En mayo de 1956, un periodista de no más de 25 años entró al despacho del empleado Philip Larkin, en la biblioteca de la Universidad de Hull, en el noreste de Inglaterra. Su propósito era el de realizar una entrevista a aquel hombre que, de cuando en cuando, soltaba una broma, y que pocos meses antes había lanzado The Less Deceived, un libro de poemas aclamado por la crítica; el cuarto luego de un largo silencio, proveniente de una especie de fracaso tras la publicación de dos novelas Jill y A Girl in Winter y un primerizo volumen de poemas titulado The North Ship. Esta iba a ser la primera entrevista al bibliotecario, encargada por el suplemento de Educación del Times. Lejos de estos datos, ambos discutieron por más de dos horas en la oficina, hasta que el joven, de nombre John Shakespeare, decidió invitar a Larkin a comer al lugar que quisiera, en vista que el diario cubría los costos; sin meditarlo demasiado, el autor prefirió ir a un restaurante cercano, y apostar por unos sándwiches y unas cervezas.
Según comenta Shakespeare, en un artículo conmemorativo de aquel día, los dos se sintieron más a gusto cuando descubrieron que habían sido vecinos de College en Oxford. Pero nada relajó más los ánimos que el hecho que Shakespeare confidenciara a su interlocutor que el poeta John Betjeman era amigo de su padrastro. Ese fue el momento del click, el instante en que detonó la bomba. “Betjeman es mi poeta favorito. Es además el más grande poeta inglés vivo junto a T.S. Eliot. Pero Eliot es demasiado oscuro, mientras que Betjeman se comunica directamente con el lector común y corriente”. Después de decir aquello, Larkin siguió una larga noche de confesiones personales, que iban desde su carrera laboral a su visión del matrimonio, información que daría para otro tipo de texto.
Lo cierto es que la anécdota es claramente decisiva. Es imposible entrar a hablar de la relación de Larkin y su generación con el Modernismo, sin intentar rozar su arte. Esa generación, situada históricamente a partir de 1950, pasó a llamarse, de una manera bastante inorgánica, “El Movimiento”, tarjeta de presentación que tiene su nacimiento en un artículo anónimo publicado en el periódico Spectator (cuyo real autor fue J.D. Scott) en 1954, titulado “In the Movement”, en el cual, más que un balance, se hacía una nombradía de poetas emergentes entre los que estaban Larkin, Kingsley Amis, John Wain, Elizabeth Jennings, Thom Gunn, John Holloway, Donald Davie, D.J. Enright e Iris Murdoch. Pero como mencionaron en su momento Robert Conquest y otros autores contemporáneos, que posteriormente fueron sumados al coro, jamás “El Movimiento” tuvo una actividad y una filiación real, es decir, nunca fue un grupo, como el surrealista, que tuviera un órgano central o al menos un manifiesto. Sin embargo, como han dejado ver varios críticos literarios, existen características en común entre estos autores, la más notable de las cuales es la objeción y el reniego de la estética modernista, impulsada por Ezra Pound y T.S. Eliot, figuras centrales del siglo XX.
Blake Morrison, en su texto “Still Going on, All of it. The Movement in the 1950s and The Movement Today”, nos da algunas claves para interpretar el quiebre que significó este cambio de visión. En primer lugar, remarca que “el modernismo fue visto [por los autores de “El Movimiento”] como elitista y alto burgués, un arrogante rechazo al ‘lector común’”. Podríamos decir que sí y no. La imagen que Pound y Eliot tenían del lector “tipo” de su poesía era claramente el de uno culto y refinado, imbuido de la gran tradición poética y la historia universal; un lector que comprendiera el impulso arqueológico del “Make it new”, el re-significar lo clásico en el entendido de que “todas las épocas son contemporáneas”. Perfecto, pero obras como Canzoni de Pound, que según él mismo sucumbe ante la “hiperestesia o delicadeza exagerada”, suprimiendo todas las composiciones modernas, dando paso a un lenguaje más anquilosado que vivo; o The Waste Land, obra maestra, que, sin sus notas, sienta al lector junto a una enciclopedia; o el colmo de los colmos, de The Cantos, los cuales, si no fuera por los esfuerzos de varios de indagar en cada una de las personas, hechos históricos, ideogramas y un sinnúmero de elementos, desarticula cualquier forma de lectura directa que no sea asistida por los “companions” o las ediciones críticas.
Ante eso los autores de “El Movimiento” opusieron referentes como John Betjeman o W.H. Auden, aunque de modo dialéctico. Estos dos poetas habían limpiado su poesía del simbolismo de Yeats, del método mítico de Eliot, de lo literatoso de Pound; se centraron en el ciudadano común, utilizando elementos de la contingencia, exagerando el uso del modismo, ingresando las palabras “fábrica”, “tren”, “avión”, es decir, todo el impulso técnico de la Modernidad, sin ensalzarla ni poner su fe en ella, como apostaron las vanguardias europeas o latinoamericanas, sino situándola como la escenografía del verso, sin dejar de interponer un dejo de sospecha ante su reproducción. Ni en Betjeman ni en Auden hay Tiresias sentados frente al Támesis, sino que ejecutivos, obreros o mujeres de negocios, el desconocido, el refugiado, así como las elegías a los grandes referentes literarios, todos descritos en su raigambre humana y cotidiana.
Toda esa experiencia de la ciudad moderna, sustentada en la producción capitalista y su evolución desde la Revolución Industrial, con la consiguiente distribución de clases sociales, la necesidad de expansión imperialista a través de la maquinaria bélica, y el sinnúmero de soportes y medios de comunicación que someten y reglamentan el lenguaje, ya poseían un correlato anterior a estos autores. Esto puede ser observado ya en la poesía de Thomas Hardy, en la escuela georgiana (perteneciente al reinado de Jorge V) de la que formaron parte Walter de la Mare, Edward Thomas y John Masefield, y que influyó en toda una generación de poetas muertos en las trincheras de la Primera Guerra: Rupert Brooke, Sigfried Sassoon y Wilfred Owen. Ahí también había una apuesta por la representación realista, por describir situaciones locales en choque con los nuevos tiempos; por el uso de métrica musical y la rima en un poema que debía ser recitado, compartido (de hecho se les dio el apodo peyorativo de “poetas de la estufa”); lejos de la moralina victoriana, el esplendor de la subjetividad y el salto hacia reflexiones metafísicas, desde lo mundano, se convirtieron en una senda a seguir.
Pero “La época demandaba una imagen / de su mueca acelerada / algo para los modernos escenarios, / no, bajo ninguna consideración, una gracia ática”, dice Ezra Pound en “Hugh Selwyn Mauberley” de 1920. Y los intentos de los georgianos se esfumaron por las bombas de gas y la arremetida del modernismo. Antes que consideraciones subjetivas, lo primero era crear una imagen objetiva, ponerse una máscara, hacer un “tratamiento directo de la cosa”, “no usar en absoluto ninguna palabra que no contribuya a la presentación” y “respecto al ritmo: componer con la secuencia de la frase musical. No con la secuencia del metrónomo”. No, por tanto, “los sueños oscuros / de la visión interior”, sino crear un “molde de yeso”, hacer de la poesía una técnica de la desubjetivización y ver en los clásicos y sus arquetipos una explicación del mundo moderno. A su vez, la propuesta de una “prosa cinematográfica”, experimentada en el idioma inglés por Eliot en “La canción de amor de J.A. Prufrock”, daba la pauta para acabar con la cadencia y el esculpido de la rima, dando paso a la yuxtaposición de imágenes y el predominio de la aliteración. Se llamaba, por tanto, a dejarse influir por los grandes maestros de la literatura, por la cultura, antes que por la situación o el paisaje. En fin, el Modernismo significó un vuelco completo en lo que se entendía por poesía, además de plasmar una imagen de su tiempo y sus desastres.
Y ante tales monstruos ¿qué hacer? Si, como ha dicho Hugh Kenner, la primera mitad del siglo XX ha sido la “Era de Pound”, ¿cómo, entonces, la generación que los seguía podía sentarse a madurar?
Para los poetas ingleses de los ‘50, la reconstrucción de lo nacional o patriótico –como menciona Morrison- fue un ducto para hallar la voz propia. Más aún puesto que la suerte de Inglaterra, tras la guerra, había sido la de los bombardeos alemanes, a los que seguirían los de las políticas públicas, con una fuerte rearticulación urbana y una mayor segmentación de las clases sociales. Pero de una u otra forma, los ingleses no vivían el auge económico norteamericano y su instalación como potencia. Al contrario, más que la creación de un valor nacional –como el American Way of Life– Gran Bretaña se hundía en una muerte de sus elementos constituyentes, ya demarcados por el fin del periodo colonial, ya en el desgaste que habían significado –social y económicamente- las dos grandes guerras. Todo el imperio volvía a su origen.
Instalado W.H. Auden en Estados Unidos, sólo Betjeman quedaba como el único referente contemporáneo que incluía estas problemáticas. Este poeta tuvo un papel significativo en el vuelco que iría a dar “El Movimiento”. En cierta forma, el autor de New Bats in Old Belfries, no sólo volcó todo el ser inglés en sus poemas, sino que también en sus artículos y libros sobre arquitectura; en sus estudios sobre el té, los ferrocarriles y el tenis (algo como lo que ocurrió aquí con Edwards Bello); prologó en 1948 la antología The eighteen-nineties, que recopilaba a gran parte de los autores de las dos últimas décadas del siglo XIX, olvidados por los procesos antes nombrados. Además, confió gran parte de su escritura a la grabación, haciendo circular vinilos con sus recitaciones de casa en casa, reinstalando la vieja tradición del poeta y la audiencia, de manera sencilla y en Long Play. Betjeman fue el cruce entre la propuesta insular, anti-modernista y crítica del estilo americano, impulsando desde ahí el reencuentro con el ansiado lector. Asimilado esto por un autor como Larkin, podemos graficarlo en su visión de sus predecesores expuesta en la introducción a All That Jazz: “No. Me disgustan esas cosas no porque sean nuevas, sino porque constituyen una explotación irresponsable de la técnica, algo que contradice la vida humana tal y como la conocemos”. Larkin mencionaba esto poniendo en paralelo el jazz de Charlie Parker, la pintura de Picasso y la poesía de Pound; según sus consideraciones, que fueron síntoma de su generación, el uso de la técnica modernista (como por ejemplo las personae) no lograba una independencia del poema de sus fuentes librescas, lejos del conocimiento medio del lector o como responde a The Paris Review: “En efecto los poetas escriben para gente con la misma formación y experiencias, lo cual debe ser tomado como un convincente argumento a favor del provincialismo”.
Como mencionábamos, la búsqueda del lector debía ser dialéctica. Innegables eran los progresos del modernismo respecto a la conformación de una expresión limpia; eso debía ser sumado a la movilización de una subjetividad que no cayera en lo meloso, sino que lograra un distanciamiento de la emoción y, como decía Hardy, que no temiera a hablar de lo obvio o lo cotidiano. La utilización de los elementos que hacen característicos a un lugar y a una época, en su sensación más viva y tangible eran, por lo tanto, el arma de doble filo, un compromiso tácito con el transeúnte, sus costumbres y sus variaciones. Lo otro, claramente lo otro, era tomar o no la invitación al libro, a abrir un poema como quien abre “el cajón de los cuchillos”.
Ver poemas de Philip Larkin traducidos por Bruno Cuneo y Cristóbal Joannon
«Ir a la iglesia», de Larkin, por Adriana Valdés
«Viejos lesos», de Larkin, por Adriana Valdés