Termino de leer el Un joven en La Batalla y un poco contra mi voluntad resulta que estoy conmovido. Conmovido y extrañado, porque el libro posee un orden infrecuente que puede confundirse con el orden de los cajones de sastre.
Comienza con una presentación que recuerda los cien años, cumplidos este 2012, del cruce cordillerano de Manuel Rojas, y con una introducción que indica la procedencia de los textos que se antologan, aparecidos por primera vez en el periódico anarquista La Batalla entre 1912 y 1915. Sigue con quince brevísimos escritos de un Rojas joven, en realidad trece crónicas y dos poemas (los poemas son “Salutación” y “Florecer de mayo”). Hay luego siete artículos de Daniel Antuñano, propagandista patiperro de la idea que murió en 1915, arrollado por un tren en Viña del Mar. Sobre la muerte trágica de Antuñano son otros dos textos, de José Lejo Pica y Emilio Meza. Otro, de Teófilo Dúctil, polemiza con una crónica en la que Rojas discutía el concepto de arte desde su militancia. Un último artículo, de Leonardo Vogel, reivindica la memoria de Ernesto Serrano, compañero fallecido bajo la sospecha de haber traicionado al movimiento.
Hasta aquí el libro parece el típico saqueo que los profesores de literatura solemos perpetrar en el archivo de los escritores ilustres en busca de materiales de investigación. Hay, claro, hallazgos importantes, como los comentarios sobre el caso célebre de Efraín Plaza Olmedo, en los que Rojas se explica la violencia política, o bien sus reflexiones sobre crítica literaria y estética, que abordan siempre una arista problemática de la representación literaria (y que provocan la respuesta de Dúctil, más doctrinario). Son textos que se leen también con cierta sorpresa, sobre todo si uno recuerda que Manuel Rojas tenía entre dieciséis y diecinueve años al escribirlos. No quiero decir que haya sido un genio precoz ni mucho menos, pero sí que algunos gestos que aparecen aquí permanecerán en su obra posterior: la libertad con que lee las Rebeldías líricas de Gómez Rojas, por ejemplo, o la voluntad de estilo que imprime a un texto político como es “Orfebres”.
Pero Jorge Guerra, el autor de la compilación, no es profesor de literatura sino arquitecto, y no tiene ninguna necesidad o aptitud o profesional para el saqueo. Su largo epílogo o estudio, “Lecciones de un carpintero solitario y de un orador errante”, cierra y justifica el volumen. Con una erudición obsesiva, con un conocimiento de la obra de Manuel Rojas que ya se quisiera más de un académico, Guerra reconstruye en clave de biografía los cuatro años que el libro cubre como antología. Su investigación no pierde ningún detalle: la llegada a Santiago, los primeros contactos con los peluqueros anarquistas Brown y Garrido, en la calle San Pablo, su trabajo en La Batalla, la amistad con Daniel Antuñano y Ernesto Serrano. El esfuerzo es enorme y uno llega a preguntarse cuál podría ser su utilidad más allá de la universidad.
En ese preciso momento, casi al terminar, el libro muestra su diseño y cobra su sentido. Convocados por las crónicas, vueltos a llamar en el estudio final, los protagonistas de cuentos como “Laguna”, “El delincuente” y “El trampolín” van asomándose en nuestra memoria de lectores, y luego aparecen los muchos personajes de Sombras contra el muro, la novela que Rojas dedicó a los años en los que escribía para La Batalla. Borrosos fantasmas, Antuñano y Serrano, Garrido y Dúctil son y al mismo tiempo no son los hombres que conoció Rojas; son y al mismo tiempo no son los personajes de la ficción. Toda su obra, lo sabemos, está fuertemente inspirada en los recuerdos que guarda de su juventud, y sabemos también que los suyos son libros fieles a la memoria pero también infieles y ficticios. Pienso entonces que Un joven en La Batalla intenta reconstruir la sustancia concreta de sus recuerdos porque sabe que son la materia prima de la ficción, es decir, nos muestra el mundo “real” que Rojas volverá luego novela. Lo que sigue es lo difícil, porque gracias a estos textos y a este estudio, a su cuidado por el detalle, al cotejo minucioso entre personas reales y personajes literarios, volvemos a preguntarnos en qué consiste la ficción de Rojas, cuáles son las operaciones que vuelven su recuerdo literatura. Se trata de una gran pregunta, y creo que no hemos ni comenzado a responderla.
Esto parece una pura operación mental, y en cierta medida lo es. Lo que me conmueve es, quizá, algo distinto: la conciencia de que muchas cosas han debido perderse como para que sea necesario haber escrito Un joven en La Batalla. Hemos perdido a Antuñano y a Serrano, hombres honrados. Hemos perdido también el pasado que nos explica, por contraste, lo novelístico de las novelas de Rojas, y entiendo ahora que esa pérdida ya era evidente para el mismo Rojas, y que por eso, en parte, escribe. Lo hemos perdido a él, por último, al hombre que escribía o que escribió, al que vivía y que luego murió. Es en la lógica implacable de la pérdida que Jorge Guerra termina su estudio, y se pregunta por el sentido que podría tener para Rojas el oficio solitario y memorioso de la escritura tomando en cuenta su primera formación, tan entregada al mundo, a la amistad, al futuro.
No lo sabemos. Es otra gran pregunta, y a mi juicio Un joven en La Batalla por fin comienza a responderla.
Rojas, Manuel y otros. Un joven en La Batalla. Textos publicados en el periódico anarquista La Batalla. 1912-1915. Jorge Guerra (ed. y comp.). Santiago: Lom, 2012.