1. En primer lugar debo decir que conocí a Cristián Geisse en la Universidad Católica, en Santiago, por el año 1998. Estudiábamos la misma licenciatura y nos topamos en varios cursos. Debo decir también que este primer libro de cuentos suyo no solo me parece excelente; es, creo yo, un libro importante en el sentido que las cuatro notas de más abajo quieren precisar. Menciono la conexión universitaria, casual e indirecta, porque me alegra que este antiguo compañero mío haya escrito un libro excelente o importante, y porque tal vez esa alegría nubla mi juicio sobre él. No sé, por el momento, si me engaño o no, pero a cambio puedo decir lo que recuerdo del tipo que era Cristián Geisse a fines de los noventa y comienzos del dos mil. Escribía obras para un teatro de títeres itinerante con el que recorría el norte chico de Chile. Trabajaba en una antología de las mejores mentiras que había escuchado en su vida. Se interesó por Las aventuras del barón de Münchhausen porque en ese libro encontró mentiras idénticas a las mejores que había escuchado en su vida, las mentiras que entrarían en su antología.
2. En el regazo de Belcebú está lleno de algo que puede llamarse “estilo”, es decir, de palabras más o menos reconocibles en combinaciones más o menos estables. Su piso es una sintaxis amplia, de períodos largos y deliberadamente bien escritos, y en esa sintaxis hay una culta conciencia de la propia dicción parecida a la de Joyce en Dublineses, por ejemplo, o a la de un González Vera. Sobre ese piso Geisse monta con precisión de relojero una oralidad muy particular, las palabras de unos jóvenes que están terminando de ser jóvenes. Muchachos de la década pasada, creo yo, pertenecen a una clase media que anda al tres y al cuatro y que linda con el mundo rural. Muchachos que terminaron el liceo y que alcanzaron, algunos, la universidad; jóvenes buenos para el copete, tal vez, con familias en la provincia, que creyeron en las ánimas y los aparecidos y que no han querido dejar de hacerlo. Esos materiales entran, por ejemplo, en este fragmento del primer relato del libro:
“Se notaba que era un poco mentiroso, de ese tipo de mentirosos que no mienten del todo, pero a los que les gusta exagerar las cosas. A mí, contrariamente a lo que se podría pensar, me anduvo cayendo bien. Estaba un poco loco, se veía a lo lejos, pero había algo amable en él, una especie de ingenuidad que cualquier otro llamaría estupidez, pero que a mí se me hizo simpática. Digamos que era de esas personas que no pueden evitar ser quienes son, y que por alguna razón se han rendido ante la evidencia y ya no hacen nada por disfrazarse” (11).
“Contrariamente a lo que se podría pensar”, dice el registro casi legal, el andamiaje literópata de su estilo. Y se corrige luego, gira en redondo para rematar con esta perífrasis hablada: “me anduvo cayendo bien”.
3. Ese mismo fragmento resume, me parece, una apuesta fuerte del libro, que consiste en proponer una especie de moral. A grandes rasgos, esa moral dice que lo razonable no es juzgar a las personas sino suspender el juicio hasta más adelante, o quizá que lo razonable es suspenderlo por completo. Nadie, a fin de cuentas, está libre de haber hecho alguna tontera en la vida, nadie puede declararse honestamente cuerdo o buena persona. El Duende, el mentiroso del fragmento anterior, está evidentemente loco, pero a su modo es también el hombre más sincero del planeta, y de hecho el cuento se abre con una confesión de índole parecida: “Parte de esta historia comienza cuando me creía punk” (3), dice el narrador, y sabe que puro se creía y que no fue punk de verdad, pero sabe también que fue lo más punk que pudo allá en Antofagasta, y que haberse mentido un poco no da como para armar un escándalo. En “Marambio”, otro cuento sabroso, el protagonista es un amante del saxofón destinado por la naturaleza a tocarlo horriblemente, y aunque quizá el argumento condena el romance malhadado entre ese hombre y su instrumento, las palabras con las que la historia está contada parecen consolarlo, parecen restarle importancia; parecen reírse, sin tragedia, de su terrible mala pata. Reconozco aquí la ética alegre de Manuel Rojas, esa misma elemental apertura al prójimo que Aniceto Hevia utilizaba para conocer y hablar con quien sea sin ponerle encima el pie de su prejuicio.
4. El tema que organiza el libro, su núcleo neurótico, es sin embargo bien distinto de esta ética de la levedad. Se trata de la embriaguez, de la curadera: en todos los cuentos los personajes se emborrachan con vino, alucinan con pastillas, buscan yerbas locas o drogas duras para meterse adentro. No hay nada clínico ni judicial, por supuesto, nada didáctico en esta embriaguez. Es más bien una exploración que el narrador entiende como espiritual pero que, a mi juicio, no tiene nada de trascendente. En “El Cachúo” esta búsqueda encuentra la siguiente formulación explícita:
“Nunca fui bueno en matemáticas, ni en castellano, ni en historia, ni corriendo, ni cantando. Nunca había sido bueno en nada. Creo que por eso me empecé a encariñar con esta afición mía de tomar, tomar y tomar. Pensaba que no había nadie que tomara tanto como yo, que yo era el mejor curado de todos. Y quizá el único que se tomaba en serio el asunto… Me creía el chamán del trago” (100).
La exageración es cómica y contradictoria. Convertirse en un profesional del vino es traicionar el hecho mismo de estar curado, pero muestra bien el sentido denso que tiene la embriaguez en este libro. Tal como este chamán del copete recupera parte de su dignidad dedicándole sus mejores horas al vino, todas las sustancias que los personajes de este libro se echan encima terminan cumpliendo una función mucho más sublime que terrenal, una labor más antropológica que química. “¿Has visto a un dios morir?”, probablemente el mejor cuento del libro, relata la elevación producida por el ñache, una droga ficticia (hasta donde sé) en cuyo nombre hay hebras arcaicas, rurales y modernas. La del ñache será, por cierto, una experiencia muy compleja en términos culturales. Es la práctica cotidiana de empinar el codo, pero también la curadera como humilde experiencia espiritual del pobre (algo que Alfonso Alcalde, editado por el propio Cristián Geisse, y Carlos Droguett ya habían mostrado), y junto a ello es el recuerdo de la alucinación ritual precolombina, y quizá también la sociabilidad contemporánea alrededor de la marihuana. Todo eso –pasado y presente, elevado y corriente, teoría y práctica, política y subjetividad– es lo que ocurre cuando estos personajes se curan, todo esto es estar “en el regazo de Belcebú”, como informa el epígrafe del libro.
5. Un estilo reconocible, escrito deliberadamente y deliberadamente oral. Una alegre apuesta por el valor que representa la diferencia del prójimo. Una elaboración densa de la embriaguez como experiencia no de ceguera sino de lucidez. Cada uno de los rasgos de este libro me parece de valor para el tiempo presente. En cuanto al estilo, su oleada de oralidad fecunda la prosa que se escribe actualmente en Chile, condenada a veces a la pura contaminación libresca o literaria. En su dimensión moral, por otro lado, el libro parece alinearse con la narrativa chilena del siglo XX, y esa filiación es un rasgo novedoso para nuestra tradición, tan proclive a negar sus precursores; rasgo también sintomático, como si el libro quisiera indicar que leer a esos autores del pasado fuera una necesidad para el presente. En cuanto a la embriaguez, la elaboración de Geisse quiere pelearle el espacio a los discursos que ven en ella una enfermedad, un delito o una mala costumbre porque, al desplegarse, esos mismos discursos agreden a los sujetos que supuestamente quieren proteger: condenan sus prácticas, su modo de hablar, su modo de ser. Lo más significativo, en todo caso, es que en conjunto los seis cuentos de En el regazo de Belcebú logran hacer aparecer ante nuestros ojos algo nuevo, algo importante: un discurso de clase contemporáneo que ha sido amorosamente elaborado; un discurso de clase estilizado y vuelto literatura. Un discurso de clase, digo, pero me corrijo: el discurso de una clase vuelto literatura.
Geisse Navarro, Cristián. En el regazo de Belcebú. Valparaíso: Perro de puerto, 2011.