ironía en distintas tonalidades. Adopta un tono por turnos cruel, ácido, sardónico, lúdico, pero es por sobre todas las fisonomías de su ánimo la opaca carcajada del pesimismo la que subyace crepuscular en esa broma infinita, que en Hablemos de langostas reitera con suma decepción.
Wallace es un observador perspicaz, de eso no hay duda alguna, pero es quizás esa aguda visión, junto con una imperiosa necesidad de sortear lo no dicho, lo que parece jugarle en contra a la hora de esbozar sus “modos” de exorcizar la faz más grotesca de la sociedad de la que es parte. Un claro ejemplo son sus excesivas citas y notas al pie, que suelen dar a ratos destellos de sentida gravedad, necesarias en algunas ocasiones y en otras ciertamente prescindibles. A fin de cuentas, acaban por volverse ripiosas y molestas para cualquier lector, incluso para alguien acostumbrado a los textos académicos u otras precariedades posmodernistas. Lo cierto es que abundan en todo el libro, con momentos complementarios notables e irrisorios como es el caso del artículo titulado “Cómo Tracy Austin me rompió el corazón” (el título es por lo demás otra graciosa ironía), donde Wallace le da vueltas a una de las tantas manifestaciones aberrantes que el mercado intenta forzosamente rotular como literatura, como sucede aquí con la auto-biografía de la tenista Tracy Austin “escrita con ‘ayuda’ de alguien”, como desliza sarcásticamente Wallace. Del mismo modo resultan pertinentes y armoniosos con el texto en sí, los utilizados en los dos artículos dedicados más exclusivamente a la literatura, cuyo mayor mérito estriba en únicamente “rozar” a autores tan ampliamente reseñados como son Kafka y Dostoievski, sin dejar al mismo tiempo de ser aportes reveladores. Del primero, desgrana interesantes especulaciones con respecto al humor y al modo en como se “enseña” Kafka, problema claramente capital, y que deja entrever la veta de docente de Wallace, que imaginamos debió de haber sido poderosamente atractiva. Por otro lado, “El Dostoievski de Joseph Frank” sistematiza brevemente la importancia radical (entre otras cosas) de la monumental obra que el profesor Frank dedicó al estudio del autor ruso: “Para mí, una razón de que el proyecto general de Frank valga tanto la pena es que muestra una forma completamente distinta de aunar lecturas formales e ideológicas, un método que no es ni de lejos abstruso ni (a veces) simplista ni (demasiado a menudo) destructor del placer como la teoría literaria.” (318)
Aún así, un aspecto característico de esta selección de textos, es la gran cantidad de notas al pie que utiliza el autor, lo cual alcanza sus peores momentos en el “Presentador”, texto prácticamente ilegible debido a la sobrecarga de referencias al margen. A pesar de eso, sus inquietudes modernas y cotidianas jamás pierden presencia crítica, quizá no con la densidad atribulada de un Morris Berman pero si con una recalcitrante actitud de arrasar con la artificialidad, cuestionando ácidamente los sistemas y costumbres de una idiosincrasia enferma, a la cual, como pocos ha sabido auscultar con agudeza.
Hablemos de langostas nos proyecta la asombrosa capacidad de enlazar lo ínfimo y lo enorme. De abrir los recovecos ignorados de la cultura norteamericana, desde el insano mercado y los avatares de los “Oscar” (Adult Video News) del cine para adultos hasta una detallada radiografía a la que fue una de las grandes esperanzas populistas de la política estadounidense (John McCain), que en perspectiva nos atraviesa como un eco aún vigente pensando en la llegada de Obama al poder y todo el aparataje de su investidura mesiánica. David Foster Wallace, sin juicios recatados o almidonados por el respeto discurre con grandes carcajadas e irregular ironía, pero dejando tras esta pieza de su prolífica producción la incuestionable huella de un temblor.