En el documental El otro día (2012), del director chileno Ignacio Agüero, el pasado y el presente se entrelazan con la misma sutileza con la que se entretejen los espacios de su propia casa y de las casas de los otros, en una meditación compleja y fascinante sobre el tiempo, el espacio y las imágenes que los capturan. El “argumento” de la película parece simple: el director va a visitar y filmar en sus casas a algunas de las personas que tocan el timbre de la suya (la mujer que barre la calle, un cartero, un amigo escritor, una egresada de la carrera de cine, entre otros) y les hace algunas preguntas. Esta dimensión, por así decirlo, etnográfica o de reportaje del documental, se combina sin embargo con un registro que tiene mucho del diario de vida y la autobiografía: Agüero filma detenidamente su jardín, los cuadros y algunos otros objetos que adornan su casa, una foto de sus padres y el modo en que cambia la luz que la ilumina con el paso de las horas. En diálogo con esas imágenes (las que hay en la casa, las que él mismo va filmando, y algunas que ha filmado en otras épocas y que resurgen intercaladas en esta película) evoca fragmentos de la vida de sus padres que se van entreverando con la historia colectiva, nacional.
Se trata de una película sumamente personal, y al mismo tiempo muy discreta, sin nada de confesional: sólo se muestran ciertos espacios de la casa (nunca vemos, por ejemplo, el piano que suena fuera de campo en varias escenas). Esa misma discreción preside las entrevistas a los diversos personajes a cuyos espacios domésticos accede Agüero: sus preguntas revelan historias de vida a veces esforzadas, dolorosas, pero el director mantiene siempre una distancia que le confiere una dignidad inalienable a sus entrevistados, o más bien que hace aparecer su dignidad, que la preserva cuidadosamente. Sus preguntas se preocupan más de comprender lo que sus interlocutores hacen, sus trabajos o rutinas cotidianas, que por acceder a una supuesta intimidad revelada frente a la cámara y luego expuesta a la mirada del espectador (lo que tiene siempre algo de violencia, violación, y sensacionalismo). Esta ética de la entrevista como un diálogo atento a los límites hace pensar en los documentales del recientemente fallecido documentalista brasileño Eduardo Coutinho, otro maestro de la indagación en las vidas ajenas que se aleja de las trampas que este registro le tiende a las buenas intenciones humanistas, a la sed de realidad que acaba produciendo estereotipos.
La fuerte carga personal de esta película, en su exposición de la historia familiar y los espacios cotidianos del realizador, no impide que se trate de uno de sus filmes más intensamente políticos, aunque de manera ciertamente más oblicua que el reciente El diario de Augstín (del 2008). Si en esta película se denuncia con indignación la complicidad de un medio de comunicación escrito (El Mercurio) con los crímenes de la dictadura, aquí la violencia aparece de maneras más oblicuas, en la segregación del espacio social que revelan los recorridos de Agüero por Santiago, en la evocación (entrecortada y susurrada) de la tortura de su hermano gemelo por parte de la marina de la que su padre, muerto poco antes del golpe, había formado parte. Ese recuerdo, y la pregunta por lo que su padre hubiera sentido si hubiera estado vivo en ese momento, se enuncian mientras vemos imágenes del jardín de la casa de Agüero y los varios pájaros que acuden a refrescarse a su pileta de agua a pesar de los insistentes merodeos de un gato por el lugar, escenas de frágil y tensa belleza que nos hacen pensar también en su Aquí se construye (2000), donde documenta la destrucción de un barrio de casas con jardines para hacerle espacio a edificios en uno más de los casos de especulación inmobiliaria incontrolada que han alterado el rostro de Santiago en los últimos años. Habiendo visto el último documental de Agüero, se le toma el peso a la precariedad de espacios como el microcosmos doméstico que esta película muestra.
Pero el aspecto político más potente de esta película no tiene que ver con los contenidos que aborda ni con los temas que toca, sino con la manera en que nos propone un modo de mirar: una mirada respetuosa, dialogante, que se demora en los rostros, los espacios, las imágenes y las historias que en ellos yacen condensadas. Las largas tomas de grupos de frutas, sombras proyectadas en un muro, movimientos de árboles vistos a través de una ventana o el golpetear de una gotera en un día de lluvia parecen por momentos naturalezas muertas, construidas con el cuidado de un cuadro de esos géneros que Todorov calificó de “elogio de lo cotidiano”, pero desprovistas de la solemnidad a veces pretenciosa de los bodegones barrocos. Y el modo en que Agüero se demora en la fotografía de sus padres cuando jóvenes, o entrevera imágenes cinematográficas análogas de un viaje marítimo (en una época en la que el celuloide es, cada vez más, una reliquia) nos enseña mucho acerca de la relación entre la vida, el tiempo, los lugares y los medios por los que intentamos apropiarnos de ellos, habitarlos, evocarlos: las palabras, la mirada, y películas como ésta, en que convergen y se complementan en un contrapunto notable.
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Esta película de Ignacio Agüero se presentará hoy, miércoles 12 de marzo, a las 18:30, gratuitamente en la Universidad Alberto Hurtado, con la presencia del director. Ver más detalles aquí.