Hoy presentamos la reseña que hizo Rodrigo Cordero sobre El lenguaje de los nudos (Editorial Aparte, 2022), del poeta David Bustos: “Muchas de estas imágenes, y varias otras más, son aludidas explícitamente en El lenguaje de los nudos: el padre que enseña a su hijo a atarse los cordones de los zapatos, el escolar que se enfrenta al problema de hacerse el nudo de la corbata, el enredo en que puede transformarse la escritura manuscrita, los nudos como sistema de cuentas, el nudo que bloquea la garganta cuando el cuerpo es sometido a una emoción intensa. Sin embargo, quizá ninguna imagen adquiere tanto sentido como el pensar esos hilos que se anudan en términos de la manera en que se construye la memoria individual y de cómo esta puede enlazarse con la memoria colectiva”.
Recuerdo un cuento de Juan Emar en que el narrador observa que las personas dejan hilos tras de sí conforme deambulan por las calles. Busco ese cuento. Se halla en Diez y su título es “El perro amaestrado”. Según se cuenta ahí, cada transeúnte es un “monstruo hecho de hilos”, que van “tejiéndose” y que dejan un rastro semejante al “humor plateado de la babosa, a veces como el bramante fino de la araña que se desprende”. Esos hilos, se indica, son “visibles como experiencias, como recuerdos” y, “en cada extremo de cada uno, un hombre camina”. Me doy cuenta ahora de que el cuento habla también de otros hilos. Unos que los transeúntes esta vez “echan hacia adelante”, “apenas visibles como volición, como deseo”. A diferencia de los anteriores, estos hilos están “acechados por imprevistos” y, en consecuencia, son inanticipables en su trayectoria, irreductibles a cualquier mapa o planilla, que se proponga inmovilizarlos. Ambos tipos de hilos, concluye el relato, dan cuenta de “la clara relación entre la configuración de una ciudad y nuestros más encubiertos deseos”.
El lenguaje de los nudos de David Bustos me hace pensar en esos hilos. Imagino que esos hilos que cada uno va dejando y proyectando, sin quererlo, forzosamente han de pasar con mayor frecuencia por algunos lugares que otros, formando trenzas más gruesas o más delgadas, según el caso. Supongo que esos hilos forzosamente se van enredando entre sí y que también probablemente se enredan con los hilos que van dejando y proyectando otras personas, formando nudos y tramas que se tensan y se distienden, en nudos corredizos y en nudos ciegos, según vayamos tirando de sus distintas hebras. Pienso también en todos esos hilos y nudos que vamos encontrando en la vida y que no es poco común que terminen por transformarse en metáfora de esta. El hilo que hilan, anudan y cortan las Parcas; la vida como lío, embrollo y maraña. Pienso también en la posibilidad de llevar una vida desatada, libre de ataduras, o de todas esas ocasiones en que uno se ve obligado a tomar una decisión expeditiva como aquella que narra la historia del nudo gordiano. Muchas de estas imágenes, y varias otras más, son aludidas explícitamente en El lenguaje de los nudos: el padre que enseña a su hijo a atarse los cordones de los zapatos, el escolar que se enfrenta al problema de hacerse el nudo de la corbata, el enredo en que puede transformarse la escritura manuscrita, los nudos como sistema de cuentas, el nudo que bloquea la garganta cuando el cuerpo es sometido a una emoción intensa. Sin embargo, quizá ninguna imagen adquiere tanto sentido como el pensar esos hilos que se anudan en términos de la manera en que se construye la memoria individual y de cómo esta puede enlazarse con la memoria colectiva.
El lenguaje de los nudos de David Bustos es un libro que reúne veinticuatro textos breves que se inscriben, en general, dentro de la crónica, aunque ello no impide que algunos se desplacen hacia el ámbito de la autobiografía e incluso de la ficción. El libro se divide en tres secciones: “Queremos tanto a Charly”, “Ropa Americana” y “Escrito a Mano”[1]. Pese a su diversidad, uno de los hilos que reúnen estos textos es, como decimos, el recuerdo. Recuerdos de la música que se escuchó, de los libros que se leyeron, de las películas que se vieron, de los lugares donde se vivió, de las personas a las que se conoció y con quienes se compartió, y que tejen una suerte de “educación sentimental”, evocada a la distancia y mediada por el paso de los años. Un conjunto de nombres quizá que se anudan en la memoria, por los “afectos personales”, diríamos, que quedan tras el balance del propio recuerdo y de sus obligatorios olvidos. Cuerpos que cobran vida y sentido cuando se vuelve a ellos. Son recuerdos donde es posible identificarse, donde se identifica su autor, claro, pero donde pueden identificarse también todos quienes comparten con mayor o menor precisión la misma generación, que es aquella de la vida bajo la dictadura y los primeros años de democracia, de alguien nacido durante el gobierno de Salvador Allende: “Nací en los 1000 días del Gobierno de Allende, en 1972, año en que en Nueva York dio su discurso en la Asamblea General de Naciones Unidas, donde habló y denunció el bloqueo económico financiero hacia Chile, donde habló del imperialismo y el colonialismo con nombre y apellido. Hijo de los 1000 días, luego vino lo que vino. Un accidente que se repite. La ropa americana” (“Ropa americana”, 64).
El mismo autor hace explícito su modo de entender la memoria: “Pienso en la memoria como un disparador hacia el futuro, un doble movimiento que recompone o restablece la imagen histórica para dar un brinco que irrumpe en el estado actual de las cosas, que indudablemente las torna vigentes. Las desnuda, es decir, deshace el nudo y las vuelve reales” (“La última escena del documental Salvador Allende”, 32). O también, cuando se pregunta por el papel que desempeña la propia voz en el conjunto de la colectividad: “Quiero decir que en el fondo somos un estribillo dentro de una sinfonía de voces” (“Repetir”, 83).
En su libro Líneas, el antropólogo británico Tim Ingold parece aludir a esta misma idea: “Contar una historia es relatar los hechos del pasado volviendo a trazar un sendero a través del mundo que otros, volviendo a retomar los hilos de vidas pasadas, puedan seguir prolongando así a la vez el hilo de su propia vida. Pero, al contrario que cuando se generan bucles o se hace punto, el hilo que ahora se teje y el hilo tomado del pasado forman una misma hebra. No hay punto en el que finalice la historia y comience la vida” (Ingold, 131)
El lenguaje de los nudos de David Bustos, con su particular habilidad para enhebrar esos recuerdos, para saltar con soltura desde un dato preciso a la letra de una canción, y de esta al título de un libro, y de este a una fotografía o a una película, y de estas a un recuerdo familiar o personal y de estos a un recuerdo colectivo –todo ello no necesariamente en este orden y no necesariamente de manera lineal– es una manera de tirar de esa hebra para que nunca finalice la historia y continúe la vida.
[1] El listado completo de los textos, según cada sección, es el siguiente: QUEREMOS TANTO A CHARLY: 1. John Lennon, 2. Queremos tanto a Charly, 3. Silvio, 4. La última escena del documental Salvador Allende, 5. Get up, stand up!, 6. Lola Hoffman, 7. Ramona Parra y la noche de Chile, 8. Yo te cuido. ROPA AMERICANA: 1. El vendedor de libros, 2. Alemanes en la cuadra, 3. Ropa americana, 4. La catedral del fútbol, 5. El nadador de la dictadura, 6. Let there be rock. ESCRITO A MANO: 1. El lenguaje de los nudos, 2. Repetir, 3. Escrito a mano, 4. La biblioteca, 5. El mundo de las cortinas, 6. Los libros que olvido, 7. Recuerdo del escarabajo de Nicanor Parra, 8. Sálvese quien pueda, 9. Cámara lenta, 10. Bajar o subir el volumen.
David Bustos (Santiago de Chile, 1972) es autor de Nadie lee del otro lado (Ediciones Mosquito, 2001), Zen para peatones (Ediciones del Temple, 2004), Peces de colores (LOM, 2006), Ejercicios de enlace (Cuarto Propio, 2007 – Editorial Isofónica, 2018), Jardines imaginarios (Alquimia, 2010), Hebras viudas (Cuarto Propio, 2011), Dos cubos de azúcar (Una temporada en Isla Negra, 2014), Arial 12 (Editorial Pez Espiral, 2018), Poemas Zen (Mago Editores, 2020) y Circuitos integrados (Editorial Aparte, 2020). Peces de colores recibió el año 2007 el Premio Municipal de Literatura en la categoría poesía.