Este texto fue leído en la presentación del libro de Andrés Claro Las vasijas quebradas. Cuatro variaciones sobre «La tarea del traductor» (Santiago: Ediciones UDP, 2012), el 22 de noviembre del 2012, a las 19:00, en un acto en la casa central de la Universidad Diego Portales en el que participaron, además del propio autor, Raúl Zurita y Adriana Valdés. Escuchar el audio completo de las tres intervenciones.
Lo que viene es un ejercicio de admiración. Esto del «ejercicio de admiración» lo tomé prestado de E.M. Cioran, ese acerbo talento, que tituló así uno de sus libros.[1] Mi idea es no repetir el gesto tan francés del oui, mais…, ese «sí, pero…» que borra un poco al «sí» y pone en el «pero» todo el peso del ego crítico del comentarista, espeso las más de las veces.
Quiero hacer lo contrario. Detenerme en el «sí». Un sí más parecido a un sí irlandés e indecente, el de Molly Bloom: Yes, yes, yes, yes, yes, yes, yes, yes…
Concibo la admiración como una manera de escapar de la asfixia. Lo que uno admira es algo que está más allá de su alcance y de su nivel: es decir, algo trabajado de tal manera que es capaz de ampliar el mundo en que uno se mueve, de subir el techo del lugar donde se está, de dar más aire para respirar, de abrir espacio a un debate más informado y más inteligente. Lo contrario de la admiración es el ejercicio tan local, y tan asfixiante, del reconcomio envidioso, donde todo se rebaja, y el techo desciende como en un cuento de horror de Poe. El ejercicio de admiración quiere ser un antídoto a ese tipo de asfixia. Quiere reconocer. Más que eso, quiere dejar testimonio de cuánto ha podido expandirse gracias al libro que está admirando.
Digo que es un gran libro partiendo por lo obvio: es un libro enorme, que podría haber sido cuatro libros en una sola caja, pero que ha sido resuelto editorialmente de una manera tan acertada que es casi milagrosa. La portada, con la imagen de de Küpfer (una obra presentada en París, 2007) ubica la reflexión del libro, evidentemente basada en prácticas tanto actuales como arcaicas, en un entorno contemporáneo, y tiene algo de un «temple cabalista» (la frase es del autor, quien la aplica a otra cosa). Acierta en las dos cosas.
En efecto, el conocimiento racional, la averiguación y el interrogatorio, llamado a establecer «un sentido pleno y estable» (p. 833), cuyas raíces encontró Andrés Claro al investigar la Inquisición hace ya muchos años, en su primer libro, se van oponiendo en este, en distintas combinaciones, a formas de conocimiento menos explícitas, más vinculadas a los vericuetos y accidentes del lenguaje y de la historia, tal como los describía el Wittgenstein tardío. Se trata de un lenguaje que, más allá de la lógica simple, de una posible transparencia, reconoce sus múltiples pliegues y repliegues, sus complejidades de todo tipo. Lo expresó Wittgenstein por la vía de la metáfora inolvidable de «una ciudad antigua: un laberinto de callejuelas y plazas, de casas viejas y nuevas, de casas con construcciones añadidas en diversas épocas; y esto rodeado de muchos arrabales nuevos con calles rectas y regulares…» (Investigaciones filosóficas)[2].
No quiero adentrarme en meandros filosóficos que me exceden. Sólo señalar que este libro, al construirse en variaciones en torno de la tarea del traductor y del ensayo de Walter Benjamin del mismo nombre, va reflexionando como en espiral hacia un conocimiento que no se transparenta en el lenguaje, que no preexiste y aparece a través del lenguaje, sino que se va haciendo en y por el lenguaje: y propone la forma más compleja del lenguaje, que es la poesía -lenguaje cargado de sentido hasta sus máximas posibilidades, según propuso Pound- como el caso más extremo de una forma peculiar de conocimiento. La traducción de la poesía -una de esas tareas que según Goethe encarna «la contradicción entre la imposibilidad implícita y la necesidad absoluta»[3]– sería, según esta lectura, la prueba suprema y el ejercicio más explícito de la relación posible entre las culturas; también, en cierta forma, un posible modelo (hasta ético) para esa relación.
En Las vasijas quebradas, el tema de la traducción se trata con mucha información histórica, con profundidad teórica, con asombrosa amplitud de visión, con ejemplos concretos muy bien trabajados, y en una dimensión que lo considera fundamental para la reflexión actual. Libros de este nivel aparecen muy poco en Chile. Como experiencia de lectura para una persona culta, es un gozo: se entretejen saberes adquiridos con otros que se descubren, y se aprecia un pensamiento a la vez original e hiperinformado. Tanto la información como las tesis más novedosas son un tremendo aporte en nuestro medio (y, creo yo, en el de habla castellana).
En serio, y también en broma, diría que le pone una vara muy alta a quien quiera llamarse «traductor». Más todavía a quien quiera atribuirse el rótulo de «poeta», ya que los ejemplos se concentran en la traducción de poesía, como la tarea más difícil y al mismo tiempo más ilustrativa de los logros y las dificultades que se dan en la traducción. Nadie sabe mejor que un buen traductor cuáles son las operaciones de lenguaje que se dan en un poema, precisamente porque se topa necesariamente con cada una de las dificultades que plantean para trasladarlas a otro idioma. Para un curso avanzado sobre poesía, este libro sería una lectura fundamental. Lo mismo pasaría, en grado aún mayor, si se trata de abordar académicamente la traducción.
En relación con la bibliografía existente sobre la traducción, este libro ofrece una noción mucho más amplia, más honda del tema. Lo saca del ámbito lingüístico en sentido estricto («traductología», «translation studies») y lo extiende hacia los temas más complejos y más actuales de la cultura en un mundo que ha excedido los límites de los nacionalismos y de las lenguas particulares. (Está en trance de «xenoepistemia», para usar una palabra de Sarat Maharaj, o de «encanto xenoestético», expresión de Weinrich). Las lenguas particulares, al entrar en contacto con las que les son extranjeras, están desarrollando nuevas posibilidades, pasando a otros niveles, recordando la frase de Humboldt: «el nivel actual de una lengua no agota sus posibilidades». La tarea de la traducción, concebida así, puede «ampliar la significación y la capacidad de expresión de la propia lengua», hacerla pensar lo que aún no piensa (Foucault) , al llevar a extremo sus posibilidades, y hacer que «trasparezcan en ella los modos de hablar propios del autor traducido» (Ortega y Gasset) y las formas de pensar propias del extranjero. Para la reflexión filosófica, la histórica y la literaria (y mejor, para la reflexión más ambiciosa, que logra exceder las barreras disciplinarias y mantener la excelencia) hay en este libro un material notable.
Desde la expresión «la tarea del traductor» en el subtítulo, el libro plantea sus reflexiones en torno al célebre y a veces enigmático ensayo del mismo nombre, de Walter Benjamin. Se trata de un ensayo que se llamaría en inglés counterintuitive: contradice el sentido común respecto de la traducción. Este libro, en sus cuatro «variaciones», vuelve una y otra vez sobre las tesis de Benjamin, como una y otra vez sobre las prácticas de traducción de Ezra Pound, que, a contrapelo de su época, es capaz de renovar y sacudir la poesía inglesa al hacer que el idioma recoja las formas de significar y de hablar de la poesía china, de la poesía latina y de la provenzal, y darles «sobrevida» y vigencia en el siglo XX. En este libro se encuentran los ejemplos específicos y también las consideraciones teóricas que hacen comprensibles el ensayo de Benjamin y su concepto de la historia, muy lejano a los lugares comunes que circulan hasta hoy, y también la tarea de Pound como poeta y como traductor. La extensión de libro se explica por el cuidadoso y exhaustivo trabajo sobre ejemplos concretos y sobre un amplio, amplísimo -repetiría exhaustivo- manejo de fuentes.
Es como si este libro, Las vasijas quebradas, a la vez un libro que se puede leer casi de corrido y un libro de referencia, sobre el que se puede volver constantemente en busca de ideas y de información, marcara una especial postvida, un momento especial de legibilidad para el ensayo de Benjamin: la actualidad que adquiere su pensamiento en un mundo en que la acogida del otro, del extranjero, ya no es un tema teórico, sino un tema urgente, un territorio para el que carecemos de mapas, un hacer cuyos modelos culturales se han vuelto insuficientes. Y el libro propone un modelo capaz de suscitar mucho pensamiento: el de la práctica de la traducción poética. Nos ofrece una metáfora alternativa de interacción cultural, que se diría más erótica que guerrera, y que es extremadamente cuidadosa respecto del lugar del otro, de la la otra lengua, de la otra cultura; que celebra en eso «otro» las posibilidades de ampliación de lo propio, la posibilidad vertiginosa de ir accediendo a «un lenguaje más vasto» (Benjamin), que no está en ninguno de los idiomas existentes, sino en los deslizamientos, espacios y posibilidades que se producen y se abren entre las lenguas.
Me gustaría también destacar un aspecto más de este libro. La amplitud de su erudición y de sus fuentes tiene un tinte curioso, que se me ocurrió al leer unas frases de Cioran sobre Borges. Es como si el autor estuviera «destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no sea más que para escapar a la asfixia», argentina en el caso de Borges, chilena en el caso de Andrés Claro. No es el de este libro un espíritu confinado a una sola forma de cultura. Si a los veinte años, los Balcanes no podían ofrecer ya nada más a Cioran[4], poco después de los veinte años Chile poco le podía ofrecer a una mente como la de Andrés Claro. Obligado a la amplitud: esta puede ser una de las paradójicas ventajas de haber nacido en un medio cultural con muchas limitaciones. Ninguna tradición -ni la francesa, ni la inglesa, ni la alemana, ni la italiana- domina por hábito y por formación la curiosidad intelectual. En este caso, «obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones», todas esas tradiciones -y otras, menos evidentes, también- son parte de su campo de investigación. Es una virtud mayúscula del libro que las relaciones que se establecen entre pensamientos de distinto origen sean siempre cuidadosas y pertinentes, y en más de una ocasión sencillamente deslumbrantes.
Cabe felicitar no sólo al autor, sino también a las ediciones de la Universidad Diego Portales, que han tenido la visión y el atrevimiento de poner en nuestras manos un libro que levanta el nivel del debate intelectual en nuestro país, que constituye un verdadero aporte a las publicaciones de todo al ámbito de habla hispana, y que trata con finura extraordinaria temas que están en el borde y el límite de la reflexión contemporánea: la naturaleza del conocimiento, su relación con el lenguaje y con la historia, y un posible modelo ético para un mundo en que se resquebrajan y modifican las identidades conocidas, y en que la acogida de lo extranjero es no sólo una necesidad ineludible, sino además un desafío para las prácticas y para el pensamiento.
[1] E.M. Cioran, Ejercicios de admiración y otros textos – Ensayos y retratos, Tusquets Editores, 1995 (segunda edición). Texto de solapa: «son forzosamente caprichosos, como todo lo que procede de la admiración, de la amistad o del arrebato.»
[2]Ludwig Wittgenstein, Obra completa. Isidoro Reguera, editor. Colección Biblioteca de Grandes Pensadores (Edición bilingüe alemán/español). Madrid, Gredos, 2009 (Volumen I: Tractatus logico-philosophicus. Investigaciones filosóficas. Sobre la certeza.) La cita está en I.f., I, 18.
[3] Citado en Andrés Claro, op. cit., p.41.
[4] «Nunca me han atraído los espíritus confinados a una sola forma de cultura (…) a los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio «cultural»de segundo orden.» (Cioran)