Ramón, el narrador de la novela El hacedor de camas de Alejandra Moffat, es un niño de doce años que se ve obligado a pasar el verano en la casa de campo escondida detrás de un bosque de cedros que pertenece a su abuela Nina. Durante esta temporada todos los hijos vivos de Nina y sus respectivas parejas transitarán ante los ojos del muchacho, con la sola excepción de los padres de éste que se encuentran de viaje. Ramón, sin embargo, será el único nieto de Nina presente en ese encuentro familiar. De esta forma, el relato del muchacho construye un universo que se articula alegóricamente como la representación de una sociedad que tiende a correr el tupido velo, tal como los Ventura en Casa de campo de José Donoso, una de las más importantes familias alegóricas de la tradición literaria chilena.
La perspectiva del muchacho que narra ofrece una posibilidad estratégica en la conformación de esta alegoría, pues se encuentra en una etapa de crecimiento que sugiere que, al final del veraneo de sus tíos en el campo de Nina, él ya no será el mismo. Esta transformación no será consecuencia sólo de su tránsito por la pre-adolescencia (con masturbación y enamoramiento incluido), sino también del tránsito de las figuras simbólicas que constituyen los miembros de su familia. “En la once tía colorina me contó que mis seis primos están en la casa que ellos tienen en Cachagua, acompañados de dos nanas de confianza. A mí me dio risa el nombre. Y mi tío deportista me aclaró que Cachagua es una playa importante”, dice Ramón casi al comienzo del relato sobre el tránsito de su parentela. “Mi tía ojos de pájaro estudió en un colegio de monjas y en los actos de los días lunes cantaba el Ave María frente a mil quinientas alumnas. Mi tío mano atrofiada en los recreos vendía panes con manjar casero que le preparaba Nina. Antes de venderlos los abría y les pasaba la lengua con fuerza”, agrega más adelante. “Salimos en fila: mi tío editor, yo, mi tío artista fumón, mi tía ojos de pájaro, mi tía científica, mi tío deportista, mi tío mano atrofiada, mi tío lustrado y mi tío cabeza tatuada, que llevaba del brazo a Nina. Llovía fuerte. Al principio me dio frío, sobre todo por el viento (…) Mi tío cabeza tatuada suelta el brazo de Nina y empieza a correr mientras se saca los pantalones (…) Y se tira al agua. Fue el primer piquero (…) Sólo faltaba mi mamá y mi tío que murió de diabetes. Todos me miran desde la piscina. Nina estaba al lado mío”, cuenta ya bien avanzado el relato.
En este estar parado frente a una realidad que necesita ser narrada, Ramón ve cómo se construye el mundo que lo precede y que determinará la visión con que él construirá el mundo que habitará. La ausencia de sus padres, podemos especular, aportaría a configurar el abandono propio de la constitución de la identidad social latinoamericana. Sin embargo, en El hacedor de camas este elemento transita, más bien, por otra dirección que le permite formar parte de la estrategia que el texto necesita para situar al muchacho en la posición más adecuada para observar, relatar y ayudar a construir el mundo-nación del que forma parte. A fin de cuentas todo verano y todo viaje siempre llegan a su fin, y la orfandad, en este caso, no se manifiesta con un carácter simbólico.
Pero a diferencia de Casa de Campo, donde los Ventura (que –sin cuestionamiento– son el objeto central de la representación) ven transitar a los sirvientes, los indígenas y los extranjeros por su espacio, la casa de Nina apenas permite el ingreso de otro grupo diferente al de la burguesía. Ana, la sirvienta, está ahí, sin embargo, para ampliar la visión de Ramón, para complejizar el mundo que ya existe y el que, en el futuro, acabado el verano, el mismo muchacho aportará a construir. En relación con la construcción de este mundo del que el pequeño observador será el principal albañil, el texto la presenta simbólicamente a través de la necesidad de pintar la realidad, actividad que Ramón aprende de Nina. El muchacho comienza con un boceto del campo, un esqueleto, dice él, que poco a poco se va nutriendo de cedros, sus ramas y el viento que circula entre sus hojas. En ese sentido, Ramón se convertiría en el portador de las ideas que la novela desea sostener. Esto último, sin embargo, debe ser revisado con detención.
A diferencia de lo que ocurre en Casa de campo, el mundo tal cual es conocido no transita hacia su destrucción. En la novela de Alejandra Moffat, al final del verano Ramón no es el mismo que al comienzo de éste. Lo visto y lo vivido le permiten convertirse en un pintor del mundo. Nina, Ana, sus tíos, el perro de la casa escondida en el bosque de cedros y las incursiones más allá de ese bosque, le han salvado la vida. Sin embargo, El hacedor de camas juega con la ambigüedad de las ideas, al no definirse, por un lado, por la configuración de un gestor de mundo –Ramón– que sepa evitar caer en los errores del pasado y, así, descorrer el tupido velo definitivamente; o, por otro, por la perpetuación de una personalidad, en el muchacho, congelada e incapaz de luchar contra el status quo, tal como es Nina, la principal formadora de este “hacedor de mundos”.