Una vez entrevisté a Eduardo Milán. Le pregunté por la relación entre su escritura ensayística y su escritura poética. Me respondió: “La relación entre escritura del poema y escritura del ensayo es una relación casi obvia hoy en día o al menos para mí. El poema es un ensayo”. Y luego me dio un ejemplo: “Errar (de 1991) tiene su antecedente en el primer ensayo de Resistir, que se llama precisamente ‘Errar’”. “Errar” comienza como quien vuelve a dictar una clase después del recreo: “Decía: escritura es superficie”. Esa escritura, dice, es el desierto. Y luego levanta el índice: “Habría que insistir en el desierto ya que en el desierto lo único posible es insistir”. El subtítulo de esa recopilación de ensayos es “Insistencias sobre el presente poético”. Otros títulos de sus ensayos son “Sobrevivir”, “Recuperar” y “Por qué experimentar”. Esos infinitivos, con su carga de responsabilidad e inevitabilidad, se convierten en imperativos. Hice caso: recordando una canción de El Dúo Dinámico que me inunda de optimismo, le cambié el nombre al libro y lo llamé Resistiré.
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Cuando entrevisté a Eduardo Milán yo estaba obsesionado con el tema de la negatividad. Recordamos el poema de Guillermo de Aquitania, “Farai un vers de dreyt nien”, y me contó que lo había traducido. Hace muy poco tiempo encontré esa traducción, en su artículo “La nada que genera”, publicado en 1992 en la revista Vuelta. Allí cita también a John Cage: “Yo estoy aquí y no tengo nada que decir/ Y lo estoy diciendo/ y esto es poesía/ como yo quiero”. Mis versos favoritos de Errar son: “Cuando ya no hay qué/ decir, decirlo”. Son líneas parecidas, pero no iguales. En Cage es una constatación casi sonriente, en Milán una provocación, con cierto grado de dramatismo. La causa se explica algunas páginas antes: “y no cesa de secar la herida abierta:/ lo que te llevó del no decir a decirlo”. De esa herida también habla en “Errar”: “Toda escritura nace de una herida que nunca cicatriza porque su abertura es la posibilidad de la escritura”. La negatividad no es un tema: es una urgencia.
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Sólo se puede hablar de los temas de Errar si se entienden como lo hace Hugo Gola: “Yo creo que la lírica no tiene temas. Hay algo así como constantes tonales, cadencias, repeticiones, reincidencias involuntarias. Si hablamos de ‘temas’ como uno habla de temas musicales, entonces podemos estar de acuerdo”. Estamos de acuerdo. Hay distintos grados de repeticiones, como la duplicación de palabras para marcar un énfasis: “el caballo caballo”, “sino sino, viento viento”, “Los pájaros cantan en pájaro”. Pero la derivación primordial es la paronomasia. Cada frase pareciera desenrollarse como si fuera una serpentina, aunque no haya fiesta: “La verdad, la vera, la vereda tropical del verbo”. Y de esa variación nacerá una variación distinta hacia otros sentidos, en una progresión gradual. Si asignáramos un color a cada vocal y cada consonante, podríamos visualizar un tejido que cambia del amarillo al blanco y de ahí al rojo. Milán disfruta este impulso. “A mí me gusta seguir lo que escribo”, me respondió cuando lo entrevisté.
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Mi edición de Manto (la reunión de su poesía completa hasta 1997) está mal compaginada. La página que anuncia el libro Errar aparece dos veces. La primera interrumpe Nervadura. La segunda es la que cuenta. Ahora que vuelvo a leerlo vuelvo a equivocarme. Pero noto un detalle. En los libros anteriores, los poemas se separaban en estrofas e incluían muchos espacios en blancos, mostrando una mayor dispersión. En Errar, y en los libros siguientes, cada poema es un bloque compacto. No hay rimas ni métricas que marquen un pulso regular, ni tampoco pausas para recuperar el aire: se escribe hacia adelante, sin volver la cabeza. El poema no es un espacio de confirmación de lo esperado, es un pasaje, un túnel hacia otro paisaje. ¿Qué hay en ese paisaje? Debería haberle preguntado cuando lo entrevisté.
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Leo varias veces Errar, pero voy cambiando la música de fondo. De repente se acaba la música, y sólo queda el leve silbido del equipo encendido. Empiezo a oír los ruidos de los buses que pasan debajo de mi casa y que atraviesan las ventanas cerradas. Esos mismos ruidos se escuchaban en la grabación que alguna vez le pedí a Eduardo, para registrar su lectura de algunos poemas sobre pájaros. Recorrí todos sus libros buscando poemas de pájaros, y encontré muchos. Algunos de esos poemas estaban en Errar. ¿Qué querrá decir con tanto pájaro? ¿Qué querrá cantar?
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Hay estudios que cuentan la frecuencia con que un autor repite ciertas palabras. Pero habría que hacer un estudio sobre las palabras que más se fijan en un lector, y cómo éstas varían con cada lectura: una estadística de su memoria. Cada repaso es un nuevo escaneo: el paisaje se modifica, se forman distintos relieves. Primero advierto las referencias sobre la escritura. Luego noto las alusiones al sol, al desierto, a la herida. También me detengo en las referencias trovadorescas, en las flores, en los pájaros. Y aparece de improviso una frase que quizás no había leído nunca antes: “hacía tiempo que no veía escrita la/ palabra Dios”. Estas palabras como mareas revuelven su contenido una y otra vez, su resaca nunca es igual.
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Vuelvo a pensar en su escritura secuencial. En muchos poemas saltan las preguntas. “¿Voy bien?”. Las respuestas no son directas, sino perpendiculares. El lector debe ajustar la mirada con cada cambio de movimiento, como si observara el desarrollo de una partida de dominó. Los cortes de versos también acentúan la sorpresa. Al leer “No te fíes de los infieles”, los infieles son sustantivos, pero al continuar la lectura esos infieles se vuelven los adjetivos que determinan los “filos de la realidad”. Olvido García Valdés decía: «Milán muestra lo rara que es la realidad». También nos muestra, de golpe, lo raro que es el lenguaje. Cuando terminamos un poema, no podemos reconstituir el camino de vuelta. No quedaron migas que nos guíen. Eso es lo que entiendo, en este libro, por Errar.
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En Chile (y quizás en México, y en Uruguay), cuando un equipo de fútbol pierde estruendosamente un partido ante un rival superior, nos resignamos comentando: “Nada que hacer”. Pero cuando alguno de nuestros jugadores consigue un gol certero e imposible, nos miramos con orgullo y celebramos en silencio: “Nada que decir”. Eso es lo que hoy quería decir.
*Felipe Cussen
Instituto de Estudios Avanzados
Universidad de Santiago de Chile
VIKTOR GOMEZ
27 septiembre, 2011 @ 7:23
Si hay una posibilidad pese al riesgo grande que supone ir por entre dos abismos, de cruzar el presente haciendo poesía -no ya tanto poemas- es Eduardo Milán uno de los que por la trocha de su inquietud y osadía, con rebelde pulso y pertinaz insistencia, pasará.
Me agrada lo que acabo de leer en tu blog. Más que bueno, real.
Un abrazo,
Viktor